LEYENDA DE LA VIRGEN DE LA CUEVA


Era una de esas bellas alboradas que tiene el Mayo, el  mes de las flores.

Por las tierras de Portugal, y con dirección a Castilla, marchaban dos jinetes entretenidos en conversar, no molestando mucho a sus cabalgaduras para poder disfrutar con comodidad de la mañana.

Los claros crepúsculos que van alejando poco a poco las negras sombras de la noche, hasta que lucen por fin los brillantes rayos del sol; los sencillos cánticos de las avecillas que revolotean de árbol en árbol, yendo de nido en nido; el suave murmullo del arroyo corriendo por entre vistosas florecillas que abren alegres sus pétalos para que en ellos vaya a posarse la juguetona mariposa; las misteriosas armonías con que saluda la creación entera al Creador de la tierra, disponen al más despreocupado a la dulce y consoladora meditación.


Pero los dos jinetes, huyendo de ella, seguían con su animado diálogo:

- Tienes razón, decía el mas joven de los interlocutores; hubiera sentido no disfrutar de tan hermosa mañana.

- Vuestros continuos devaneos, señor, vuestras locuras y placeres enervan vuestro vigor , y robándoos lo mejor de la vida, pasáis ésta olvidando que lleváis un ilustre apellido que lo ennoblecieron vuestros mayores en cien reñidos combates

- Vive Dios, Nurio, le interrumpió el joven caballero, mira que  estás hablador. ¿Quién te manda recordarme mi alcurnia, desvergonzado escudero?.

- Cálmese, señor, vuestra ira, y no desoiga mis palabras.

- Habla cuanto quieras; ya sabes que mi buen padre me recomendó que te escuchara siempre, pero no creo que te diera el encargo de mortificarme en tus continuos sermones.

- Callo, señor, callo, y coso al paladar mi lengua, pues ya veo os desagradará siempre que quiera deciros.

- Lo que te digo yo, escudero del diablo, le volvió a interrumpir su amo, es que no apures mi paciencia.

- Vuestra felicidad deseo señor, y eso es lo que hace sea alguna vez fastidioso como acabáis de llamarme.

- Acaba de una vez con tus gazmoñerías, y mas no me enoje tu lengua charlatana. ¿Quieres acaso que viva siempre dentro de mi viejo castillo, oyendo las necedades de mi insufrible capellán, y las majaderías de mi inaguantable escudero?

- Terminarán éstas si así os place, pero me dispensareis de que os pregunte cuándo se verificará vuestro enlace con la noble y gentil dama que vamos a visitar antes de partir para la guerra.

- Hoy mismo tuviera lugar, Nuño, y mi dicha seria cumplida; pero el conde su padre quiere que pruebe antes de darme la mano de su bella hija, mi valor y nobleza en la guerra que sostiene contra los moros el monarca castellano.

- ¡Y yo me alegro de los buenos deseos del señor conde!

- Vive Dios, exclamó encolerizado el caballero, que ni a él ni a ti os perdonará la ofensa que me hacéis al dudar de mis bríos, si no pensara en Blanca, que tanto es mi amor por ella que consiento oír tales agravios.

- No lo son, señor; ni creáis por un instante que yo haya jamás dudado de vuestro valor. No dudo, no, de vuestros bríos; solo si siento que hasta hoy hayáis pasado vuestra vida en continuos placeres y en licenciosas orgías, haciendo hablar mal a atrevidas lenguas que mas de una vez me he apresurado a castigar.

- Y has hecho bien, Nuño, que sino capaz era de moler a palos al villano mal nacido que haya pensado en ofenderme con sus necias palabras

- Albricias, señor, albricias, le interrumpió su escudero, que allá en lontananza distingo las altas torres del castillo del conde.

- Pon, pues, como el mío tu caballo al galope y luego podremos entrar en él. -Dijo el joven caballero portugués- y seguido de su escudero, se perdieron ambos jinetes entre una nube de polvo que levantaron los caballos al sentirse heridos por la espuela.

Algunas horas después se despedía el joven de su bella prometida en el castillo del conde, su padre, partiendo con este y el viejo escudero a combatir con los castellanos contra los hijos de Mahoma.

Gozoso se hallaba el viejo conde de poder dar por esposo a su bella hija, al noble portugués, después que se distinguiera tanto en varias batallas contra el moro.

No había desmentido su ilustre linaje admirando con su valor a todos los valientes castellanos, y hasta al mismo rey, que le colmara de mercedes antes de volverse el portugués para sus tierras, ansioso de que su compañero el conde le diera la mano de Blanca, como le había prometido.

No quería dilatar tampoco por más tiempo el conde el momento que sabia que deseaban llegase pronto los dos amantes, y aunque alguna vez escuchara en el campamento relaciones nada edificantes de su futuro yerno, estaba tan satisfecho de su valor, que poco se cuidaba de lo demás, no dudando que el amor y cariño de su prometida esposa le harían modificar sus costumbres y olvidar sus juveniles devaneos.

Juntos se encaminaban, los dos caballeros acompañados de sus servidores, y ya estaban muy cerca del castillo del conde, cuando uno de sus vasallos, saliendo a esperarles con lágrimas en los ojos, detuvo a los nobles guerreros para darles una fatal y terrible noticia.


La hija del conde, la prometida del joven caballero portugués, la hermosa Blanca, yacía en el lecho del dolor víctima de una cruel enfermedad, que según el parecer de los habitantes del castillo, la conduciría en breve al sepulcro si Dios milagrosamente no la salvaba.

- ¡Hija mía, hija querida! -exclamó lleno de dolor el conde.

- Al castillo, al castillo, -dijo el que debía ser su yerno, poniendo a escape a su caballo.

- Si, al castillo, al castillo, -repitió el afligido conde, lanzándose todos al galope hacia su feudal morada.

Grandes fueron los extremos que hicieran de su amor en el castillo el padre de Blanca y su prometido esposo cuando se hallaron al lado de la joven moribunda.

En vano fueron los recursos de la escasa ciencia que en el arte de curar había en aquellos tiempos.

La noche del mismo día que volvieran de la guerra los nobles caballeros, murió la hermosa joven, no sin dirigir antes las siguientes tristes palabras a su afligido padre y a su desconsolado amante.

- El cielo quiere, -había dicho a éste, que me separe de tí en el momento que indisolubles lazos iban a unir nuestras vidas. ¡Cúmplase la voluntad del Señor! ¡Adiós, acuérdate de mi, que yo siempre te amaré, y cerca del trono de la Virgen María, que me espera cariñosa con sus brazos abiertos, la rogaré por mi padre y por ti a todas horas!

Pocos días después que muriera la hermosa castellana, la bella prometida del joven portugués, repartía este cuantiosas limosnas en su castillo, abandonándolo más tarde para siempre sin despedirse siquiera de su fiel escudero.

Triste y pensativo desde que perdiera a su amante, siempre fijas en su corazón sus últimas palabras, abrigaba un pensamiento que cuidaba mucho de que nadie lo conociera y que trató de realizar cuanto antes. Por eso se había alejado del castillo, por eso dejando sus ricos trajes y vistiendo un grueso sayo, abandonó sus tierras y sus estados, y deseando volver a Dios, del que se apartara con sus licenciosos  placeres, se decidió a hacer una vida oscura y penitente en un lugar que pudiera estar apartado para siempre de los hombres.
 
Se dirigía en busca de este sitio escudriñando los más ocultos rincones de las montañas, y luego de andar largo trecho, luego de haber dejado atrás, muy atrás los dominios de su castillo, llegó a una escondida cueva de Asturias, no muy lejos del célebre santuario de Nuestra Señora de Covadonga.

Recorrió cuidadoso aquellos sitios, y cuando se hubo convencido de que allí podría entregarse a sus vigilias y oraciones, en medio de la maleza y jarales que cubrían aquellos agrestes lugares, determinó pasar allí el resto de su vida.

Alimentado solo de las yerbas que crecían cerca de la cueva, en incesante oración y con continuas mortificaciones, procuraba borrar sus muchos pecados, y con sincero arrepentimiento de culpas aguardaba el momento de presentarse ante el Eterno, purgada su conciencia de sus pasados extravíos.

Su devoción a la Virgen fue tan grande, de tal modo la adoraba y bendecía, que en uno de los días en que con más fervor invocaba a la celestial Dama, se le apareció ésta y le entregó una imagen suya para que adornara la cueva, la solitaria mansión de su siervo.

Le fabricó el portugués cenobita una humilde capilla dentro de la misma cueva, y agradecido al presente que la Reina de los ángeles le hiciera, quiso guardar avaro aquel tesoro sin que participaran de él las demás gentes.

Pero Dios, que deseaba que a la muerte del arrepentido caballero no se perdiera olvidada la sagrada imagen de su amantísima Madre, hizo una revelación en sueños al señor de Torre Lodeña, caballero muy piadoso, dueño de aquel territorio, quien pudo penetrar por entre aquellos jarales hasta la escondida habitación del arrepentido portugués.

- No paséis adelante, -dijo este al noble castellano cuando le vio acercarse a la cueva, no queráis turbar la paz que aquí solo con su Dios disfruta un pobre pecador.

- Nada temáis, -le contestó el caballero- quien os busca para abrazaros en vuestra solitaria cueva, viene a adorar la imagen de la Santísima Virgen que milagrosamente os diera la celestial Señora.

¡Cómo, sabéis acaso...?

- Si, noble caballero, se que olvidando las pompas mundanales, habéis merecido con vuestras penitencias y oraciones, que el Señor por medio de su amorosa Madre os enviara esa milagrosa imagen que vengo a ver, para postrarme ante ella de rodillas y tributarla mis humildes homenajes de veneración y respeto.

- ¿Quién os ha dicho mi anterior estado? ¿quién os reveló que guardo en la cueva la imagen de la Señora?

- Dios mismo me ha conducido a este sitio.

- Os creo, y pues que el cielo quiere que antes de partir de este mundo, tenga algún trato con los hombres, yo os suplico y os ruego, caballero, que a nadie hagáis sabedor de mi retiro, que a nadie contéis lo que en esta cueva viereis.

- Yo os lo prometo, y pues que ya cerca de vos me hallo, permitidle a uno de vuestros antiguos compañeros de armas que os abrace. ¿Me conocéis? -dijo el caballero- acercándose al cenobita.

- ¿El señor de Lodeña?

- El mismo; vuestro buen amigo que quiere compartir con vos vuestra austera vida.

- No, amigo mío, no; vos no tenéis que llorar pecados como los que yo he cometido, vos no debéis retiraros del mundo abandonando a vuestra familia que os ama y procura imitar vuestras virtudes; venid conmigo a adorar a la Santísima Virgen, y pues que Dios os ha conducido hasta aquí, Dios os sabrá volver a vuestros dominios.

- No saldré de vuestra cueva, mientras no me relevéis de la promesa de no der a conocer a nadie vuestro retiro. Que vean las gentes a la sagrada imagen de la amorosa Madre de los cristianos; que pueda yo con ellos volver a adorarla y bendecirla en esta cueva, en la capilla que yo la mandaré fabricar, y entonces me iré de aquí, no de otro modo.


- Me juráis -le preguntó el portugués cenobita-, no revelar a nadie mi nombre.

- Os lo juro -exclamó el de Lodeña.

- Con esa condición, aunque con sentimiento, os permitiré descubrir esta cueva a las gentes, para que vengan a adorar a la sagrada imagen de mi protectora, la Virgen María.

Inútilmente se esforzó el piadoso señor de Torre Lodeña por conocer las causas que determinaran a su joven amigo, el caballero portugués, a vestir aquel tosco sayal, y a vivir en tan escondida cueva.

Le había conocido siendo galanteador, alegre y siempre deseoso de armar escándalos entre sus compañeros; pero respetando el silencio de su amigo, no pensó ya mas en molestarlo, y cuando se volvía para su señorío, le hizo otra vez juramento de no revelar a las gentes el nombre del penitente caballero.

Se divulgó pronto la noticia que diera el de Lodeña a sus vasallos, y ansiosos estos de conocer la cueva donde se albergaba la preciosa imagen de la Virgen Santísima, acudieron presurosos guiados por el piadoso caballero al sitio que habitaba su antiguo compañero de armas.

En breve tiempo se construyó una nueva capilla a la Virgen a expensas del señor de la cercana Torre, declarándose protector del nuevo santuario.

Por espacio de muchos siglos, conservaron los señores de Lodeña el patronato de la ermita de la Virgen de la Cueva, recayendo en la actualidad este patronato en los señores marqueses de Vista-Alegre.

La cueva tiene de boca, según algunos curiosos viajeros que la han visitado, 106 pasos, 99 de fondo, y unos 50 de altura.

Su techo, que presenta la figura de una gran concha, es de peña áspera y desigual.

La imagen que le trajera de los cielos la Virgen al arrepentido caballero, es de talla toscamente esculpida, y la capilla donde se halla colocada, es de madera, siendo el altar obra del siglo XVII.

Esta humilde capilla formaba antiguamente el santuario, pero hoy aun pueden verse dos capillas de más moderna construcción dedicadas a San José la una, y la otra a Nuestra Señora del Carmen.

Las capillas están cerradas por una gran verja de madera por la que se distingue su interior, y se abre solo para la celebración de la misa.

El día 8 de Setiembre se celebra la romería de este tan venerado santuario de la Virgen de la Cueva.

Si alguno de nuestros lectores visita también aquel religioso retiro escuchará de boca de los sencillos aldeanos la piadosa leyenda que acabamos de narrar.

 


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