MAGNIFICAT. ORACIÓN Y EXPLICACIÓN



Proclama mi alma la grandeza del Señor,
y se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán
todas las generaciones,
pues el Poderoso
ha hecho obras grandes en mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

Él hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de la misericordia
como lo había prometido a nuestros padres
en favor de Abrahán
y su descendencia por siempre.

Amén

La Visitación 

El ángel ha anunciado a María que su anciana prima ha concebido. Con esa espontaneidad de un alma dócil a los impulsos del Espíritu se apresura a ir a verla. Luc 1: 

39 En aquellos días se puso María en camino y con presteza fue a la montaña, a una ciudad de Judá. 

40 Y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. 

 41 Así que oyó Isabel el saludo de María, exultó el niño en su seno, e Isabel se llenó del Espíritu Santo 

42 y clamó con fuerte voz: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! 

43 ¿De dónde a mí, que la madre de mi Señor venga a mí? 

44 Porque así que sonó la voz de tu salutación en mis oídos exultó de gozo el niño en mi seno. 

45 Dichosa la que ha creído que se cumplirá lo que se le ha dicho de parte del Señor». 

María saluda primero, con la humilde deferencia de una joven hacia su anciana prima. Luego todo es un misterio maravilloso de silencio, de secreto y de alegría. María no dice nada más que un saludo, y ya Isabel lo sabe todo. El precursor, desde el seno de su madre, reconoce a su redentor, sale a su encuentro, dirá el continuador de la Leyenda Dorada, y le recibe por el ministerio de María. 

En cuanto María tiene a Cristo, comunica la gracia del Señor. Desempeña por primera vez su cometido, que es darnos a Jesús. Juan salta de alegría; Isabel se siente poseída del Espíritu, clama con fuerte voz y es la primera de la serie de los hombres que, hasta el fin de los tiempos, proclamarán la grandeza de María. Isabel se inclina profundamente ante la Madre de su Señor. 

Es preciso contemplar la fuerza de esta expresión: la Madre de su Señor, esto es, de Dios mismo. Isabel no puede tener conciencia del pleno sentido de sus palabras, pero se las dice a la Virgen; la llama la madre del Mesías. 

Oímos saludar por vez primera a María como Theotokos, Madre de Dios. El entusiasmo profético se desborda en la proclamación de la primera bienaventuranza, que contiene y anuncia las del Sermón de la Montaña: 

Bienaventurada el alma que cree en su vocación, por misteriosa que pueda ser, ya que esa vocación se cumplirá. El entusiasmo profético se enciende luego en María, y responde a Isabel con una serenidad que San Lucas señala al contraponer la fuerte voz de Isabel y el simple decir de la Virgen. 

46 Dijo María: «Mi alma engrandece al Señor, 

47 y exulta de júbilo mi espíritu en Dios, mi Salvador, 

48 porque ha mirado la humildad de su sierva; por eso todas las generaciones me llamarán bienaventurada, 

49 porque ha hecho en mí maravillas el Poderoso, cuyo nombre es santo. 

50 Su misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen. 

51 Desplegó el poder de su brazo y dispersó a los que se engríen con los pensamientos de su corazón. 

52 Derribó a los potentados de sus tronos y ensalzó a los humildes. 

53 A los hambrientos los llenó de bienes, y a los ricos los despidió vacíos. 

54 Acogió a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia. 

55 Según lo que había prometido a nuestros padres, a Abraham y a su descendencia para siempre». 

Es «la paz de Cristo que exulta en el corazón» según el deseo que expresará San Pablo a los Colosenses (Colos 3,15). El carácter del Magnificat aparece de un modo particularmente notable cuando se compara con el cántico de Ana, la madre de Samuel, en el que se inspira (I Sam 2,1-10). 

María, conocedora de las Escrituras, toma de ellas las palabras, con una perfecta espontaneidad, para exponer los impulsos de su alma. Los dos cánticos comienzan con la acción de gracias y la alabanza. 

Pero Maria no tiene ni una palabra que suene a una exaltación demasiado humana, no se habla de enemigos en los primeros versículos del 46 al 50 que corresponden a los dos primeros del cántico de Ana; por el contrario, María explaya un corazón enteramente transformado por la humildad, y extiende su mirada sobre los siglos de la historia entera del mundo, donde, como se lo anunciaba su prima, se le llamará bienaventurada. 

María no sólo alaba el poder y la santidad de Dios, sino también su misericordia. Luego (51-53) contempla cómo Dios vuelve a dar su sentido a las cosas humanas. Ana se extiende mucho más en esto, y con algún desorden (I Sam 2,3-10). María tiene el orden, la fuerza y la sobriedad. 

Resume todo en tres puntos: la sabiduría humana («los que se engríen con los pensamientos de su corazón»), el poder humano y la riqueza humana son confundidos. Finalmente, el pensamiento mesiánico que Ana evocaba con una simple palabra (versículo 10b), es expresado de un modo extenso (54 y 55), acentuando, como siempre, la misericordia divina. 

56 María permaneció con ella como unos tres meses y se volvió a su casa. El Evangelio no nos dice nada acerca de las razones de esa estancia, ni especifica si María esperó a que Juan naciese o dejó antes a Isabel. 

Lo segundo es lo más probable [1]. Meditemos sobre esta prolongada presencia de la Madre de Dios, y la comunión de aquellos dos secretos de gracia.



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