LEYENDA DEL SANTO MISIONERO, EL PADRE LOMBARD

 
A su llegada a Cayena para cumplir su misión evangélica, el padre Lombard sabía que en las playas vecinas, existía un gran número de nativos que ignoraban totalmente el dogma sagrado de Jesucristo.
 
En seguida pasó a verlos, y entre ellos se detuvo dos años para aprender las diferentes lenguas de aquellas tribus dispersas, y practicar los mas humillantes servicios, a fin de prepararles para oír con docilidad la divina palabra del Evangelio.

Cuidaba de los niños, velaba al lado de los enfermos, y el mismo hacia las reparaciones que sus chozas exigían, como pudiera el mas hábil carpintero.

Las esperanzas del santo misionero no salieron fallidas. Los nativos se admiraron de su afecto decidido por las buenas obras y no le opusieron la menor resistencia cuando su bienhechor comenzó a predicarles la doctrina cristiana.

El padre Lombard  se decidió entonces a establecer una residencia fija, desde la cual le fuese posible comunicar con los pueblos circunvecinos. Al efecto eligió una vasta llanura, situada a orillas del mar, en la embocadura del rio de Korou, y él mismo, auxiliado por dos nativos que había logrado convertir, construyó una capilla y una gran casa que pudiera albergar de veinte a veinticinco personas.

Habiéndose ofrecido en seguida tres indios a desmontar el terreno inmediato, pronto el misionero estuvo seguro de poder coger bastante trigo y maíz para mantener su futura familia adoptiva.

Entonces se dedicó a visitar sucesivamente las diferentes tribus, y obtuvo sin grandes esfuerzos, que cada uno de ellos le confiase la educación de un niño.

Imposible es explicar la alegría de este santo varón, cuando regresó con aquellos indios inocentes a la casita por él construida.

¿Acaso no iba a verse a la cabeza de un seminario pequeño, que con el tiempo podría dar catequistas celosos, cuya enseñanza llevaría la luz al corazón de muchas tribus diferentes?

Este pensamiento inundaba el suyo de una inmensa alegría, y le estimulaba comenzar con ardor su obra regeneradora.

Se consagró pues a instruir en la lengua francesa a sus neófitos enseñándoles a leer y escribir, y acomodando su enseñanza religiosa al desarrollo de sus inteligencias. Ningún padre de familia habría podido tener con sus hijos mas ingenua ternura, ni mas acendrado cariño que el que este santo varón mostraba a sus niños.

Cada uno de ellos poseía un cuadrado de tierra en la huerta, que todos cultivaban bajo la dirección de su padre adoptivo, y daba gusto ver con qué satisfacción aquellos pobres niños, antes tan insensibles a las bellezas de la naturaleza, venían a contemplar extasiados toda flor que acababa de abrirse, todo fruto que doraban los rayos del sol.

- De este modo debéis vosotros hacer que se abran las almas de vuestros ignorantes hermanos, por el fuego de vuestra fe, hijos míos, les decía el padre Lombard; de este modo vuestras palabras y vuestras acciones, deberán producir frutos en su porvenir no muy lejano, sazonados por los divinos rayos del sol eterno.

Los jóvenes catequistas meditaban contentos todas estas santas lecciones de su ilustrado maestro, de aquel maestro a quien tanto amaban, y las mas nobles aspiraciones se despertaban en sus almas, al considerar que un día debían contribuir a la conversión de sus ignorantes y salvajes hermanos.

Trataban pues de hacerse dignos de semejante misión, y redoblaban sus esfuerzos escuchando con mayor atención que nunca las instrucciones de su afectuoso padre.

Así que estuvieron bastante instruidos en las verdades de la religión para que pudieran enseñarlas a los demás, el buen misionero los devolvió, o mejor dicho los envió a cada cual a la tribu de donde procedían. Todos fueron recibidos con una confianza y una admiración sin límites; así es que en poco tiempo, alcanzaron triunfos muy superiores a las esperanzas concebidas por el padre Lombard.

Este buen misionero, después de su salida, se apresuró a hacer venir a su lado otros niños para remplazar los antiguos, y de este modo siguió largo tiempo. Así fue que el número de los cristianos de la extensa playa, llegó a ser tan considerable, que el padre Lombard tuvo que pensar en agruparlos por secciones en diferentes viviendas, a fin de que con mayor facilidad participasen de los beneficios de su santo ministerio.

- Divididos como estáis, les decía el misionero, a menudo os veis privados de las ceremonias del culto, y por esta misma razón, de las gracias que ellas dan a las almas; reuníos en pueblos y yo podré hacer frente a todas vuestras necesidades espirituales.

Acostumbrados a una existencia errante, los nativos se negaban desde luego a establecerse de una manera definitiva; pero el venerable misionero, no por esto abandonó su importante proyecto. Tanto insistió en sus exhortaciones, puso tanta y tan dulce persuasión en sus palabras, que al cabo logró vencer toda resistencia.

Pronto muchas familias convertidas vinieron a construir sus casas en la fértil llanura elegida por el padre Lombard para la fundación de su iglesia y de su seminario.

Algún tiempo después, una nueva iglesia se alzaba a cierta distancia de la primera: los mismos nativos la habían construido con un celo completamente cristiano.

Así es como un solo hombre, a impulsos de su fe, de su decisión por el bien de la humanidad, logró convertir y civilizar a aquellos pueblos bárbaros.

Mas afortunado que la mayor parte de sus cofrades los misioneros, el padre Lombard no se vio perseguido por aquellos a quienes se proponía dar la vida del alma; pero si pensamos en las fatigas que tuvo que soportar, en los obstáculos que tuvo que salvar antes de ver coronados sus esfuerzos, no podremos menos de admirar su valerosa persistencia, su ardiente fe, con las cuales llegó a triunfar de la ignorancia y de la barbarie de muchos miles de salvajes.



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