La Oración más antigua al Espíritu Santo
Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre,
don, en tus dones espléndido,
luz que penetra las almas,
fuente del mayor consuelo,
ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre,
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado,
cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones,
según la fe de tus siervos;
por tu bondad y tu gracia,
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno.
Amén.
En su encíclica Pacem in Terris, el papa Juan XXIII dice:
"La convivencia entre los hombres será consiguientemente ordenada, fructífera y propia de la dignidad de la persona humana si se fundamenta sobre la verdad, según la recomendación del apóstol San Pablo:
«Deponiendo la mentira, hablad la verdad cada uno con su prójimo, porque somos miembros unos de otros»."
Esta premisa, de vibrante actualidad en todo tiempo, parte, como vemos, de San Pablo, y atraviesa los siglos, hasta reafirmarse en la voz del papa Juan XXIII. Su eterna vigencia se sustenta en la pureza con que fue expresada.
Los santos mártires de los primeros tiempos del cristianismo, sentían y practicaban la verdad y la pureza; por sostener ambas virtudes, cayeron inmolados. La pureza de los primitivos rayaba, pues, en el heroísmo.
Inconmovibles en su decisión, por la verdad se comprometían y a la verdad eran fieles. No había medios tonos, ni concesiones, ni debilidades. Su espíritu, inocente y puro, era todo entereza.
En los tiempos modernos, la Iglesia hace frecuentes llamamientos a ese espíritu de pureza y de verdad, para que la grey no se aparte de sus normas esenciales.
En la citada encíclica Pacem in Terris, el papa dice:
"Es también cosa manifiesta que en las naciones de antigua tradición cristiana, las instituciones civiles florecen actualmente con el progreso científico y técnico y abundan en medios aptos para la realización de cualquier proyecto, pero que con frecuencia en ellos se han enrarecido la motivación e inspiración cristianas."
Recordando estas exhortaciones a la conciencia de los cristianos, se hace evidente la gloriosa inocencia de muchos santos de la antigüedad, y de sus discípulos.
Viene a la memoria una anécdota atribuida a uno de los primeros mártires del cristianismo en el Imperio Romano, a propósito de la pureza:
Vivía en una aldea una viuda muy virtuosa que, con las primeras verdades evangélicas que le comunicó el mártir a que nos referimos, se convirtió a la fe y amó a Cristo sin reservas. De pronto, el evangelizador se vio rodeado de esbirros del emperador, quienes le conminaron a que rindiese culto a los dioses paganos.
La inocente viuda que presenciaba esta escena, se acercó sonriendo y llena de candor, y dijo a los perseguidores:
—Pero, ¿cómo es posible que no sepáis que esos dioses no existen? Este santo varón acaba de revelarme la existencia de un Dios único y verdadero. Guardad vuestras espadas y uníos a nosotros dos para elevar nuestras preces y alabanzas al Creador y a Jesús, redentor nuestro.
Se dice que al centurión romano que mandaba a los perseguidores le conmovió tanto aquella mujer sencilla y pura, que ordenó a sus hombres dar media vuelta y alejarse de aquella aldea, dejando en paz por esa vez al santo que más tarde, de todos modos, sería inmolado en aras de su testimonio.
Los primeros siglos del cristianismo fueron tiempos heroicos, y el sacrificio de los varones y mujeres que dieron su vida en defensa de los ideales espirituales revistieron una grandeza sin comparación.
0 comentarios:
Publicar un comentario