SAN BLAS, SU VIDA, HECHOS Y MILAGROS


San Blas nació en Armenia, en la localidad de Sebaste y desde niño mostró un carácter dulce y apacible, siempre dispuesto a ayudar a los demás, lo que le inspiró a estudiar medicina y a ejercer esta profesión de entrega a su prójimo.

Fue esta profesión la que le hizo recapacitar sobre la dureza, miserias y brevedad de la vida, por lo que decidió optar por conseguir la vida eterna llevando una vida santa, llena de fe y amor a Dios, retirándose a vivir a una cueva en el Monte Argos. Allí le visitaban a diario los animales y fieras de los campos cercanos, a las que el bendecía, cuidaba y curaba cuando estaban enfermas. Se dice como dato anecdótico que cuando el santo estaba en oración, los animales esperaban sin molestarle hasta que concluía, para recibir sus caricias y sus bendiciones.



El santo, era apreciado por toda la ciudad, que le reconocía por sus muchas virtudes, y a la muerte del obispo de la misma, decidieron que el era por sus muchas facultades la persona mas adecuada para sucederle, por lo que alternaba el trato afectuoso con la gente y el humilde retiro en la soledad de su cueva.

Halló san Blas la paz y el gozo en la cueva, donde consiguió la obediencia de las fieras, la seguridad  y abundancia en los desiertos, y el deleite en la soledad.

 Llegó hasta allí Agricolao, un gobernador enviado del emperador Licinio,   y con su llegada empezó la persecución  de los fieles cristianos. Más adelante y por medio de sus ministros, comenzaron las torturas y consideró el enviado, que era conveniente acabar de una vez por todas con los cristianos que tenía presos, de un modo tan cruento como era hacerlos despedazar por las fieras, y que de esa manera tuvieran un cruel tormento y el pueblo tuviese algún entretenimiento y regocijo. Para ello envió a sus soldados a cazar fieras al monte Argeo, el mismo lugar donde estaba situada la cueva de san Blas, y hallaron delante de ella gran número de animales feroces, leones, tigres, osos, lobos y otros, que le hacían compañía con gran concordia y amistad.

Con gran sorpresa y curiosidad, entraron dentro de la cueva, y vieron al santo sentado, absorto en Dios y pidiéndole que restaurar la paz  y la tranquilidad de su Iglesia.

Volvieron a la ciudad, y explicaron al gobernador lo que habían visto. Su respuesta fue enviar un batallón de soldados a aquel monte, para que persiguieran y dieran caza a todos los cristianos que allí encontraran.

Cuando volvieron a la cueva, hallaron  san Blas solo, orando y alabando a Dios, y le dijeron: «Ven con nosotros, nuestro gobernador te llama»,  a lo que el santo, mostrando su complacencia les contestó: «Hijos míos, sed bien venidos. Ya hace muchos días que os espero, y por voluntad del Señor de buena gana os seguiré. Esta noche se me apareció tres veces, y me dijo, que me levantase, y ofreciese el sacrificio que suelen ofrecer los sacerdotes, por tanto, hermanos, vamos, vamos en el nombre de Dios».

Iban conduciendo los soldados a San Blas y por el camino el santo con sus palabras encendía los corazones de los que le escuchaban, y con los milagros que iba haciendo en su trayecto, muchos se convirtieron a la fe del Señor.

Cuando llegaron a la ciudad, fue encarcelado y después conducido, atado con cadenas,  ante el gobernador romano quien intentó que renunciara a su fe. No consiguiéndolo, montó en cólera y le mandó allí mismo apalear, lo que hicieron durante varias horas pero no consiguieron quebrar ni la fe ni el ánimo del santo.



Mandó el gobernador que volviera a la cárcel y estando en ella, una piadosa mujer, viuda, y vieja, le llevó un plato de comida, y echándose a sus pies, le suplicaba, que aceptase aquella miseria que aún siendo tan pobre le ofrecía. La aceptó san Blas, y le agradeció la buena voluntad con que se la había llevado. También le aconsejó que siguiese siempre haciendo el bien a todos los pobres que pudiese, y le prometió, que él, no solamente a ella, sino que a todos sus devotos procuraría vivo, y muerto, prestarles su ayuda en sus necesidades.

Llevaban al santo a la cárcel a todos los enfermos de la comarca, y él con sus oraciones los sanaba. Entre ellos llegó con su madre un muchacho, que al comer pescado se le había atravesado una espina en la garganta, le ahogaba, y estaba ya casi asfixiado y al borde de la muerte. La madre le suplicaba y el Santo pidió al Señor, que le sanase, y que también lo hiciese con todos los que sufrieran aquel mal y se encomendasen a él. Con esto, el muchacho quedó sano. Dios realizó muchos más milagros por la intercesión de san Blas, sanando especialmente a quienes tenían alguna espina o hueso atravesado en la garganta, por lo que desde entonces San Blas es considerado santo patrono de los que sufren males de garganta.

Aecio, antiguo médico griego, entre otros remedios de los que escribe para este mal, recomienda la invocación de san Blas, y dice, que tomando al enfermo por la garganta, le digan estas palabras:

"Blasius mártir, et servus Christi, dicit: Aut ascende, aut descende. (Blas mártir y siervo de Cristo, manda, que o subas o bajes")".

Pasado un tiempo, mandó Agricolao comparecer otra vez al santo  ante su tribunal, y viendo que este cada vez se mantenía más firme, mandó que le colgasen de un madero y que fuera azotado. San Blas, alababa al Señor, porque le daba fuerzas para padecer por Él, y con esto daba un gran ejemplo de fortaleza a los presentes.

De nuevo volvía a la cárcel, y en esta ocasión, cuando le llevaban iban tras él siete mujeres devotas, llenas de afecto y piedad, que iban recogiendo la sangre que derramaba de las heridas infligidas y que caía en la tierra. Con esta misma sangre se ungían con gran fervor. Fueron presas las santas mujeres y llevadas ante el gobernador quién les dijo, que sacrificasen a los dioses o que se preparasen para morir. A lo que ellas respondieron que enviase sus dioses a una laguna, que había cercana para que lavándose ellas en el agua, les pudiesen con limpieza, ofrecer sacrificio.

Muy satisfecho el gobernador con esto, mandó que así se hiciese, pero las santas mujeres tomaron los dioses del gobernador y los echaron a la laguna. Cuando Agricolao se enteró se enfureció e hizo encender una gran de hoguera, con plomo derretido, y siete planchas a modo de camisas de hierro y les dijo, que escogiesen una de dos: o adorar a los dioses, o probar si aquel fuego ardía, y el plomo derretido quemaba. Al decir él esto, una de aquellas santas mujeres, que tenía allí consigo dos hijos pequeños, salió corriendo hacia el fuego. Sus dos hijos le rogaban que no los dejase vivos si moría ella, sino que los ayudase también a morir para ir al cielo y gozar de su Señor.

Furioso Agricolao, cuando oyó las voces y vio las lágrimas de los niños, suspiró diciendo: ¿las mujeres y los niños se burlan de nosotros?. Y mandó colgarlas y rasgar sus carnes con peines de hierro. Pero por un milagro divino, no salía sangre de las llagas, sino leche, y sus carnes se mantenían más blancas que la nieve. Al mismo tiempo que los verdugos desgarraban los cuerpos de las santas mujeres, los ángeles las iban curando y mostrándose ante ellas les decían: "No os espanten los tormentos. Pelead, que venceréis y seréis coronadas. Pasará en breve este tormento y el premio obtenido será para siempre".

Finalmente, el gobernador las mandó echar en el fuego, y habiéndolas de nuevo liberado de este tormento el Señor, manteniéndolas sanas y sin quemaduras, dio sentencia de que les fuesen cortadas las cabezas; y así se hizo, habiendo dado primero gracias al Señor por el milagro que de su mano recibían y suplicándole que aceptase sus cuerpos y sus almas en sacrificio.

De nuevo el gobernador volvió a insistir con san Blas y al no responder este como  él quería, lo mandó echar a aquella laguna, pero el santo haciendo una cruz, comenzó a caminar sobre las aguas sin hundirse y sentándose en medio de ella invitó a los infieles a que entrasen en el agua, como él, si creían que sus dioses les ayudarían.

Entraron casi cien y se ahogaron yendo a parar al fondo. Fue entonces cuando un ángel se apareció a san Blas, y le dijo: "Alma alumbrada del Señor,  pontífice amigo de Dios, sal de esta agua, para que recibas la corona de esta gloria inmortal".

Salió del agua san Blas con un rostro tan resplandeciente que daba miedo y espanto a los paganos, y alegría y felicidad a los cristianos.

El gobernador, confuso, y burlado, entonces le mandó degollar. El santo, antes de su muerte suplicó a Dios por todos los que le habían ayudado, y por los que en los siglos venideros se encomendasen a él con sus oraciones y fue el mismo Señor quién se le apareció, y con una voz clara, que todos oyeron, le dijo:

«Yo he oído tu oración, y te he otorgado, lo que me pides».

 Luego le cortaron la cabeza, y con él, a los dos hijos, de aquella santa mujer, que se los había encomendado a san Blas a ruegos de los mismos hijos.

Este fue el martirio glorioso del santo pontífice. Murió en Sebaste el día 3 de febrero, y en este día celebra la Iglesia su fiesta.

Los cristianos rescataron su cuerpo, y le enterraron con muchísima devoción. El Señor obró y sigue obrando grandes milagros por su mediación, dando salud a muchos enfermos.

La fecha de su decapitación, el año 316, oscila entre la historia y la leyenda. Estamos al final de la era de los mártires.



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