EL AJIMEZ DE LA MORA, LEYENDA MEDIEVAL


En Cuenca, en la ciudad antigua, calle que hoy se llama de San Pedro y que antes se denominaba calle Alta, a la izquierda, subiendo desde la Plaza Mayor, pasada una fuentecilla, existía una señorial mansión —hoy es un solar— que antes de la conquista de Cuenca por Alfonso VIII, era morada del Kadí y después fue convertida en vivienda de una familia prócer, tras reformarla y decorarla a usanza cristiana. Lo más notable de aquella vivienda —aparte del blasonado escudo que ostentó después— era un ajimez al cual se le atribuye esta bonita y trágica leyenda:

Conquistada definitivamente Cuenca por Alfonso VIII, en 1177, en las Capitulaciones se estipulaba que pasaba la fortificada ciudad a poder de los cristianos. Cuenca fue ocupada por los cristianos; pero en ella continuaron viviendo los musulmanes que prefirieron quedarse, a dejar la hermosa ciudad del Júcar, el de las dulces aguas.


Las tropas de Alfonso VIII se habían marchado ya a otras empresas guerreras y en Cuenca quedaron las autoridades nombradas por el Rey y muchos cristianos que se avecindaron en ella. Todavía eran en mayoría los musulmanes, si bien convivían, al menos al parecer, pacíficamente con sus conquistadores, aunque en barrios diferentes, conservando cada uno sus usos y costumbres, como era corriente en los tiempos de la Reconquista.

Lo que los seguidores de Mahoma veían muy mal, era que el previsor Rey hubiera dejado algunas tropas, para asegurar la paz y la conquista. Los musulmanes disimulaban cuanto podían; pero a veces ocurrían tragedias, que encendían el odio de raza y de religión.

El Kadí tenía una hija bellísima llamada Sobeya. Era un dechado de belleza y perfección, prototipo de la más pura y selecta raza árabe. Se había criado con una dueña que le servía de aya, por haber muerto su hermosa madre poco después de nacer ella. El Kadí se miraba en esta hija, que era el vivo retrato de su difunta esposa y se crió y educó como una Princesa.

Su padre había estado antes en Toledo y allí oyó las primeras frases de amor de un bizarro cristiano, más dulces que los sonidos de su guzla encantada.

Con mil precauciones se vieron varias veces. ¿Qué no inventará el amor en los jóvenes corazones que se abren por vez primera al embrujo hechicero del primer cariño...?

Todo fue bien mientras vivieron en Toledo. La dueña, muy bien retribuida por D. Pedro de Hurtado, gentil caballero aragonés, Capitán de las huestes de Alfonso VIII, supo, además, ganarse el afecto del aya, la que disfrutaba viendo feliz a la gentil Sobeya, que amaba como a una hija. Mas al conquistar Cuenca y venirse el Kadí a vivir en ella por imperativos políticos, las cosas se complicaron. Fueron factores que jugaron gran importancia, entre otras cosas, la estrecha vigilancia que disimuladamente hacían los vencidos árabes, siempre con la esperanza de volver a reconquistar la bella Sultana que es Cuenca.

Su lujosa mansión tenía en las habitaciones de Sobeya un gran ajimez que daba al jardín, lleno de plantas y frondosos árboles, por donde paseaba la doncella suspirando continuamente por su amado D. Pedro.

—¿Ha pensado mi Hurí en su esclavo? —solía decirle cuando lograba verla.

—Continuamente. Más veces que estrellitas tiene el cielo. Desde mi ajimez, ¡cuántas veces a ellas les pregunto por tí...!

—Envidio a tu ajimez, porque siempre está cerca de mi amada.

—El sabe cuánto te amo y con qué ansia espero tu llegada.

—¿Y presientes cuando llego...? Oh, mi preciosa gacelilla...

—Aunque te disfraces de moro, como si fuera de otra cosa, siempre te conocería. Además, mi corazón, mejor dicho, tu corazón, aunque esté en mi pecho, me avisa y nunca me engaña.

—¿Qué te dice ese hermoso corazón, Hurí del Paraíso...?

—¿Crees que voy a caerme de las ramas de este hermoso árbol, desde el que contemplo embelesado lo más bello de la tierra...?

—No es eso. Cualquier día te descubren, a pesar de tu disfraz, saben que en vez de moro eres Capitán cristiano de las tropas reales...

—¿Y entonces, hermosa Sobeya...?

—Entonces todo habrá terminado: tu vida quizá; pero la mía es seguro, porque me moriría sin verte...

—Pues por muchos peligros que corra, te veré mientras viva. Mi amor no podría vivir sin tu vista. Lo necesito, como necesita la planta el rayo de sol, como necesita el ave volar por el cielo azul, como necesita el Júcar correr hacia el mar... ¡Nada ni nadie podría detenerme!

Tras los saludos y frases de amor, tan vehementes como purísimas, que ambos enamorados se cambian, también hablan de sus futuros planes.


—¿Te gusta, mi amada Sobeya, el nombre que para ti he elegido cuando seas cristiana?

—Lo que a ti te agrade, eso mismo me gusta a mi. Además de que es muy bonito, al pensar que así se llama tu madre, es motivo sobrado para que ya esté deseando llevarlo: Rosalía.

—Creo que no adelantas lo que yo deseara, en el aprendizaje de la Doctrina Cristiana.

—Si algo me faltara, tiempo tendré cuando sea tu esposa. Ahora, creo que mi padre me vigila y tengo miedo de que me vean leyendo tu libro o lo encuentre y... Sobeya quedó cortada, mirando atenta hacia un sitio del jardín y escuchando temerosa.

—¿Qué te sucede, ángel mío...?

—Creo que nos han visto o alguien nos espía ¡Por allí...! —dijo señalando un sitio.

D. Pedro miró hacia donde Sobeya señalaba. Pero nada vio, ni observó nacía de particular.

—Es el temor que te hace, estar siempre asustada —dijo don Pedro.

—Alá quiera que así sea...

—Dios quiera, Rosana, que te engañes.

A raíz de aquella visita, D. Pedro hubo de ausentarse nuevamente, marchando a Toledo. Cuando al cabo de su ausencia pudo de nuevo volverlo a ver, Sobeya lo encontró pensativo.

—¿Qué ocurre nada encuentro tan taciturno?— le preguntó.

—Que aunque no me lo has dicho, he sabido por el fiel Alí, que tu padre prepara tu casamiento con bizarro Azuna.

 —Nada he querido decirte por no apenarte. Pero en tu ausencia he llorado lo indecible. Me lo propuso mi padre.

—¿Y qué has contestado tú...?

—Que soy muy joven y no me quiero casar todavía.

—¿Y tu padre lo ha creído...?

—No. Me miró muy serio y me dijo: Tienes dieciséis años. De esa edad me casé yo con tu madre, y salió bruscamente dejándome en un mar de dudas...

Cuando el padre de Sobeya le dijo al pretendiente, de su hija lo que ella le había contestado, el astuto Azuna, que estaba verdaderamente enamorado de la sin par Sobeya, dijo:

—Si no me quiere a mí es que está, enamorada de otro...

—¡Imposible! —contestó el padre—. ¿Cómo ni de quién había de estarlo? Lleva una vida retraída, como corresponde, a su calidad de dama principal y honesta doncella y no creo sea eso.

Azuna, con enigmática sonrisa, dijo tan sólo:

—¡Yo sabré por qué me rehúsa Sobeya...!

Mientras, la enamorada Sobeya, había rogado a su padre para que llamara a su alerife y reformara el ajimez.

Según decía, era la celosía tan espesa, los dibujos tan poco calados, que apenas entraba el sol. Y para sus primorosos bordados era necesario que entrara mucha luz. Ella misma, que era muy hábil y artista, hizo los dibujos del nuevo ajimez. De tal forma los proyectó, que si bien desde cerca no se notaba nada, desde lejos, entre el enrejado, se formaba una cruz.

El Kadí quería en todo complacer a su hija, máxime en aquella circunstancia en que deseaba proponerle el casamiento con el hijo de su gran amigo, por ser tal unión muy igual y conveniente. Azuna reunía, además, las cualidades de ser gallardo y bien parecido, valiente, y con gran porvenir. Había sido esforzado paladín en la defensa de la toma de Cuenca por los cristianos y lucidísimo Capitán. Y como era rico, de gran cultura y excelente reputación entre los musulmanes, le esperaba una vida plácida y holgada,

A partir de la entrevista, con el padre de Sobeya, cuando supo que ella le rechazaba, y prometió al Kadí, que averiguaría los motivos de su repulsa, Azuna montó una estrechísima, aunque disimulada vigilancia. No se había equivocado el enamorado galán en sus cálculos y sus sospechas fueron tomando cuerpo, a medida que pasaban los días.

Como coincidieron esos sucesos con la marcha de D. Pedro a Toledo, de momento nada se sacaba en limpio. Pero Azuna no cejaba y cuanto más lo pensaba, más se afirmaba en su creencia: Otro debía ocupar el corazón la hermosa Sobeya.

Unos días pasaron, que parecieron siglos a tres de nuestros conocidos: a Azuna, porque nada había comprobado. A D. Pedro, porque tardaba en volver a su Cuenca, más de lo que deseaba. A Sobeya, porque ansiando ver a su amado, cada minuto le parecía un año.

Por fin el corazón angustiado de la enamorada Sobeya pudo  alegrarse. Vio llegar a su amado, que, aunque como siempre hábilmente disfrazado de moro, Sobeya, reconoció al instante.

He comprendido, amada Sobeya, que algo querías comunicarme, que algo sucedía y por eso me llamabas en mudo mensaje, al cambiar tu ajimez. Ahora, mirado atentamente desde lejos, se ve perfectamente, entre el bello enrejado de sus dibujos, una cruz.

—Es cierto —dijo Sobeya—. Mi padre Me ha comunicado que mi casamiento será en la próxima luna. Y esto, era preciso que lo supieras.

—¿Qué hacemos ahora, querido D. Pedro...?

La amorosa Sobeya miró a su enamorado, y tal desesperación se pintó en el hermoso y varonil rostro de su amante que  comprendió que también a él algo le atormentaba. Entonces Sobeya recordó el ruido y una sombra huidiza que creyó ver en el jardín y dada la actitud de su padre, ya no dudó de que los habían descubierto.

—Estoy decidido a todo —expuso D. Pedro—, Hablaré inmediatamente con tu padre y al Rey contaré lo que me pasa. El es bueno. Y tengo deudos muy allegados al Monarca, que podrán intervenir en nuestro favor.

—Pierdes el tiempo. Ese no es el camino...

Los bellísimos y negros ojos de Sobeya, cuajados de lágrimas, miraban con infinito amor al caballero, que también la miraba con desesperación.

—¿Me amas tal como dices?, —preguntó la doncella.

—Más que a mi vida. Más que a nada y a nadie del mundo,

—¡Basta!, dijo Sobeya. Del mismo modo te amo yo. Y por eso veo, que el camino más certero y más corto, es huir juntos y que el Sacerdote, tu tío, nos case en cuanto salgamos de aquí. ¡No pienses mal de mí, amado D. Pedro...! Veo que nuestras vidas peligran, que es irrespirable este ambiente. Y aunque sólo el peligro te amenazara a ti, si algo te sucediera, yo no podría resistirlo.

—Te juro por mi fe de caballero, amada Sobeya, que serás sagrada para mí, hasta que estemos unidos en santo matrimonio. Eso, si Dios nos ayuda, será antes de las dos horas de haber abandonado este bello jardín, que ahora tanto te asusta.

—¿Cuándo será...?

—Mañana mismo. Cuando oigas dar las doce en Mangana, saldrás sigilosamente por el jardín. Te esperaré en la cañada que se divisa desde tu ajimez. Y rápidamente estaremos casados. Yo lo tendré preparado todo. Mañana a estas horas, serás mi esposa...

—Hasta mañana, pues.

Anhelante esperaba la amante Sobeya, el paso del tiempo. Con el corazón oprimido, espiaba las horas que daba el reloj de Mangana. Al fin sonaron las doce campanadas tan esperadas. Era la hora señalada para unirse con su amado Don Pedro y seguidamente desposarse con el que era más que su propia vida.

Como estaba convenido, al oír la última campanadas de las doce, triste y silenciosa, como una sombra, se deslizó por el jardín hasta llegar a la puertecita, pequeña y disimulada, que daba al campo. La luna iluminaba como si fuera de día, por lo que Sobeya había procedido cautelosamente para no ser vista.

Apenas abrió la puerta, divisó a su amado que, afanoso, se dirigía, hacia ella al verla salir, desde donde estaba escondido para no ser visto. Los amorosos brazos de Sobeya se tendieron hacia el amado, en ademán de saludo, al que el caballero contestó de forma análoga.

Un relámpago de felicidad brilló en los ojos de los enamorados. Pero ¡ay...!, que fue un instante.

Cuando ya, casi estaban el uno junto al otro, un pelotón de moros, hábilmente disimulado, tras las matas y árboles, se arrojaron sobre D. Pedro, atándolo y amordazándolo, a la vez que decían:

—¡Ya caíste, perro cristiano...! ¡No lograrás lo que querías...!

D. Pedro no pudo, ni siquiera sacar la espada. Azuna —que capitaneaba al grupo— dirigiéndose a Sobeya, le dijo:

—¿Tanto amas al cristiano, para ser traidora a tu religión y a tu raza...? ¡No volverás a verlo más...!

La infeliz cayó desvanecida. Comprendió que estando don Pedro en manos de su mortal enemigo, nada bueno podía esperar.

Muchos días pasó la bella Sobeya luchando entre la vida o la muerte. Su juventud triunfó al fin. Cuando Sobeya abrió los ojos estaba en su habitación rodeada de su médico, el aya y su padre. Los ojos del mahometano echaban chispas de furor.

—Ya ha pasado lo peor —dijo el médico—, Ahora, mucho repaso y calma, mucha calma...

—Mañana volveré a visitarla —dijo el médico árabe.

En cuanto Sobeya se dio cuenta de lo sucedido, pudo reconstruir e hilvanar los últimos recuerdos. Tras una crisis de llanto copiosísimo, vio claro todo lo sucedido. Determinó disimular para enterarse de lo acaecido después de su desvanecimiento.

De nada le valió preguntar a sus servidores. Hoscos y mudos, no pudo sacarles ni una palabra. Por sus aterrorizados semblantes comprendió que algo gravísimo había sucedido.

Otra vez recordó la sombra huidiza que creyó divisar desde su ajimet, por el jardín de su casa. En cuanto pudo tenerse en pie, volvió a su atalaya: el ajimez de su habitación.

Silenciosa, con la luz apagada, espiaba por si algo podía sacar en limpio. Sabía que los de su raza no acudirían —ni podían en modo alguno, acudir a la Justicia— ni aún mintiendo. Luego ellos se tomarían por su mano la venganza, ¡la terrible venganza...! Esta sola palabra le erizaba el cabello y nuevo llanto copioso y en silencio vertía llena de miedo.

En la torre morisca de Mangana sonaron unas campanadas, mientras el Muezzín llamaba a los creyentes a orar.

—¡Dios es Dios y Mahoma su Profeta...! ¡Creyentes, poneos en oración.

Un silencio sepulcral reinaba en el jardín. Sobeya miraba ansiosa a través de sus celosías, llorando silenciosamente y mirando las estrellas del cielo, ahora con infinita pena, tanta como alegría le dieran otras veces. De pronto, oyó rumor de pasos y ahogada conversación, de la que sólo pudo oír retazos y palabras sueltas.

"D. Pedro... Despeñado, Alá... Sobeya... ¡Pobre doncella...!" .

No quiso oír más. Con esto le bastaba, para saber que su amado había muerto, a manos de Azuna y su padre.

Entonces, tomando una cinta de seda que le servía de ceñidor, la ató al enrejado más alto de su ajimez, hizo una lazada escurridiza y tomando un taburete se subió en él, para colocarse la lazada al cuello. En el momento en que iba a poner en marcha su plan de acabar con su vida, entró inesperadamente su nueva doncella, que hacía pocas horas la hablan puesto y que, secretamente, aunque mora, de raza, era cristiana.

El grito ahogado que lanzó Sobeya al verse sorprendida, tratando de ocultar el ceñidor que tenía en las manos, para pasar el lazo por la cabeza, la habían delatado.

La fiel Leila, que era la hija del moro adicto secretamente a D. Pedro, todo lo sabía; pero por compasión no quiso decirle nada. Ya le había hablado su amado de esta chica, con el fin, no sólo de que la guardara y ayudara; sino también de que la fuera instruyendo en el cristianismo, que ella había abrazado tiempo atrás. Mas los acontecimientos se precipitaron y al castigar y despedir al aya que antes tenía, entró ésta, tan adicta a la joven Sobeya.

—¿Qué ibas a hacer, desdichada niña...?

—;Nada...!

—¿Nada? ¿Y esa banda con el lazo qua tienes en la temblorosa mano y que al entrar yo tratabas de esconder...? Ya lo sé: la desesperación te ha llevado a esta fatal resolución.

Leila tomó la banda, la desató del ajimez y leyó lo que Sobeya, tan artista, había escrito: "Voy a reunirme contigo..."

—¡Bien hizo el difunto D. Pedro en prepararte a tu fiel Leila! Sabes que soy cristiana, como mis padres y D. Pedro quería que terminara de instruirte en la santa Religión en que él murió, diciendo:

—¡Decid a Sobeya que no sufra! ¡Nos volveremos a ver, allá arriba, en el Cielo!

Nuevo torrente de lágrimas derramó la desesperada doncella, mientras Leila le decía:

—Llora, llora y desahoga tu pecho. Pero reflexiona en cuanto voy a decirte:

La Ley de los cristianos prohíbo el suicidio —que es lo que tú pensabas hacer—. Y ese es el mayor obstáculo para que un día, terminada esta vida, puedas ver a don Pedro. El ha muerto como cristiano fervoroso, con tu nombre y el de Dios en sus labios. De Modo, que si quieres verlo, has de vivir y morir como él, como una buena cristiana...

Estas palabras fueron un bálsamo para el dolorido espíritu de Sobeya. Un raya de luz entró en su ofuscada cerebro y al cabo de unos instantes y entre un torrente de lágrimas, dijo:

—Sí. Deseo volver a ver a D. Pedro, aunque sea en la otra vida. Y para ello, tendré sus mismas creencias, su mismo Dios, vuestro Dios, que tan dulce consuelo sabe llevar a las almas doloridas...

—También —dijo Leila— yo perdí a mi prometido, y he llevado con resignación esta desgracia.

—Enséñame a ser como tú, querida Leila, desde hoy, hermana Leila...

Nunca supo el Kadí lo sucedido a Sobeya aquél funesto día. A la desesperación que sentía, fue sustituyéndola, una pena dulce y resignada, a medida que el tiempo pasaba y a la vez iba penetrando en ella la consoladora doctrina de las cristianos. Ya ni deseaba morir, sino vivir para rogar por D. Pedro y poder espiar su pecado de haberse querido quitar la vida.

Un día, su padre, cuando la vio tan tranquila y resignada, volvió a hablarle de matrimonio. Azuna, pasados muchos meses de dolor, volvió a su pretensión de desposar a Sobeya.

—Ya se le pasará —dijo a su padre—. Cuando vea lo mucho que la quiero, olvidará al otro... Y conseguiré que me acepte.

—Mucho confías, Azuna y quiera Alá que aciertes; pero no conoces a Sobeya.

Cuando pasado ya más de un año, su padre le habló de ello, Sobeya, dulce, pero firmemente le contestó.

—Nunca consentiré en casarme! Murió a vuestras manos el que amaba y mi corazón ha quedado destrozado para siempre...

—Entonces, ¿qué harás de tu vida?

—Lo que Dios disponga, padre.

—¿Dios has dicho...?

—Si, he dicho Dios. De todos modos, es el mismo al que tú llamas Alá.

—¿Entonces, eres cristiana... como el perro aquél...?

—Soy cristiana, como el que amaba, como el que hubiera sido mi esposo, si no le hubierais sacrificado a vuestro furor... por el delito de amarme... Podéis hacer conmigo lo que os plazca. Y si no os bastó su generosa y joven sangre, tomad la mía también. Pero moriré como él murió. Y viviré como él hubiera deseado que viviera. "Ni al corazón ni alma se le manda."

El padre, desesperado, salió del aposento de Sobeya, con un disgusto grandísimo. Desde aquel día nada le faltaba; pero él no quiso volver a verla.

Poco tiempo después, instruida por completo Sobeya quiso ser bautizada dentro del mayor secreto —cosa que hábilmente preparó su fiel Leila, imponiéndosele el nombre de Rosalía.

—Mi deseo —dijo al Sacerdote— es entrar como novicia en un convento de clausura.

—Pero no debéis hacerlo —hija mía— mientras vuestro padre viva.

—Estoy casi siempre sola, con sus continuos viajes, aún a pesar de su enfermedad.

—Pero no tiene más hija que a vos y está muy enfermo.

—Así es, Padre.

—Pues entonces vuestro deber, es estar a su lado, perdonarle y olvidarlo todo y que muera con el consuelo de, vuestro cariño, ofreced este sacrificio al Señor y si es su divina voluntad, El os abrirá camino...

Las palabras del Sacerdote se cumplieron. Sobeya se portó como buena hija con su padre, cuidándolo y atendiéndolo hasta el último momento.

Una vez cumplidas sus obligaciones de hija, entró en uno de los conventos de clausura de la parte alta de la ciudad, tal vez de las Angélicas, con su fiel Leila, a la que equipó y pagó dote.

A partir de entonces hubo dos monjitas más: Sor Rosalía y Sor Esperanza, de vida ejemplar y triste dulzura sosegada, en el blanco rebaño de las Corderas del Señor.

Y a la ventana donde se atribuyeron estos sucesos se la llamó mucho tiempo, hasta que se reformó la vivienda "El Ajimez de la Mora".




 

0 comentarios:

Publicar un comentario

SÍGUEME EN FACEBOOK