SAN JUAN DIEGO, ORACIÓN, SU VIDA Y EL MILAGRO DE NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE


Oración de Juan Pablo II a la Virgen de Guadalupe
 
¡Oh Virgen Inmaculada,
Madre del verdadero Dios y Madre de la Iglesia!
 
Tú, que desde este lugar manifiestas tu clemencia
y tu compasión a todos los que solicitan tu amparo:
escucha la oración que, con filial confianza,
te dirigimos, y preséntala ante tu Hijo Jesús,
único Redentor nuestro.
 
Madre de misericordia,
Maestra del sacrificio escondido y silencioso,
a Ti, que sales al encuentro de nosotros, los pecadores,
te consagramos en este día
todo nuestro ser y todo nuestro amor.


 Te consagramos también nuestra vida,
nuestros trabajos, nuestras alegrías,
nuestras enfermedades y nuestros dolores.
 
Da la paz, la justicia y la prosperidad a nuestros pueblos;
ya que todo lo que tenemos y somos
lo ponemos bajo tu cuidado, Señora y Madre nuestra.
 
Queremos ser totalmente tuyos
y recorrer contigo el camino
de una plena fidelidad a Jesucristo en su Iglesia:
no nos sueltes de tu mano amorosa.

Virgen de Guadalupe,
Madre de las Américas,
te pedimos por todos los obispos,
para que conduzcan a los fueles
por senderos de intensa vida cristiana,
de amor y de humilde servicio a Dios y a las almas.
 
 Contempla esta inmensa mies,
e intercede para que el Señor infunda
hambre de santidad en todo el Pueblo de Dios,
y otorgue abundantes vocaciones
de sacerdotes y religiosos,
fuertes en la fe y celosos dispensadores
de los misterios de Dios.
 
Concede a nuestros hogares la gracia
de amar y respetar la vida que comienza,
con el mismo amor con que concebiste en tu seno
la vida del hijo de Dios.
 
Virgen Santa María,
Madre del Amor Hermoso,
protege a nuestras familias,
para que estén siempre muy unidas,
y bendice la educación de nuestros hijos.
 
Esperanza nuestra, míranos con compasión,
enséñanos a ir continuamente a Jesús y,
si caemos, ayúdanos a levantarnos, a volver a El,
mediante la confesión de nuestras culpas y pecados
en el sacramento de la penitencia,
que trae sosiego al alma.
 
Te suplicamos que nos concedas
un amor muy grande a todos los santos sacramentos,
que son como las huellas que tu hijo nos dejó en la tierra.
 
Así, Madre Santísima,
con la paz de Dios en la conciencia,
con nuestros corazones libres de mal y de odios,
podremos llevar a todos la verdadera alegría
y la verdadera paz que vienen de tu Hijo,
nuestro Señor Jesucristo,
que con Dios Padre y con el Espíritu Santo,
vive y reina por los siglos de los siglos.

 
VIDA DE SAN JUAN DIEGO:
 
Juan Diego era un indio que pertenecía al pueblo llano. Había nacido en Cuautitlán, al norte de México capital, hacia 1474. Su nombre indígena era Cuauhtlatóhuac, el águila que habla. Pero en 1525, al bautizarse, tomó el nombre de Juan Diego.
 
También se bautizaron su mujer y un tío suyo, que se llamaron, respectivamente, María Lucía y Juan Bernardino. Su mujer murió cuatro años después y, cuando las apariciones, Juan Diego vivía con su tío y tenía 57 años de edad.
 
«Llevando vida de ermitaño, junto al Tepeyac, fue ejemplo de humildad. La Virgen lo escogió entre los más humildes, para esa manifestación condescendiente y amorosa, cual es la aparición guadalupana» (Juan Pablo II). Veamos cómo se realizó este hecho prodigioso:

El 9 de diciembre de 1531 fue el día de la primera aparición. Era sábado, muy de madrugada, y Juan Diego iba a oír misa y quedarse luego en la catequesis. Llegó al cerro del Tepeyac cuando amanecía y empezó a percibir músicas suaves y deliciosas. Cesaron éstas de repente y oyó que lo llamaban desde lo alto del cerrillo:
 
—Juanito, Juan Dieguito.
 
Alegre y animoso, decidió subir hasta la cima del cerro para saber quién lo llamaba. Cuando llegó a la cumbre, vio allí de pie a una Señora que lo invitó a que se acercara. Llegado frente a Ella, se maravilló mucho de su gran hermosura. Su vestido era radiante como el sol; la piedra en que posaba sus plantas, despedía rayos de luz; toda Ella parecía hecha de perlas preciosas, y la tierra relumbraba como el arco iris.
 
Se inclinó ante Ella y oyó su voz, suave y cortés, como de persona atrayente y cariñosa. Y le dijo:
 
—Juanito, el más pequeño de mis hijos, ¿a dónde vas?
 
El respondió:
 
—Señora y Niña mía, tengo que llegar a tu casita de México Tlatelolco, a oír misa y escuchar las cosas divinas que nos dan y enseñan nuestros sacerdotes, delegados de Nuestro Señor.

Entonces. Ella le habló, manifestándole su voluntad:
 
—Sabe y ten entendido, tú, el más pequeño de mis hijos, que soy yo la siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios, Señor del cielo y tierra. Deseo vivamente que me levanten aquí un templo, para en él mostrar todo mi amor, —pues yo soy vuestra cariñosa Madre—, no solo a ti, sino a todos los moradores de esta tierra, y a cuantos me invoquen y en mí confíen. Aquí escucharé sus lamentos y aliviaré todas sus penas y dolores.


Prosigue María Santísima:
 
—Para realizar lo que mi clemencia pretende, ve al palacio del Obispo de México, y le dirás que yo te envío para manifestarle lo que mucho deseo: que aquí en el llano edifique un templo en mi honor. Le contarás detalladamente cuanto has visto y admirado y todo lo que has oído. Ten por seguro que te lo agradeceré y te lo pagaré bien, pues te haré feliz y te recompensaré el trabajo y empeño que vas a poner en lo que te encomiendo. Mira que ya has oído mi mandato, hijo mío, el más pequeño; anda y pon en ello todo tu esfuerzo.
 
Al punto se inclinó delante de Ella y le dijo:
 
—Señora mía, me voy a cumplir tu mandato: yo, tu humilde siervo, me despido de ti.
 
Luego que entró en la ciudad, se dirigió, sin pérdida de tiempo, al palacio del señor Obispo, el cual pocos años antes había llegado, y era Fray Juan de Zumárraga, de la Orden de San Francisco. Cuando estuvo en su presencia, se inclinó y se arrodilló delante de él. En seguida le dio el recado de la Señora del Cielo, y le contó cuanto había admirado, visto y oído en el cerrillo. El señor Obispo oyó con atención toda su plática, pero pareció no darle crédito, pues le dijo:
 
—Vuelve otro día, hijo mío, y te escucharé más despacio, estudiaré el asunto desde el principio y pensaré en la intención con que has venido.
 
El salió y se fue muy triste, pues no se había hecho caso de su mensaje. Al llegar a la cumbre del cerro, se encontró nuevamente con la Señora del Cielo, que lo estaba esperando.

Se postró delante de Ella y le dijo:
 
—Señora, Niña mía: Fui a cumplir tu mandato. Aunque con dificultad, entré hasta donde está sentado el Prelado. Lo vi y expuse tu mensaje. me recibió benignamente y escuchó con atención. Pero se figura que es todo invención mía. Por lo cual te ruego encarecidamente, Señora y Niña mía, mandes a alguno de los principales para que lleve tu amable palabra y lo crean. Perdóname que te cause tanta tristeza y caiga en tu enojo, Señora y Dueña mía.
 
Le respondió la Santísima Virgen:
 
—Oye, hijo mío, el más pequeño, ten entendido que son muchos mis servidores y mensajeros, a quienes puedo encargar que lleven mi mensaje y hagan mi voluntad; pero es de todo punto preciso que tú mismo vayas y ruegues para que por tu mediación se cumplan mis deseos. Mucho te ruego, hijo mío, el más pequeño, y con rigor te mando, que otra vez vayas mañana a ver al Obispo. Háblale en mi nombre y dale a conocer por entero mi voluntad. Dile que te envía la siempre Virgen María, Madre de Dios.
 
Respondió Juan Diego:
 
—Señora mía, Reina y Niña mía, yo no quiero disgustarte; de muy buena gana iré a cumplir tu mandato; de ninguna manera dejaré de hacerlo ni tengo por penoso el camino. Iré a hacer tu voluntad; pero quizás no sea oído con agrado, y, si lo soy, no me creerá. Mañana, por la tarde, cuando se ponga el sol, vendré a traerte la respuesta del Prelado. Ya de ti me despido, mi Niña y Señora. Descansa entretanto.

Luego se fue a descansar a su casa.

Al día siguiente, domingo, salió de casa muy temprano y se dirigió a Tlatelolco, para oír misa y asistir a la Doctrina. Luego que se pasó lista y se dispersó la gente, marchó Juan Diego al palacio episcopal. Se arrodilló ante el señor Obispo, se entristeció y lloró al exponerle de nuevo el mandato de la Señora del Cielo. El Obispo, para cerciorarse, le preguntó muchas cosas y, al final, le dijo que no solamente por su palabra y ruego se había de hacer lo que pedía, sino que, además, era necesaria una señal para que se pudiera creer que lo enviaba nada menos que la misma Reina del Cielo.
 
Así que lo oyó, dijo Juan Diego al Obispo:
 
—Señor, dime cuál ha de ser la señal que quieres, pues iré enseguida a pedírsela a la Señora que me mandó acá.
 
El Obispo lo despidió, viendo que no se retractaba de nada de lo que había contado. Y ordenó secretamente a dos criados de confianza que lo siguieran y observaran lo que hacía y con quién hablaba. Pero, al llegar al puente del Tepeyac, desapareció Juan Diego de su vista y no dieron más con él, por mucho que lo buscaron. Estaba con la Santísima Virgen, la cual escuchó la respuesta que le traía de parte del señor Obispo, y le dijo:
 
—Bien está, hijito mío, volverás aquí mañana, para que lleves al Obispo la señal que te ha pedido. Con eso te creerá y ya no dudará de ti. Y sábete, hijito mío, que yo te pagaré el interés, el trabajo y el cansancio que por mí te has tomado. ¡Ea!, vete ahora, que mañana aquí te espero.

Al día siguiente, lunes, Juan Diego no volvió. Se había puesto enfermo su tío y tuvo que buscar un médico. El martes fue a Tlatelolco a llamar a un sacerdote, pues su tío le había dicho que ya no sanaría ni se levantaría más. Por no encontrarse con la Señora, dio la vuelta al cerro y pasó al otro lado, hacia oriente, pero la Virgen salió a su encuentro, y le dijo:
 
—¿Qué hay, hijo mío, el más pequeño? ¿A dónde vas?
 
El quedó confuso y avergonzado. Se inclinó delante de Ella, y la saludó diciendo:
 
—Niña mía, la más pequeña de mis hijas. Señora, ojalá estés contenta. ¿Cómo has amanecido? ¿Estás bien de salud, señora y Niña mía? Voy a darte un disgusto. Sabe, Niña mía, que está muy malo un pobre siervo tuyo, mi tío: le ha dado la peste y está para morir. Ahora voy presuroso a tu casita de México, a llamar a uno de nuestros sacerdotes, los amados de Nuestro Señor, para que vaya a confesarlo y disponerlo. Pero luego volveré aquí para llevar tu mensaje. Señora y Niña mía, perdóname. Ten ahora paciencia. No te engaño, Hija mía, la más pequeña. Mañana vendré a toda prisa.
 
La Santísima Virgen le respondió:
 
—Oye y ten entendido, hijo mío, el más pequeño, que no es nada lo que te asusta y entristece; no se turbe tu corazón; no temas esa enfermedad. ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No soy yo tu salud? ¿Qué más necesitas? No te apene ni te inquiete nada. No te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella; puedes estar seguro de que ya sanó.
 
Y entonces sanó su tío, según después se supo.

Juan Diego, con las anteriores palabras, quedó muy consolado, y rogó a la Señora lo despachara cuanto antes para llevar al Obispo la señal que había pedido. La Señora le contestó:
 
—Sube, hijo mío, el más pequeño, a la cumbre del cerrillo. Hallarás allí diferentes flores: córtalas y tráelas a mi presencia.
 
Subió Juan Diego a la cumbre y quedó maravillado al contemplar tantas rosas de Castilla, brotadas en un tiempo de heladas. Las cortó y se las trajo a la Señora, que, tomándolas con su mano, las echó de nuevo en su regazo, diciéndole:
 
—Hijo mío, el más pequeño, esta diversidad de rosas es la prueba que llevarás al Obispo. Tú eres mi embajador, muy digno de confianza. Contarás bien todo cuanto viste y admiraste, a fin de que el Obispo se convenza y construya el templo que he pedido.
 
Al llegar Juan Diego al palacio episcopal, salieron a su encuentro el mayordomo y otros criados del Prelado. Pero no lo dejaron entrar. El se quedó allí de pie, triste y cabizbajo, confiando en que lo llamaría. Pero observaron que escondía algo en el regazo. El descubrió un poco y percibieron intenso perfume de flores. Entonces avisaron al señor Obispo, que cayó en la cuenta de que aquello sería la prueba para que se convenciera y se realizara lo que el indito pretendía. Mandó que entrara a verlo.

Se arrodilló Juan Diego, como otras veces, y le expuso de nuevo su mensaje, y de cómo traía la prueba que había pedido. Y, abriendo su tilma, mostró una brazada de fragantes rosas de Castilla. Al esparcirse estas por el suelo, apareció de repente en la blanca tilma, la preciosa imagen de la Madre de Dios.

Todos se arrodillaron. El Señor Obispo, con lágrimas de tristeza, oró y pidió perdón por no haber puesto por obra su voluntad y mandato. Luego la llevó a su oratorio.
 
Al siguiente día, mostró Juan Diego el lugar donde quería la Señora se le alzara un templo. Y se invitó a todos a comenzar las obras inmediatamente. Una vez que Juan Diego cumplió con este cometido, pidió permiso para marchar a casa. Tenía grandes deseos de ver a su tío Juan Bernardino, al que había dejado muy grave cuando vino a Tlatelolco a buscar a un Padre para que lo confesara y dispusiera a bien morir, y le dijo la Señora del Cielo que ya había sanado.
 
No lo dejaron marchar solo, sino que lo acompañaron hasta su propio domicilio. Al llegar, vieron que su tío estaba muy contento y que nada le dolía. Y se admiró mucho de que su sobrino llegara tan bien acompañado y de que lo trataran con tanto honor, y le preguntó la causa de que así lo hicieran. Le respondió su sobrino que, cuando partió a buscar al padre para que lo confesara y los dispusiera, se le apareció en el Tepeyac la Señora del Cielo, la cual le manifestó que no se afligiera, que ya su tío estaba bueno. Y lo envió a México, a ver al señor Obispo, para que le edificara un templo. Declaró su tío ser cierto que entonces lo curó y que la vio del mismo modo en que se apareció a su sobrino, sabiendo por Ella que lo había enviado a México a ver al señor Obispo.

También Juan Bernardino fue a presencia del Obispo y atestiguó todo y aseguró que la Señora quería llamarse Santa maría de Guadalupe. A los dos, a él y a su sobrino Juan Diego, los hospedó el Obispo en su palacio durante algunos días, o sea, hasta terminar la construcción de la ermita levantada en el lugar donde Juan Diego vio por vez primera a la Reina del Cielo. Pasados los quince días de las dichas obras, el señor Obispo trasladó solemnemente a la nueva iglesia la milagrosa imagen de la Señora del Cielo.
 
Al sacarla del oratorio de su palacio, donde estaba, toda la gente la vio y admiró tan excelsa efigie. La ciudad entera se conmovió y venía a contemplarla y a hacerle oración. El ayate en que se estampó era el abrigo de Juan Diego, burdo tejido hecho de fibra de maguey. Está demostrado que no dura más de veinte años, pero en este caso, su permanencia prodigiosa va ya para cerca de cinco siglos.
 
Tan milagrosamente se conserva que, en 1921, pusieron una bomba de dinamita en su altar, en el que, al estallar, produjo grandes destrozos, pero el cuadro de la Virgen quedó intacto, incluso el cristal que lo protege.
 
La altura de la imagen es de 1,43 metros. Su rostro es grave y noble, de color algo moreno. Sus manos están juntas sobre el pecho. El pie derecho descubre un poco la punta de su calzado, de color ceniza. El vestido es de color rosado y está bordado de diferentes flores. Dentro asoma otro vestido blanco, que ajusta bien en las muñecas. El manto es azul celeste, con 46 estrellas y orla de oro. Los retoques añadidos a la imagen, con el tiempo se van cayendo.

Los ojos de la Virgen, examinados por las técnicas más sofisticadas, reflejan las personas que contemplaron el milagro de las rosas que Juan Diego entregaba a Monseñor Zumárraga. Se ve en ellos a un indio sentado en el suelo, mirando asombrado a otra persona que desplegaba su tilma. La segunda persona es un fraile anciano, muy parecido a Fray Juan de Zumárraga, Obispo de México. El tercer personaje es un joven, que quizás sea el traductor Juan González. El cuarto, un indio, Juan Diego, con el sombrero típico, desplegando su ayate. El quinto figura una mujer negra, detrás de Juan Diego, observando lo que pasa. La sexta persona es un sacerdote español, con un dedo en la barbilla, mirando asombrado. Se ven también otras personas, todo en forma tridimensional, algo así como sucede en la Sábana Santa de Turín.
 
En cuanto al nombre de Guadalupe, quiso la Virgen que esta devoción, llevada a América por misioneros y conquistadores, sirviera de lazo de unión entre los vencedores y vencidos, produciendo en seguida copiosos frutos, pues en solo siete años se bautizaron cinco millones de indígenas, convirtiéndose, a veces, hasta quince mil en un solo día.
 
Los numerosos milagros obrados por su intercesión, han logrado que su culto vaya en progresión ascendente. Se calcula que son diez millones de peregrinos los que pasan a venerarla cada año.
 
En 1737 fue proclamada patrona de México; en 1910, patrona de las Américas, y en 1935, de Filipinas. Por eso, ante la Basílica, están izadas permanentemente las banderas de los países de América y de Filipinas.
 
Fue coronada canónicamente y con toda solemnidad, el 12 de octubre de 1895. Y el año 1976, se inauguró la nueva Basílica, con capacidad, por lo menos, para diez mil personas.

Textos importantes del Papa Juan Pablo II

Desde el lugar privilegiado de Guadalupe, corazón del México siempre fiel, en feliz expresión de Juan Pablo II, dijo de Juan Diego lo siguiente:
 
«Brille también ante vosotros, desde ahora, Juan Diego, elevado por la Iglesia al honor de los altares, y al que podemos invocar como protector y abogado de los indígenas».
 
«Su amable figura es inseparable del hecho guadalupano, la manifestación milagrosa y maternal de la Virgen, Madre de Dios, tanto en los monumentos iconográficos y literarios como en la secular devoción que la Iglesia de México ha manifestado por este indio predilecto de María».
 
«Las noticias que de él nos han llegado, encomian sus virtudes cristianas: su fe sencilla, nutrida en la catequesis y acogedora de los misterios; su esperanza y confianza en Dios y en la Virgen; su caridad, su coherencia moral, su desprendimiento y pobreza evangélica».
 
Queden aquí, para constancia, estas palabras indelebles de Su Santidad Juan Pablo II, pronunciadas en la Basílica de Guadalupe, con motivo del reconocimiento del culto del Beato Juan Diego.
 
Al tiempo de aparecerse esta bendita imagen, realizó muchos milagros. Entonces se abrió la fuentecilla que está a espaldas del templo de la Señora del Cielo, hacia el oriente; en el punto donde salió al encuentro de Juan Diego, cuando este dio vuelta al cerrillo, para que no lo viera la Señora del Cielo.
 
El agua que allí mana, aunque se levanta, porque burbujea, no por eso rebosa, y no camina mucho, sino muy poquito: es muy limpia y olorosa, pero no agradable; es algo ácida y apropiada a todas las enfermedades de quienes la beben de buen grado o con ella se bañan.

Su Santidad el Papa Juan Pablo II visita el Santuario de la Virgen de Guadalupe en México. El 6 de mayo de 1990 es fecha importantísima en la historia de la Iglesia de México.
 
Su Santidad el Papa Juan Pablo II visitaba por segunda vez la Basílica de Santa María de Guadalupe y llevaba al honor de los altares a los tres niños de Tlaxcala, Cristóbal, Antonio y Juan (1527-1529), protomártires de la Nueva España y primicias de la Evangelización del Nuevo Mundo. Beatificó también al Padre José María de Yermo y Parres, sacerdote y fundador de las Siervas del Sagrado Corazón de Jesús y de los Pobres, y confirmó el culto secular de Juan Diego, el feliz vidente de la Santísima Virgen de Guadalupe, fijando su fiesta el 9 de diciembre.
 
En esta ceremonia de las beatificaciones, concelebraron con el Papa mil sacerdotes, además de todos los obispos mexicanos. Dentro de la Basílica asistieron trece mil fieles, y tuvieron que quedarse fuera ciento sesenta mil personas, a las que el Santo Padre saludó al final de la función religiosa.

 
 

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