LEYENDA DEL FIEL PERRO DE LA CONDESA


Hay una trágica leyenda en el tiempo en que empieza el Romanticismo en Castilla (siglo XVIII al XIX). Son los principales protagonistas de ella Dª Mencia, hija única de los Condes de Villares de Orozco, y un perro San Bernardo perteneciente a la misma, llamado "Favorino".

En la margen izquierda del río Júcar habla un murallón con una estrecha poterna, oculta tras un tambor almenado, que ocupaba un chaflán a la derecha de un lienzo de muralla, de las que antiguamente cercaban Cuenca.
 
Existía un viejo torreón, especie de atalaya, que avanzaba hacia la margen izquierda de la fortaleza. La base de este torreón descansaba sobre unos adarves apoyados en uno de los estribos del accidentado terreno. Este era el punto más débil o fácilmente vulnerable de tan extraña fortaleza, que es a la que se refiere nuestra leyenda.


En la fortaleza descrita, mitad torre, mitad palacio, vivían, la sazón, los Condes de Villares de Orozco, de rancia nobleza bien ganados honores, como pregonaban sus pergaminos fajares. Con numerosa servidumbre —cual correspondía a su alcurnia—, tenían también en su compañía un sobrino del Conde llamado D. Cayo de Estevalquinto. Era una especie de Administrador general y gozaba de la confianza y cariño de los Condes, viviendo, como queda dicho, en el palacio.
 
La única hija que tenían —Dª Mencia—, con sus dieciocho años recién cumplidos, era bellísima y su primo D. Cayo se enamoró perdidamente de ella.
 
—No puedo aceptar vuestros amores —le contestó la Condesita en varias ocasiones.
 
—¿Y cuál es el motivo de vuestra repulsa?
 
—Sabéis que mis padres prometieron en el mismo día de mi nacimiento, que sería para el claustro...
 
—Vuestros padres prometieron eso; pero sin vuestro consentimiento, no creo tenga valor tal promesa. Para ello habríais de ratificarla vos.
 
—Yo respetaré lo que mis padres prometieron. Vos sois noble, bien parecido y podréis encontrar una dama que, muy complacida, os acepte por esposo.
 
—¿Es ésta vuestra última palabra...?
 
—La última y la primera: la única.
 
—¿Qué tacha podéis ponerme...? ¡Si al menos supiera por qué me rechazáis...!
 
—No os pongo ninguna tacha; sino que os quiero como a primo, pero no os amo. Como hermanos nos hemos criado y así os he mirado siempre.
 
—Bien. En ese caso, perdonad querida prima, mis pretensiones, y olvidadlas como si no las hubierais oído...
 
—Gracias, primo. ¡Qué peso tan grande me quitáis de encima..!

D. Cayo de Estevalquinto, salió furioso de la entrevista con su prima D. Menda,
 
—¡Me vengaré! ¡Y mi venganza será terrible! —se prometió a si mismo—. ¿Qué os creéis, preciosa prima, que he creído ni una sola palabra de lo del claustro...? Conozco la promesa de vuestros padres, pero también conozco y observo que una dama que sólo piensa entrar monja, no se recrea mirándose al espejo, ni canta tan bellos romances da amor, ni se embelesa mirando a la luna, ni le dice esas ternezas a los pájaros de sus jaulas... Tampoco se extasía mirando a los niños... ¡Ah, querida primita...! Tenéis tanto de monja como yo de Obispo. Sois preciosa, rodeada de galanes, a los que siempre contestáis igual; pero yo no me engaño: si vuestros propósitos fueran entrar en un convento, ya va siendo hora de que pensarais en ello. Y no que cuando se habla del asunto, siempre contestáis igual:
 
—Entraré, pero aún me parece pronto... ¿Separarme tan joven de mis queridos padres...? —Aquí hay gato encerrado. Y yo averiguaré dónde está escondido el gato. Espiaré hasta vuestra respiración, querida prima. Ya veremos, ya veremos... Y pobre de vos y pobre del que améis, si es cierto lo que me figuro...

El primo de Dª Mencia no se equivocaba en las suposiciones que hizo: Su prima estaba enamorada de otro. ¿Quién sería? Era preciso descubrirlo.
 
En las temporadas que él pasaba fuera de Cuenca, atendiendo a los cuidados de otras posesiones de sus tíos los Condes, debió prometerse con algún caballero.
 
—Descubriré lo que haya. ¡Viviré alerta!
 
Siendo familiar y viviendo bajo el mismo techo, no le fue a difícil llevar a cabo su cautelosa empresa. Una noche, cuando todos los criados dormían, él vio luz a través de los cortinajes de la habitación de su prima.
 
—¿Qué hará a estas horas levantada? —se preguntó—. He comprobarlo inmediatamente.
 
Con el mayor sigilo subió la amplia escalinata que daba acceso a las habitaciones del primer piso, atravesando varios  pasillos y puertas, hasta que llegó a la de la joven: Una salita su alcoba, cuyos ventanales daban al jardín, que es desde donde vio la luz.
 
Conteniendo hasta la respiración llegó a la puerta de la sala. Miró cuidadosamente por el ojo de la cerradura.

La joven, de espaldas a la puerta, escribía en su lindo secreter.


 —¿Qué será esa misiva...? Porque, indudablemente, es una carta. Bien pronto lo sabré.
 
Durante un buen rato observó a su prima y no tuvo ninguna duda sobre la clase de escrito que estaba confeccionando. Aún continuó en su acecho hasta que, terminada la carta, poniéndose de pie, volvió a leerla, aunque en voz baja. Algo grave debía ocurrir, porque el rostro de la joven no demostraba alegría, sino honda preocupación y pesar...
 
—Sus amores, al parecer, son tristes —se dijo D. Cayo—. Mañana lo veremos. Ahora, puesto que ella se retira a su alcoba, dormiré unas horas...

 Felisa, hija y nieta de antiguos criados, era la doncella de la Condesita. Al amanecer se levantaba, limpiaba con esmero la salita de su señora y después, cuando creía que era la hora oportuna, antes de tocar a misa en las Carmelitas, la llamaba.
 
Todos los días asistía a oír el Santo Sacrificio, acompañada de su buena madre y de Felisa, al convento, que estaba próximo a su morada. Aquella mañana no tuvo que despertarla.
 
Dª Mencia le dijo, al momento de entrar:
 
—¿Es muy tarde, Felisa?
 
—Señora: La hora de todos los días. Aún es un poco pronto para que os levantéis.
 
—He dormido muy mal y ya que estoy despierta, me levantaré a ver si se me pasa este dolor de cabeza tan grande que tengo.
 
Rápidamente se vistió ayudada por su doncella y saliendo prontamente a su gabinete, al ver la carta que había sobre el escritorio de ébano, palosanto y marfil, le dijo:
 
—Lleva inmediatamente esta carta, como las anteriores, a Eusebio. Supongo que ya estará levantado.
 
—Claro que si, señora. Me lo he cruzado precisamente al venir.

—¿Nada más que entregarle: la carta...?
 
—Nada más. El ya sabe su destino... Y tú también, Felisa.
 
La doncella, que quería a su señora de verdad, con una mirada de agradecimiento, pagó las cariñosas palabras que le dirigiera.
 
Rápidamente salió a hacer el encargo, no sin que Dª Mencia le repitiera como otras veces:
 
—Con toda reserva... ¡Cuida que nadie te vea, querida...!

Felisa atravesó varias estancias y se disponía a bajar la escalera cuando D. Cayo, saliéndole al paso, le dijo:
 
—¿Dónde vas con tanta prisa, Felisilla...?
 
—Voy a un recado de mi señora —dijo, al tiempo que apresuradamente escondía la carta bajo el delantal.
 
—Pues detente un poco, que he de darte un recado urgente para tu señora. Pasa un momento. La chica quedó indecisa; pero tratándose, como se trataba, el sobrino de los señores, aunque ternorosa —porque sabía algo lo que pasaba— al fin entró en el gabinete que le señaló Cayo.
 
Inmediatamente cerró la puerta por dentro, diciéndole con o severo:
 
—¡Dame inmediatamente la carta que llevas!
 
—No llevo ninguna —repuso Felisa.
 
—Mientes —dijo D. Cayo, a la vez que le dio un tirón del delantal, quedando la carta al descubierto.
 
—No puedo! —dijo asustada.
 
—Dámela por las buenas, que dentro de unos minutos te la quitaré y la veré. De lo contrario diré que tienes amores conmigo y desacreditada haré que los señores Condes te arrojen ignominiosamente de la casa. Y... ¡Chitón! ¿Eh? Si rechistas, si lanzas esto o algo que sea sospechoso, ya lo sabes: Yo mismo llamare para que te vean en mis habitaciones.
 
Cogió, o arrebató más bien la carta de manos de la asustada criada al punto que le decía:

—Siéntate ahora mismo en esa butaca, mientras yo veo este pliego. La pobre doncella, más muerta que viva, no podía hablar siquiera. En unos minutos abrió D. Cayo la carta, tomó nota de algunas cosas y cerrándola cuidadosamente, poniéndole nueva oblea, se la entregó a Elisa.
 
—¿Ves? Ha sido un momento. Y a cambio de este pequeño servicio, toma para ti —dijo, dándole una bolsita verde de seda que contenía onzas de oro.
 
—No quiero nada, que eso sería vender a mi señora —dijo rechazando la oferta.
 
—Tanto peor para ti... Ya puedes entregar la carta.
 
Un poco repuesta de lo sucedido, la doncella se levantó tambaleándose.
 
—Ni una palabra de lo sucedido, si no quieres salir lanzada de esta casa ignominiosamente. Sólo quería enterarme de los devaneos de tu señora.

Como pudo suponerse, era para D. Tirso Alarcón de Peñaranda, el enamorado prometido de la joven Marquesita. Llevaban en secreto sus amores, tanto por la promesa de sus padres, de que entrara religiosa —cosa bastante frecuente en aquellos tiempos— y porque sabia y temía que la conformidad de su primo no fuera tan real como aparentaba.
 
 
El fiel criado hizo llegar la carta de su señora a mano del enamorado caballero D. Tirso Alarcón de Peñaranda, valeroso Capitán de las fuerzas de Portocarrero, que por aquellos días acampaban en las cercanías de Cuenca. En la carta, Dª Mencia le decía:
 
—"Sabréis que cada día el cerco se va cerrando. Me es muy difícil esperar más sin que mis padres se enteren. Es preferible que cuando sepan las cosas ya no puedan ser de otra forma. Por otra parte, mi primo, D. Cayo, me da mucho miedo. Cualquier día descubren nuestros amores y estamos perdidos... Acepto, pues, lo que, como medida desesperada, me propusisteis en la vuestra última: Huir de aquí... Tened preparado un Sacerdote y, una vez casados, nada tendrán mis padres que oponer... Bien sabe Dios cuánto dolor y sacrificio me cuesta este arriesgadísimo paso; pero no hay otro camino ni otra solución. Y a no hacerlo pronto, ya no habrá remedio, puesto que se están haciendo los preparativos para mi entrada en el claustro...

Ah, Dios mío! ¿Por qué en vez de haberme enamorado de vos no habré tenido vocación de monja? Pero no puedo ingresar en el convento, cuando solamente vuestro amor llena mi corazón... 

D. Tirso: Nunca sabréis el sacrificio que esto me cuesta, y la inmensidad de mi cariño...!

Si notáis borrones en la carta, ¡son producidos por mis lágrimas. 

Disponer, pues, qué ha de hacer vuestra enamorada y desgraciada Condesa, Mencia".

Como era de esperar, a los pocos días interceptó D. Cayo la respuesta del enamorado D. Tirso. La leyó detenidamente, volvió a poner cuidadosamente oblea nueva y la carta llegó a manos de la angustiada Condesita. En ella iba expuesto un minucioso plan de huida y le daba a su amada Condesa las seguridades de su amor eterno y de que la misma mañana de su huida, el anciano ermitaño, que vivía en la cumbre del cerro de La Merced, los unirla en el santo lazo del Matrimonio.

—"No temáis nada, amada mía: Que una hora después que dejéis vuestros lares, estaremos unidos por el vínculo sagrado del matrimonio, que tanto deseo...

Ya está avisado el ermitaño y al amanecer del día de vuestra huida, seréis ante Dios y ante los hombres, mi amada esposa...".

Todo estaba minuciosamente previsto y calculado.

—"Iréis al altar —le decía— escoltada como una Reina por mis soldados, que serán testigos de que vais pura y sin mancha, como las azucenas de vuestros jardines, a uniros con el Caballero que, por vos, darla gustoso hasta la vida...

Nada temáis, amada mía, que todo está minuciosamente planeado".

Días después, pero en vísperas de la proyectada fuga, D. Cayo dijo a la doncella de la Condesa:

—Dí a tu señora que necesito hablar urgentemente con ella. Espero su contestación.

Al momento, la acobardada Condesa le contestó que estaba dispuesta a recibirle.

—Ya veis, querida prima, cómo se agradece el cariño y desvelos de vuestros padres y tíos míos muy queridos, sacrificándome por servir a su hija. D. Cayo calló y la Condesa añadió:

—Vos diréis de lo que se trata.

—Sencillamente, que he tenido una carta de D. Tirso —que podéis ver, dijo, mostrándole un papel escrito— en el que me pide ayude vuestros propósitos de huir de esta casa para casaros con él.

—¿Qué os ha escrito D. Tirso...?

—Ved aquí la carta. No podéis dudarlo. Pasado mañana, al amanecer, deberéis estar ya en su compañía: "Todo está cuidadosamente previsto y preparado..." —añadió D. Cayo—. Y yo os ayudaré. Ya que no es posible mi felicidad, al menos labraré la vuestra —dijo conmovido.

—Mentira me parece —dijo la Condesa.

—Pues ante las pruebas, no cabe duda de ninguna clase. ¿Reconocéis esta letra? —dijo D. Cayo, poniéndola la carta (que él había falsificado) ante los ojos.

— Si. Es letra de D. Tirso; pero me extraña mucho que no me haya avisado.

—Aquí lo explica, si os dignáis leerlo: No ha querido levantar sospechas. Y como lance tan arriesgado no podíais por vos sola efectuarlo... Y, por otra parte, una dama de vuestro linaje no puede ni debe abandonar sola la casa solariega de sus mayores... Es más honorable que os acompañe hasta el altar vuestro primo, vuestro hermano más bien...

—Nunca os creí capaz de tal sacrificio... que os agradeceré siempre.

Es una fría noche de noviembre. En el Convento de Los Descalzos empezó el toque de ánimas. Todo es silencio y quietud. La ciudad parece dormida y solamente el tañido de la campana turba la quietud de la noche. A lo lejos se oye el rumor del Júcar y ligero viento mueve sauces de las orillas.

Se oyen ladridos lejanos de algunos perros, que guardan las casas señoriales y las de los hortelanos de las Hoces. Con el mayor sigilo cruzan unas sombras por la orilla del Júcar. Al poco rato, el torreón, parece tomar vida. A intervalos solamente alumbra la pálida luz de la Luna, que se asoma como asustada, entre las nubes, para volver a ocultarse nuevamente. El cielo está encapotado y las nubes lo cubren casi por completo.

De pronto se destaca la luz de un hachón, que ilumina de modo fantástico por unos momentos el torreón. De las troneras o aberturas del mismo, salen recatadamente tres personas: Dos hombres y una mujer.

De haber podido observar atentamente de cerca nuestros personajes, podríamos haber visto que la mujer era una dama joven y bella, de elegancia y gentileza sin par, ataviada con traje de viaje. Daba el brazo a un caballero de grave continente, torvo de ceño y cubierto de arreos militares. Iban precedidos por un criado, como demostraba su sencillo traje y el esmero servicial en atender a les anteriores.

Con precaución y cautela llegaran hasta la línea de adarves, siguiendo hasta la pendiente en que se apoyaba aquel muro lateral. Atados convenientemente el caballero y la dama, descendieron hasta el pie de las rocas, que eran los cimientos pétreos dal edificio. El criado de la antorcha se retiró discretamente y todo quedó sumido en la más densa oscuridad.

Tan pronto como pusieron pie en tierra la pareja —que no eran otros que D. Cayo y la Condesa, su prima— fueron rodeados de multitud de hombres que parecieron salir de entre el follaje y riscos de la ribera y que fueron los que al toque de ánimas se habían emboscado y a los que aludimos al empezar nuestra historia.

En confuso tropel todos se dirigieron a la orilla del río, donde una barca, con una maroma, conducida por la potente y diestra mano del barquero, que aguardaba en la orilla opuesta, los pasó al otro lado del Júcar. La hermosa dama, varias veces dirigía angustiosas miradas al torreón de, su palacio que, tan imprudentemente, acababa de abandonar.

Unos momentos anduvieron a pie hasta llegar a un recodo del río, donde esperaban hombres con elegante litera, a la que subió la Condesa, sin haber despegado hasta entonces los labios. Los que llevaban el palanquín se pusieron en mancha, sin decir una palabra, hacia el cerro de la Merced.

D. Cayo, en el momento que empezaron a andar, dirigiendo ardientes miradas a la Condesa, empezó a requerirla con apasionadas palabras de amor. La pobre joven, temerosa ante la actitud de D. Cayo, empezó a recelar de su torvo proceder.

La Condesa, ténuemente se defendía, recordándole su promesa de ayudarla y de que ella amaba únicamente a D. Tirso. El asedio continuaba, terrible, perentorio, insufrible... La Condesa temblaba como las hojas en el árbol y ya no dudó ni un momento de que habían caído en una trampa preparada por su primo, de la que el Capitán D. Tirso de Alarcón y Peñaranda y ella, habían sido meros juguetes, en manos de una infame trama diabólica.

Los palafreneros que conducían la litera, marchaban impasibles hacia ruta convenida. De pronto, todos pudieron oír distintamente que se acercaba a buen paso una patrulla bien nutrida, de gente armada.

—Sin duda son bandidos —dijo ladinamente D. Cayo—, a los que habrá que combatir.

En el mismo instante un espía, apostado en una avanzadilla de uno de los recodos del camino, tras los enormes riscos, dirigiéndose a D. Cayo, le dijo:

 —Señor: Una tropa de gente armada se acerca a buen paso, dentro de unos instantes, estarán a la vista, nos cortarán el paso...

—Serán bandidos —dijo arteramente el avisado estratega D. Cayo. —Proseguid el camino —dijo a los del palanquín—, que yo voy a dirigir la escaramuza... Y vos, Condesa, esperad confiada, que pronto volveré a vuestro lado, en cuanto a esos malandrines les dé su merecido.

Gran cantidad de gente armada apareció por la Peña del Diablo. Eran las tropas del Capitán D. Tirso Alarcón de Peñaranda, que por la impaciencia de su Jefe, acudían al lugar convenido, frente al Torreón, mucho antes de la hora proyectada. Los dos jefes de las fuerzas contrarios supieron al encontrarse lo que había sucedido. Terrible combate se trabó en el acto.

Los dos bandos peleaban con ardor; pero bien pronto se dio cuenta Estevalquinto de su inferioridad y segura derrota. Eran muchos más los recién llegados y el coraje los centuplicaba. Gemidos de dolor resonaban por aquellos parajes, que angustiaban el corazón. Los de la emboscada repasaron con la barca el Júcar, poniéndose a salvo en la otra orilla. Otros se retiraron en franca derrota, batiéndose, amparados por la densa oscuridad. La margen del Júcar en todo el trecho que se dio la batalla, quedaba cubierta de cadáveres. Algunos de ellos fueron arrastrados por la corriente del río, que de haberse podido ver, en varios sitios aparecía teñida de sangre.

El Jefe de las fuerzas victoriosas, al verse libre de enemigos, se preguntó angustiado: ¿Qué habrá sido de mi adorada Condesa?

Intenso dolor atenazó su pecho.

—¡A mi, mis leales adalides! —gritó el Capitán Alarcón de Peñaranda.

Inmediatamente rodearon a su Jefe los soldados que le habían ayudado a combatir.

—Buscad con cuidado, a ver si encontráis a la Condesa de Villares de Orozco —dijo apenado.

Una idea terrible acababa de pasar por su cerebro. ¿Estaría muerta, ya que no veía rastro alguno de ella?

De haber estado cerca, con su voz de campanilla de plata, ya lo habría llamado. ¿Es que estaría muerta, o malherida...?

Afanoso buscó con su linterna; al igual que los suyos hacían. Tras un rato de infructosa busca, dijo:

—Destacaos unos cuantos río abajo, no sea que se la haya llevado la corriente. Fijaos en cuantos cadáveres veáis, no sea que alguno... El dolor le anudó la garganta y no pudo pronunciar el nombre querido. ¡Oh, su amada Condesa...! Lágrimas ardientes brotaron de los ojos del enamorado Capitán.

Todo fue minuciosamente registrado: peñas, barrancos, el río... ¡Nada!, como si la hubiera tragado la tierra.

En la angustiosa búsqueda, cuando ya estaba todo visto y registrado, se oyó el ladrido lastimoso de un perro.

—Es Favorino —dijo el Capitán—. No me engaño. Ese ladrido es de Favorino. El animal volvió a ladrar...

—Viene de la cumbre, por el cerro de la Merced.

—¡Muchachos: por el cerro de la Merced...! Por allá están, no cabe duda.

Emprendieron la penosa subida, expuestos muchas veces a caer y despeñarse entre los precipicios que forman los riscos. En su penosa exploración subieron a gran altura, entre simas y picachos. Al fin llegaron, ya casi en la cumbre, sólo visitada por águilas caudales, a una especie de meseta circular, en los primeros albores del amanecer.

Horrorizados vieron tres víctimas: una dama de encantadora, hermosura, un caballero, cuyas crispadas facciones denotaban que habla muerto luchando, y un perro, con una daga clavada. La dama parecía dormida; pero por el blanco corpiño de raso que quedaba al descubierto de su oscura levita, podía verse, a la altura del corazón, una amplia desgarradura, teñida de roja sangre. Sin duda habla muerto en el acto, víctima de la bárbara agresión, del caballero.

Este aparecía muerto y con señales de lucha tenaz. Sin duda que el valiente perro de San Bernardo, al ver atacada a su señora, había muerto en defensa de ella.

—Está desmayada —dijeron algunos.

—No. Desgraciadamente, está muerta —dijo el Capitán, que descubriéndose y arrodillándose junto a ella, vio que ya se estaba enfriando...

Y vidriándose los hermosos ojos, aquellos que otras veces con tanto amar le miraron... El valiente Capitán, sin poder contener los sollozos, virtió lágrimas de dolor, a la vez que, mudos de espanto sus soldados, callados e imitando a su jefe, dijeron:

—Roguemos por su alma, ya que es lo único que podemos hacer. A pesar de adelantarnos a la hora, ¡llegamos tarde!

Tras una corta y sentida oración, el Capitán habló así a sus soldados:

—Testigos habéis sido de que la traición del sobrino del Conde, que estaba enamorado de mi prometida la Condesa, ha tramado esta emboscada, que ha pagado con su vida. Bien véis que la Condesa, por guardar fidelidad a su cariño, ha sido víctima de las iras del despecho del galán. También salta a la vista, que pura y casta ha dejado la vida, cuando todo, pasado este trance, la hubiera sonreído y brindado felicidad. Pues bien, decir lo ocurrido sería tanto como manchar el honor de una dama, a la que me hubiera unido en matrimonio, a no ser por esta traición, esta misma mañana.

—¡Amigos, compañeros, hermanos...! Yo os pido, os suplico, juréis, sobre el cadáver de esta inocente víctima, que guardaréis silencio de lo sucedido. Lo contrario significaría infamar la memoria de una difunta que ha muerto pura como la nieve de las Sierras...

—¡Lo juramos!, —contestaron todos.

Esta fue la causa, por la cual en mucho tiempo, no se supo lo ocurrido: mejor dicho, no fue del dominio público.

En la misma meseta de la cumbre donde había ocurrido la tragedia, cavaron una sepultura provisional para la joven Condesa, poniendo unas letras y una Cruz. Al pie de la roca cavaron otra fosa para Favorino, el perro abnegado, fiel y valiente, que murió defendiendo a su dueña. Había sido regalo del Capitán, D. Tirso Alarcón de Peñaranda y había seguido a la Condesa sirviéndola de defensa en el momento preciso.

Sobre ella colocaron un montón de piedras, para que no se lo llevaran las aves de rapiña. Al pie del sepulcro de la Condesa, el de su fiel amigo Favorino, como en permanente guardia, aún después de muerto.

El del traidor D. Cayo fue arrojado entre las peñascos, a puntapiés de los enfurecidos soldados como pago a su villanía, para que fuera pasto de las alimañas.

Inmediatamente el Capitán y sus soldados se pusieron en marcha, a unirse con las fuerzas de Portocarrero, de las que por atender a la empresa amorosa de su Capitán, se hablan desviado.

En su imaginación iba reconstruyendo D. Tirso lo pasado y sus cálculos fueron muy acertados.

Cuando satisfecho de su rapto, Estevalquinto vio a la Condesa ya en la litera, la juzgó suya y completamente a lo que él ordenara. Al dar apremiantes órdenes a los que llevaban el palanquín, quiso retirarse prontamente del lugar de su hazaña. Le sorprendió fatalmente, la llegada de fuerzas del Capitán, prometido de la Condesa que, impaciente, por ver a su amada, adelantó la hora convenida para la fuga. Así se vieron lanzados, uno contra otro, los dos rivales. Pero Estevalquinto, muy pronto se apercibió de su inferioridad y segura derrota. Sobre todo, si no apartaba a su prima de aquel peligroso sitio.

Entonces recordó que el ermitaño Fabio Antón, el anacoreta a quien habla hablado anteriormente el Captián, podía auxiliarlo, engañándolo hábilmente.

Habitaba este ermitaño en la falda del cerro de la Merced, en una cueva muy elevada —y que aún existe— donde hacía su vida. Mientras los partidarios suyos hacían frente al Capitán, aprovechando la terrible confusión del combate y la oscuridad de la noche, él se llevó con dos de los suyos a la Condesa. Le dijo que era una partida de bandoleros que les hablan asaltado. Pero la Condesa, que tenía ya pruebas suficientes de la deslealtad de Estevalquinto, receló prontamente y aguzó el oído. Resuelta a saber la verdad, se negó a seguir.

El raptor trató de disuadirla; pero en vano. Ella necesitaba saber toda la verdad. Y aún peor que ir con los mismos bandidos, era quedarse con su primo. Por ello, habiendo reconocido, entre la confusión de los finales del combate la voz de D. Tirso —y ya muy avanzada la ascensión hacia la cumbre, en busca, según decía su primo— del anacoreta Fabio Antón, ella gritó con todas las fuerzas de su garganta:

¡SOCORRO...! ¡SOCORRO...!

Estevalquinto, al verse descubierto y perdido, le rogó y suplicó que callara; pero la Condesa, sin miedo al peligro, empezó a bajar por aquellas escarpadas pendientes, tan ligera como si tuviera alas en los pies.

Logró alcanzarla Estevalquinto y la arrojó al centro de la planicie a que hemos aludido.

¡SOCORRO...! ¡SOCORRO...!, —volvió a gritar la infeliz.

Entonces D. Cayo hundió su daga en el pecho de la Condesa, dejándola muerta en el acto. El fiel perro de San Bernardo, Favorino, que había logrado alcanzarla, abalanzándose sobre el raptor, lo estranguló.

Momentos antes, el agresor había hundido en el costado de Favorino la misma daga con la que había causado la muerte de la Condesa. Al prorrumpir el animal en dolorosos aullidos, fue oído por el Capitán que acudió donde Favorino agonizaba.

A la mañana siguiente, como el anacoreta había oído el fragor de la batalla y sin poder explicarse lo sucedido —porque cuando él salió de su cueva todo estaba sumido en el más absoluto silencio— hizo una exploración por la falda del monte, hasta, la ribera del Júcar. Pudo entonces comprobar, que, efectivamente, allí se había librado un combate; pero, ¿por qué y por quiénes?

Con mayor cuidado volvió a subir, tratando de seguir las inciertas huellas que de trecho en trecho sorprendía. Al llegar a la altiplanicie donde ocurrió la tragedia, movió las piedras y la tierra, descubriendo el cadáver de la hija del Conde, al que debía gran protección y limosnas. Vio la tierra recién removida y siguió hasta averiguar lo que allí se ocultaba. También comprobó la sepultura del perro de San Bernardo.

Inmediatamente el buen ermitaño dio parte al Conde de Villares de Orozco. Algunas noches después, y casi a la misma hora en que empieza nuestro relato, al sonar la esquila del Convento de los Descalzos (para el toque de ánimas), salían por la poterna del Castillo varios hombres, alumbrados con hachones. Dirigía la comitiva el venerable anciano, padre de doña Menda: El Conde.

Eran canteros de la ciudad y escultores, que iban a cumplir las órdenes del Señor Conde de Villares de Orozco, dirigidos por el mismo.

Labraron un sepulcro para la joven condesa, entre la roca viva, al que pusieron una lápida y solamente el nombre con una cruz. La gran roca que sobresalía de la rotonda, al golpe de los martillazos, fue perfilándose en forma de un hermoso y gran perro, en actitud de custodiar alguna cosa confiada a su cuidado y lealtad. Parece con la cabeza levantada y mirando al mediodía.

Contaban que el anciano Conde que subía muchas veces a la elevada meseta, acompañado de Fabio Antón, al poco tiempo vio que la tumba de su hija habla sido abierta y desaparecido el cadáver. A los pocos meses falleció el Conde, abrumado de tristeza por el trágico fin de su hija. Pero antes, pudo reconstruir todo lo sucedido; pues si bien por parte de los militares nada se supo por entonces, con lo que contó la aterrorizada doncella de doña Menda —Felisa—, las cartas que se encontraron en el escritorio de la Condesa y en las habitaciones del desaparecido don Cayo de Estevalquinto, más la confesión del fiel Eusebio que habla llevado las cartas al Capitán, pudo seguirse, paso a paso, lo acontecido.

Igualmente se comprobó en la carta que dejó olvidada en su habitación el raptor, que era apócrifa, la que mostró a su prima fingiendo que era del Capitán. Solamente la zozobra e inexperiencia de la joven Condesa, podían haber tomado como verdadera aquella carta.

Todo pasó y quedó borrado por el tiempo. Muy pocos son conocedores de esta tragedia, ni saben el significado de la figura del perro de San Bernardo que, tumbado, como en actitud de custodiar alguna cosa, con la cabeza erguida, mira hacia el mediodía, contemplando impasible el correr de los años.
 
 

 

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