SANTÍSIMA TRINIDAD, ORACIÓN PARA ATRAER BENDICIONES Y BIENESTAR

 
¡Santo Dios Padre Celestial,
Santo fuerte Hijo Redentor del Mundo,
Santo Espíritu inmortal,
Trinidad santísima!
 
Te alabo y ante ti me postro.
Me supera tu misterio, y a la vez me habita.
Siempre bendeciré tu santo nombre:
 
¡Gloria al Padre,
gloria al Hijo,
gloria al Espíritu Santo!


Santísima Trinidad, misterio insondable de Divinidad.
 Santísima Trinidad, misterio insondable de grandeza.
Santísima Trinidad, misterio insondable
de tres Personas en Una Sola.

Santísima Trinidad,
entrad en mi corazón y cohabitadme,
uniendo mi naturaleza humana
con vuestra naturaleza Divina,
uniendo mi naturaleza finita
con vuestra naturaleza infinita.
 
Santísima Trinidad,
potestad infinita de amor,
os adoro profundamente
y os entrego mis tres potencias:
cuerpo, alma y espíritu,
a imitación de las tres Divinas Personas
que cohabitan en Una Sola,
para que camine por las sendas
de la Segunda Persona
de vuestro impenetrable misterio
y me conduzcáis a las fuentes de la santidad
y reciba dones y carismas de la Tercera Persona
de vuestro insondable misterio.

Unido espiritualmente al Hijo
y al Espíritu Santo me uno directamente a Vos,
Padre Celestial, creador del cielo y de la tierra.

Santísima Trinidad,
cubridme con vuestro resplandor.

Santísima Trinidad,
unid mis tres potencias a las Vuestras.

Santísima Trinidad,
haced que os adore profundamente.

Santísima Trinidad,
conducidme a beber de Vuestras Sagradas fuentes.

Santísima Trinidad,
fundid mi ser con Vuestro Ser.

Santísima Trinidad,
inundad mi corazón con Vuestra Magnificencia.

Santísima Trinidad,
trituradme con vuestro amor.

Santísima Trinidad,
henchid mi corazón con Vuestro amor.

Santísima Trinidad,
salvadme por Vuestro Gran Misterio.

Santísima Trinidad,
conducidme por caminos estrechos
que me lleven al cielo.

Por todo ello, Santa Trinidad,
te adoro, te bendigo, te doy gracias,
y te ruego que no abandones la obra de tus manos,
la que redimió tu Hijo con su Cruz,
y la que ha ungido el Espíritu Santo
convirtiéndome en realidad sagrada,
y no solo a mí, sino a todos mis semejantes.
Amén

 
Somos cristianos, porque hemos sido bautizados «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»

Nuestra vida cristiana ha de ser, pues, una vida en Cristo Jesús ante el Padre y para el Padre, animada por el Espíritu Santo, y cuando estemos a punto de pasar de este mundo a la vida eterna, ojalá la Iglesia por boca de alguno de los cristianos presentes nos diga estas o semejantes palabras:

"Alma cristiana, al salir de este mundo, marcha en el nombre del Padre Todopoderoso, que te creó, en el nombre de Jesucristo, Hijo de Dios Vivo, que murió por ti, en el nombre del Espíritu Santo, que sobre ti descendió» (Ritual de los sacramentos)".

Todo nos viene del Padre por Jesucristo su Hijo y Señor nuestro en el Espíritu Santo; y entre lo que hagamos sólo será bueno y aceptable aquello que suba al Padre por Jesucristo en la unidad del Espíritu Santo.

La adorable Trinidad es siempre punto de partida, camino y meta de todo lo que hace la Iglesia y ha de serlo de todo lo que hacemos los cristianos.

Lo es sobre todo en la sagrada Liturgia, en la Eucaristía de modo eminente.

¿Por qué, pues, y para qué una fiesta especial de la Santísima Trinidad?

Toda fiesta es siempre fiesta de la Santísima Trinidad.

Pero el amor del pueblo cristiano al misterio de la Santísima Trinidad se fue traduciendo en deseo ferviente de poder celebrar una fiesta en la que se recordase, celebrase y predicase de modo muy especial este insondable misterio.

Ya a principios del siglo IX el monje benedictino Alcuino había compuesto una misa de la Santísima Trinidad para que la usasen los que lo desearan como fiesta votiva. Esta fiesta no tardó en pasar a algunos sacramentarios.

A comienzos del siglo siguiente, Esteban, obispo de Lieja, compuso un oficio para esta fiesta. Se contaba, pues, ya con una liturgia completa, liturgia cuyo uso se fue generalizando en la cristiandad medieval. Entre los impulsores de la devoción a la Santísima Trinidad, y, por tanto, a la fiesta en su honor, está la Orden de la Santísima Trinidad, fundada en 1198.

Roma se resistió a aceptar esta fiesta en su calendario, pues no veía necesaria una fiesta bajo esta advocación. La razón de tal actitud la había dado ya a mediados del siglo XI el papa Alejandro (1073), quien argumentaba que no es propio del uso de Roma dedicar un día particular a honrar a la Santísima Trinidad, pues se la honra todos los días.

Un siglo más tarde, Alejandro III (1181) repetirá lo mismo.

Sólo en 1334 esta fiesta fue introducida en el calendario de la Iglesia romana por el papa Juan XXII. Como fecha para su celebración se señaló el mismo día en que se venía celebrando ya, el domingo que seguía inmediatamente a la octava de la fiesta de Pentecostés, octava que terminaba después de la hora de nona del sábado inmediatamente anterior.

Aunque actualmente el tiempo pascual termina con las segundas vísperas de Pentecostés por haberse suprimido la octava de esta solemnidad, la solemnidad de la Santísima Trinidad conserva su sentido primero: ser como una recapitulación de la historia de la salvación que la Iglesia ha estado celebrando desde el primer domingo de Adviento hasta la fiesta de Pentecostés.

La revisión de la liturgia, decretada por el concilio Vaticano II y felizmente realizada ya, ha conservado la liturgia tradicional de esta fiesta; ha aumentado, sin embargo, y enriquecido notablemente la liturgia de la palabra de la misa.

La Iglesia es siempre muy consciente de que todo acto de culto es acto de culto a la Santísima Trinidad, lo que aparece claramente en todas las acciones litúrgicas. Así, en la celebración de la Eucaristía el sacerdote que preside abre la celebración santiguándose mientras dice:

«En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo»

A lo que el pueblo, santiguándose también él, asiente con un «Amén», y, finalizada la celebración, antes de despedir al pueblo, el sacerdote lo bendice diciendo:

«La bendición de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre vosotros».

Y durante la celebración, la Iglesia que celebra explicitará una y otra vez esta verdad fontal.

Todas las oraciones, la plegaria eucarística entre ellas y con un énfasis especial, explicitan al final que lo que se pide se pide «por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo...

Clara y profundamente trinitarios son el himno «Gloria a Dios en el cielo» y la profesión de fe «Creo en un solo Dios». Y en la Liturgia de las horas se repite una y otra vez la doxología «Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo...».

Este fondo trinitario, presente siempre en todas las celebraciones, está, como es natural, muy enriquecido en la liturgia de este día, en la que se repiten una y otra vez fórmulas doxológicas como: «Gloria a ti, Trinidad igual, Divinidad única...»; «Bendita sea la santa Trinidad e indivisible unidad...»; «Gloria y honor a Dios en la unidad de la Trinidad...».

 

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