EL PEREGRINO DE TIERRA SANTA


Se refiere esta preciosa leyenda a los tiempos en que, conquistada ya Cuenca por Alfonso VIII, todavía no hablan decretado los Reyes Católicos la expulsión de los judíos. Dice así:
 
Cubierto de polvo, con un pardo sayal y su báculo, penosamente avanzaba hacia la muralla de la ciudad de Cuenca un peregrino. Corría el año del Señor de 1458.

El penoso caminar, las innumerables penalidades del viaje, se han marcado en su rostro, que en otro tiempo debió ser de varonil hermosura. Barba crecida, cabello enmarañado y señales de sufrimiento, han dejado sus huellas indelebles sobre el caminante.
 
Al entrar dentro del recinto de la ciudad, se posterna y por tres veces besa la tierra.
 
—Loado seáis, Dios y Señor, que me permitís volver a esta ciudad. Si hubiera podido verse su rostro, se habría contemplado cómo las lágrimas corrían por sus tostadas mejillas.

Al momento algunos chiquillos se acercaron al peregrino que, sonriente, en medio de su pena, los miró complacido. 

—¡Un peregrino, un peregrino...! —gritaron al instante.

—.Si, hijos míos, un peregrino. 

—Hermano, ¿viene usted de muy lejos? —dijo uno mayorcito.

—Si, de muy lejos: de Tierra Santa.

—Anda, de Tierra Santa. ¡De donde el Señor padeció su muerte...!

—Justo: de donde los judíos crucificaron al Señor. Y ahora decidme, ¿sabéis si viven todavía los señores Sánchez de Xaraba?

—Me suena el nombre —dijo el mayor—. Debe ser por la parte alta de la ciudad.

Un caballero que se acercó al corro y había oído la pregunta y la respuesta, contestó:

—Esos señores pertenecen a la aristocracia de Cuenca y viven en la calle de San Pedro. Vamos, vive la señora, porque el señor, a raíz de la desgracia y desaparición de su hijo, murió cristianamente. La señora vive sola, con sus viejos criados y sus recuerdos.

—Gracias, caballero, y que Dios os lo pague.

Tal emoción vio el señor en el peregrino, que le preguntó:

—¿Acaso lo conocíais?

—Tantas veces oí hablar de ellos a un compañero peregrino, que me son conocidos todos los sucesos.

Penosamente subió las tortuosas y empinadas calles de Cuenca antigua. Dio cortésmente las gracias al caballero y se excusó de su compañía diciéndole:

—Vuestra merced subirá más deprisa. Yo vengo muy cansado y he de hacer frecuentes paradas hasta llegar allá.

El peregrino lo que deseaba era reponerse de la dolorosa sorpresa del fallecimiento del señor Sánchez de Xaraba y a la voz saborear con delectación dolorosa cada rincón, cada calle, cada edificio que fuera encontrando y que le traería tantos recuerdos. No deseaba tampoco dar noticia de su llegada, ni contar a nadie los hechos dolorosos que le hablan impulsado a emprender su peregrinar.

Un ratito se iba entreteniendo en cada sitio y con frecuencia sus ojos se cuajaban de lágrimas. ¡Ah, los hermosos tiempos en que él podía verse a hurtadillas con la hermosa Raquel! Mejor dicho, con Soledad, que así la pusieron cuando, instruida en la Santa Religión de los cristianos, le cambiaron el nombre.

Suspiró profundamente y siguió caminando por las tortuosas callejuelas que conducían hasta la parte alta. Se detuvo un momento en la Plaza Mayor y pasó a la Catedral, que antes fue mezquita mora.

Esta visita le confortó extraordinariamente. Más de dos horas pasó en el templo y ya más sereno, subió por la calle de San Pedro. Frente a una fachada, que ostentaba el escudo nobiliario sobre la puerta principal, se paró el peregrino. Dio un fuerte aldabonazo.

Por un balcón, asomándose una criada, le contestó:

—¿Qué desea el peregrino?

—Ver a la señora.

—Espere, hermano, que ahora mismo se lo diré.

Al poco rato la ancha y claveteada puerta se abrió, dejando ver un enorme portalón de donde arrancaba la escalera principal que conducía a los pisos superiores.

—Por aquí, hermano. La señora le espera.

Atravesaron varias estancias, amplias y bien amuebladas, con lujo y sobriedad. Los muebles de nogal tallado y amplios sillones frailunos, de asiento de cuero repujado, cuyo respaldo ostentaba el mismo escudo que coronaba la puerta principal y que se repetía en los demás muebles y cortinajes de terciopelo rojo, dejaban la estancia velada en suave penumbra.

La señora, alta, delgada, esbelta y dignísima, le recibió con el mayor afecto.

El peregrino se inclinó ante ella esperando licencia para hablar.

—Me han dicho que deseabais verme, hermano.

—Así es. Y a la vez pedir a Vuestra Merced un señalado favor, si por caridad podríais alojarme en vuestra casa.

La señora quedó sorprendida.

—¿Alojaros, decís...?

—Señora, eso digo. A nadie conozco en la ciudad y me han dicho que Vuestra Merced. es caritativa y bondadosa. Por eso me he atrevido a llamar a vuestra puerta. No tengo ni dinero ni amigos. Deseo reposo y silencio, porque vengo tan cansado...

—¿Venís de muy lejos, hermano?

—Sí, de muy lejos: de Tierra Santa.

—¡Cuántas penalidades habréis pasado, pero cuántas y qué interesantes cosas habréis visto!

—Muchas. Sobre todo las calles que recorrió el Señor en su Pasión, su sepulcro sagrado, la calle de la Amargura... ¡Tantas cosas...!

—Yo también hubiera deseado hacer esas visitas, pero solamente podré hacerlas en espíritu.

La señora se fijó en el rostro del peregrino que, aunque desfigurado por las penalidades y sufrimientos, le parecieron de un hombre relativamente joven. Y por sus modales, intuyó que era persona de fina educación.

—¿Permaneceréis mucho tiempo en Cuenca?

—Dios dirá, señora. Nosotros, ¿qué sabemos de los designios de Dios?

—Perdonad, hermano. Tenéis razón. Lo decía únicamente...

—Señora: no la molestaré, ni tampoco a sus servidores. Mejor dicho: lo menos posible incomodaré en la casa. No necesito más que un sitio, sea el que fuere, para pasar la noche... Un camastro en las cuadras o en la cochera...

—Se le destinará una habitación independiente en el patio. Allí estará usted completamente a sus anchas, tendrá la soledad que desea, con toda libertad, sin más limitaciones que estar en la casa antes de la hora de cerrar por la noche.

—Gracias, caritativa señora. En oraciones trataré de corresponder a la caridad que me demuestra. Sólo esto: un pobre peregrino nada tiene y nada puede dar. También rogaré por sus difuntos.

—Ah, ¡mis difuntos! —dijo la señora enterneciéndose—. ¡Qué amargos recuerdos...! ¡Mi hijo Fernando, mi pobre esposo...!

—Tenía Vuestra Merced un hijo..., ¿y ha muerto...?

—Un hijo tenía. Y si viviera, debería tener aproximadamente su misma edad. Pero no sabemos qué habrá, sucedido ni si es vivo o muerto. Porque de no haber sido así, ¿cómo no iba a haberse acordado de su madre?

—Siento sus desgracias, señora.

—En memoria de aquel hijo desaparecido, a raíz de una terrible tragedia familiar, encontrará, hermano, en esta casa (triste hoy tanto como antes era alegre y dichosa) alojamiento y comida, mientras quiera estar.

La señora quedó muda, absorta en sus tristes recuerdos. El peregrino respetó este silencio contemplando a la dama con respetuosa compasión. Parecía ausente de todo cuanto la rodeaba. Al fin, el peregrino exclamó:

—Señora: todos en el mundo llevamos penas y a veces tragedias increíbles. Si el Señor llevó Cruz, ¿cómo vamos a evitarla los pecadores?

—Razón tiene, hermano.

Y tirando de un grueso cordón de seda, en cuya terminación habla una gran borla, al momento apareció una sirvienta, a la que ordenó:

—Di a Gervasio que prepare para el peregrino la habitación del patio, sala y alcoba, poniendo en ella todo lo necesario de aseo y demás para alojar al hermano peregrino que viene de Tierra Santa. Y dirigiéndose a él, le dijo afectuosamente:

—Cuanto necesitéis, Gervasio os lo dará. Se os servirá la comida en vuestra misma habitación. Y si algo queréis, con sólo tirar del cordón de la campanilla (que comunica con las habitaciones de Gervasio) él os atenderá...

—No creo que olviden paneros velas para la noche. Inmediatamente tendréis dispuesta la habitación. Podéis esperar en el vestíbulo, que os avisarán...

El peregrino quedó solo un buen rato. Mientras, repasó mentalmente su dolorosa historia. Hacía ya más de veinte años que, siendo joven y apuesto, con brillante porvenir, abandonó Cuenca. Entonces sus padres vivían en una casa diferente. Después pasaron a la que actualmente ocupaban, que era más reducida y pertenecía a los cuantiosos bienes heredados a la muerte de una tía de la señora. Su mente reprodujo la historia con toda fidelidad. ¡Tan grabadas tenía todas las cosas, no solamente en su imaginación, sino en el alma!

¡Raquel, mi adorada Raquel, mi Soledad...! —suspiró—: Si desde el cielo ves a tu pobre Fernando, manda consuelo a mi corazón. Tú eras joven y bonita, amada con pasión por el heredero de una de las más ilustres familias conquenses. Correspondían a su cariño y por amor a él, te habías convertido en una perfecta y buena cristiana. ¡Qué alegría para los dos el día de tu entrada en la Iglesia de Cristo! ¡Qué rosados proyectos de felicidad para nuestra próxima boda! Pero la fatalidad e interpuso entre nosotros. Y tú, pobre inocente y buena Soledad, pagaste con tu preciosa vida la sentencia del Sanedrín! Rechazaste a Samuel, el hebreo que tu padre Manasés te destinaba para esposo... ¡Porque ya habías elegido a tu Fernando...! gruesas lágrimas resbalaron por las macilentas mejillas del peregrino.

Los temores de Soledad se confirmaron. La última tarde que la vio le dijo.

—Mi padre debe saber lo que sucede. Me da miedo mirarlo.

Después, pudo enterarse cumplidamente D. Fernando. El Sanedrín, oídas las acusaciones en que el más encarnizado enemigo era su propio padre, celebró sesión extraordinaria a modo juicio para juzgar el caso de Raquel.

Abraham vuelve a leer despacio las acusaciones y muestra nuevamente las pruebas.

Oídas y examinadas cuidadosamente, el que presidía dijo:

—Manasés, ¿puedes alegar algo en defensa de tu hija?

—Nada. Como no sea que el cariño de ese cristiano que la ha cegado de tal modo, que por él ha renunciado a su religión, su familia y su raza...

—ya ves, que las pruebas que poseemos confirman en todo las acusaciones.

—Prefiero verla muerta a que sea del cristiano.

—¡Que pague su traición según la Ley del Talión!

—Eso es: "¡Ojo por ojo y diente por diente!".

—Antes de sentenciar, hemos de oír a la inculpada.

—Tráela, Isaac...

Al poco rato trajeron a la infeliz Raquel. A empujones, toda encadenada, el pelo suelto, con una fuerte mordaza en la boca que le impedía hablar.

—Soltadla (ordenó el Jefe de la asamblea).

Y así lo hicieron.

—Quitadle la mordaza y ponedle un asiento, porque veo que se va a caer.

—Siéntate (ordenó el sacerdote judío). Y ahora contesta: ¿Es cierto que estás enamorada y sostienes relaciones amorosas secretas con un tal perro cristiano, llamado D. Fernando? ¿Y que, además, ibas a casarte con él?

La joven calló. Estaba abrumada y sabía que se jugaba la vida y tal vez también la de D. Fernando.

—Contesta (repitió el Juez). De nada te vale negar, puesto que poseemos todas las pruebas, porque una de nuestra raza que nos es fiel (aunque finge ser cristiana para mejor servirnos), nos ha proporcionada cuanto podíamos necesitar.

—Entonces, si todo lo sabéis, ¿para qué habéis de atormentarme?

—¿Estás dispuesta a adjurar de la falsa religión de Cristo y a hacerte de nuevo judía?

—Eso, ¡nunca! Ya no deseo tener otra religión en la vida y en la muerte, que la Cristiana.

—Luego, ¿no estás arrepentida de haber dejado tu religión y haber traicionado a los tuyos, por seguir al tal D. Fernando, tu amante?

—No he traicionado a nadie, Cada uno debe ser libre de escoger sus creencias.

—¿Y dónde has aprendido esas leyes?

—Los cristianos no fuerzan a nadie a que crean a no. Además, muchos de vosotros, ¿no sois o fingís ser también cristianos?

—Eso, que fingimos serlo, para salvar nuestros intereses y para vengarnos de los que nos traicionan.

—Pues yo soy cristiana de corazón. Podéis hacer lo que queráis.

—¿Con que pensabas casarte con ese cristiano y hasta estás bautizada según rezan estos papeles que tengo en la mano?...
¡Soledad...!

Un grito ahogado se escapó de la garganta de la infeliz, por comprobar que estaban al tanto de todo lo ocurrido. Ella sabía que en casos semejantes la pena aplicada había sido de Muerte. Pero no solamente muerte rápida y piadosa, sino muerte cruel.

—Elías (llamó el Jefe del Sanedrín).

—Dime, ¿qué quieres?

—Que pongas estas pruebas en manos de Manasés, para que compruebe plenamente la traición de su hija.

—Ahora, como un buen judío que eres (dijo dirigiéndose a Manasés) tú mismo has de ser quien pronuncia la sentencia de tu hija, por traidora y perjura.

—No tengo que dictarla: La misma que se ha aplicado otras veces en casos semejantes, es la que debe sufrir Raquel. La Ley del Talión: puesto que tanto ama a su nuevo señor, que muera como él y sufra los mismos tormentos: ¡Ha de morir crucificada!

Al oír la bárbara sentencia la infeliz Raquel cayó exánime, desmayada, a los pies de sus verdugos.

—Esta misma noche se cumplirá la sentencia. Empezará a tres de la madrugada y será en el subterráneo del templo a que nadie pueda oír sus voces. Y, por tanto, no pueda pararla nadie. Antes de que, por algo imprevisto, puedan enterarse los cristianos y sus odiosas autoridades... ¡Esta madrugada, todo quedará cumplido!

¿Quién podría medir el alcance de lo que es capaz de hacer un enamorado valiente e impulsivo, que injustamente se ve herido en lo más sensible y querido, que, es su amada?

Habían pasado pocas semanas cuando D. Fernando, temeroso de que algo malo le hubiera sucedido a su amada Soledad (que ya no había vuelto a verla) a pesar de todo compró el secreto a un usurero judío, que todo le era igual, excepto el dinero.

—Todas las seguridades te doy, Levi, si me dices lo que han hecho de Raquel. ¿Ves este oro...? ¡Todo es para ti si me dices la verdad! He de comprobar cuanto me digas, pero ten en cuenta que si mientes, no quedas para contarlo.

Los ojillos vivos y penetrantes del judío brillaron de codicia al ver la bolsa de seda repleta de monedas doradas, que el joven sostenía en su mano. Al mirar a D. Fernando, comprendió claramente que era capaz de todo. Pero titubeó ante la gravedad del caso.

—Si no me lo dices (repuso D. Fernando) daré parte inmediatamente a la justicia; te culparé de la desaparición de Raquel; darás en la horca y tus bienes serán confiscados... Ya lo sabes, Leví (repitió exasperado D. Fernando). O me dices inmediatamente la verdad de todo lo sucedido o te acuso a ti...

—Sabe Vuestra Merced que yo en nada me he metido.

—Pero tú formas parte del Sanedrín y sabes lo ocurrido. Y también puedes elegir: habla por las buenas (y te ganas un montón de oro) o, si prefieres callar, el tormento aflojará tu lengua...

—Bien, señor: hablaré, pero si supieran que yo lo he dicho...

—Nunca lo sabrán.

Leví contó lo ocurrido sin omitir detalle alguno. D. Fernando lo oía traspasado de pena y cólera. Sus ojos daba miedo mirarlos, pero Levi, dirigiendo furtivas miradas al oro, no pestañeó al referir cuanto había sucedido.

—¿Conque la misma noche que la sentenciaron, cumplieron su bárbara sentencia?

—Así fue, señor.

—¿Y muxió crucificada, como el Señor?

—Sí. Y siendo fiel hasta el último momento a vos y a sus nuevas creencias.

—¿Y quién dictó tan bárbara sentencia?

—Su mismo padre, el mismo que tuvo en sus manos las pruebas de que era cristiana y de que estaba bautizada con el nombre de Soledad.

—¿Y dónde la tienen enterrada?

—Eso ya no lo sé. Como a mí me repugnan esas cosas, solamente asistí al juicio. Lo de la crucifixión me lo contó un amigo, que yo tampoco lo vi. Pero sé que fue así.

—Toma, pues, tu oro. Estate tranquilo, que nunca sabrán por quién me he enterado. Soy un caballero, descendiente de nobles hidalgos y por nada en el mundo te delataría. Cumplo mi palabra, te entrego el oro y creo que no tendré que molestarte más...

—Jehová os guarde, noble señor (dijo Levi, tomando ávidamente la bolsa a la vez que hacía varias reverencias ceremoniosas, apretando el oro contra su pecho, entre sus afilados dedos, que más bien parecían garras).

A los pocos días de la confidencia de Leví, el padre de Raquel apareció en el barrio judío atravesado por varias estocadas, que le habían dejado muerto en el acto...

Pasaron unos días sin que nada se supiera, ni pudo averiguarse nada respecto a la muerte misteriosa de Manasés. D. Fernando desapareció de Cuenca sin dejar rastro ni despedirse de nadie. Ni siquiera a sus padres dijo una palabra. No hubiera tenido valor suficiente para dejarlos, sobre todo a su buena madre.

El único que conocía la verdad de todo lo sucedido fue Gervasio, el ayuda de cámara de su padre y ayo suyo, que casi lo había criado y lo quería de corazón como a un hijo. Bajo juramento de silencio, el joven le confió sus propósitos a fin de que lo supieran sus padres después de su marcha. Gervasio, el fiel y viejo criado, había sido también el confidente de sus desgraciados amores y por eso D. Fernando fue a la única persona a quien le contó todo. También amaba a Soledad, quizá por lo mucho que D. Fernando la quería.

—No quiero estar en esta hermosa ciudad, que toda ella está llena de tristes recuerdos para mí.

—¿Y vuestros padres, señor...?

—Más sufrirían de verme sufrir que de saberme lejos. He matado al padre de Soledad y todo me abruma.

— ¿No volveremos a saber del señor?

—Probablemente. No tengo deseos de renovar diariamente mi pena ni ver el paisaje ni calles que vi con ella y que a cada momento me la recordarían, renovando la tragedia.

¡Cuántos años, cuántos sufrimientos, cuántas torturas desde entonces! Y qué cambiado debería estar para no haberle reconocido nadie. ¡Ni siquiera el viejo Gervasio, ni nadie de la servidumbre, ¡ni su madre...! Claro que él rehuía encontrarse con los pocos servidores que de entonces quedaban. Incluso con Gervasio, cuando tenía que entrar en la habitación. Con su capucha bien echada sobre la cara, más parecía una sombra que un hombre viviente...

Varios años habían transcurrido. El peregrino continuaba alojado en el palacio de la señora viuda de Sánchez de Xaraba, a la que veía poquísimas veces. Y nadie se enteró de la personalidad de su huésped. Un día se puso tan grave que, a pesar de los ruegos del peregrino, Gervasio creyó prudente avisar al Médico y a un Sacerdote. El Médico dijo:

—Ya no tiene remedio.

El Sacerdote salió exclamando:

—Ha sido un mártir...

El piadoso Gervasio, al amortajarlo, vio que en el brazo izquierdo tenía una enorme cicatriz. Sin duda en el aprendizaje, de esgrima habría tenido algún accidente... O tal vez algún duelo.En ese mismo instante recordó...

Asombrado y confuso pensó:

—También D. Fernando tenía una cicatriz parecida y también en el brazo izquierdo. Una sospecha pasó por su imaginación: ¿Sería él? ¿Habría o capaz de vivir, como San Alejo, sin decir una palabra?

Miró entonces el fiel criado una bolsita que el peregrino llevaba al cinto sujeta con un cordón de seda negro. La abrió con mano temblorosa y pudo ver una medallita de la Virgen de las Angustias. En el reverso decía: "Fernando.-2 de mayo de 1435".

—¡El es! ¡El es! No me cabe la menor duda.

Lágrimas de dolor amargo cruzaron las mejillas atezadas anciano. ¡Mi señor y sin sospecharlo nadie...! ¡D. Fernando Sánchez araba!

Es preciso que hable con el Sacerdote que le ha confesado. Y puesto que ya ha fallecido, no creo tenga inconveniente en asesorar de la verdad que he descubierto.

El criado que le ayudaba en la piadosa misión de amortajar al peregrino, que presenció esta escena, no tuvo más remedio que enterarse también de la verdadera personalidad del difunto. Gervasio le ordenó silencio, mientras él corría a hablar con el sacerdote.

—Has supuesto la verdad, buen Gervasio. El peregrino de Tierra Santa y tu antiguo señor D. Fernando Sánchez de Xarava son una misma persona. y viviendo pobremente, siendo el dueño de todo el capital de la Señora? ¿Cómo un pobre mendigo...?

—Así lo deseó. Y hasta me rogó que nada dijera, Pero puesto que lo has descubierto y él ya goza de la paz y gloria de Dios...

—La cicatriz y la medalla, dos pruebas definitivas, así lo demuestran.

—La señora deberá saberlo. Al fin es su hijo.

—Eso a tu elección lo dejo. No sé qué será más penoso para ella, si dudar que aún vive o saber que lo ha tenido varios años albergado en su casa, sin saber que era su hijo...

—Es mejor que sepa la verdad. Y que se le haga un entierro como a su categoría y alcurnia corresponde.

—Nada de eso. El quiso vivir y morir pobre y desconocido. El deseaba ser olvidado. Y para purgar su culpa de matar al padre de su prometida, ha pasado innumerables penas y trabajos. Y bien justificado ha ido. Bien purgó su arrebato y venganza por la muerte de su Soledad, ya que por los crímenes de los judíos fue impelido sin reflexionar que, muerta su prometida, nada podría ya remediar su venganza.

—Padre: Ayúdeme a decirlo a la señora. Al menos, que tenga la alegría de abrazar a su hijo y saber que en el cielo tiene un mártir y un santo.

El tiempo, que todo lo destruye, ha borrado tal vez el escudo nobiliario del palacio de la ilustre estirpe de los Xarabas. Ni siquiera hemos podido localizar el viejo solar o casa solariega de estos próceres conquenses: los Sánchez de Xaraba, antecesores del peregrino de Tierra Santa.

Tal vez ni cimientos queden de su señorial vivienda, o esté transformada en otras diferentes de lo que antaño fue. Lo cierto es que, como otras veces, tan sólo se ha salvado la trágica leyenda que nos habla "de amores, venganza y arrepentimiento" de un joven señor que para expiar la culpa de su arrebatada venganza, por la muerte de su amada, vivió largos años, tras recorrer lejanos países como penitente, en la casa solariega de sus mayores como un mendigo.





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