LA POSADA DE LAS ÁNIMAS

 

La antigua posada conquense, que todavía se denominaba a principios de siglo con el mismo nombre, en tiempos de Enrique III, era la mejor de la ciudad. Céntrica, bien instalada (conforme a aquellos tiempos) y atendida con esmero, reunía dentro de su recinto lo más distinguido de los viajeros que a Cuenca llegaban.
 
Tenía también algunos huéspedes fijos, estudiantes sobre todo, quizá buscando mejor profesorado que el que pudieran ofrecerles sus pueblos, o tal vez por estar mezclados en alguna contingencia política. Este último caso era el de D. Hernando. El joven militar llegó a Cuenca y se hospedó en la Posada de las Animas, aunque él seguía su carrera en Madrid.

La joya del posadero era su hija Antonia, que apenas acababa de cumplir los dieciséis años, cuando empieza nuestra historia. Bellísima, alta y delgada, buena y hacendosa, desde el primer momento que vio a D. Hernando se enamoró de él. El joven madrileño era guapo y gentil, bien educado, enamoradizo y de familia distinguida. También D. Hernando se enamoró de Antonia, pero nunca entró en sus cálculos casarse con ella. El quería pasarlo bien en Cuenca y nada más. Antonia no había tenido nunca novio y aquel militar gallardo se le metió en el corazón. El problema quedaba planteado.

Ella era una sencilla y noble criatura, que miraba a D. Hernando como a un ser superior. Además de las cualidades que poseía el galán, su virginal corazón, amor y ardiente fantasía, lo adornó a su gusto, con los laureles de talento y el valor de un héroe. ¡Hizo de él un semidios! La niña soñaba con cosas elevadas y grandes... El galán, con decirle palabras bonitas, que se las repetía a cuantas le gustaban.

Bien lo dice el cantar: "Ausencia es aire, que apaga el fuego chico y aviva el grande". Días felices pasó Antonia soñando con aquel amor ideal, que no existía como tal, sino para ella.
 
—Volveré, querida mía (le repetía una y cien veces D. Hernando al marcharse). Y entonces nos casaremos y viviremos felices por toda la vida.
 
—No volveréis, tal vez, ni a acordaras de la que tantísimo os ama (repetía ella con los ojos llenos de lágrimas).
 
—Os juro que volveré en cuanto pueda y entonces os haré mi esposa.
 
—¿Juráis volver a desposares conmigo?
 
—Pues claro que lo juro, una y cien veces.
 
—Pensad que el juramento es cosa sagrada que ha de cumplirse.
 
—Y lo cumpliré como os lo prometo. ¿No sabéis que sólo en vos pienso, con vuestro amor sueño y solamente a vos quiero...?
 
—Como tenéis esa fama de enamoradizo, tal vez le digáis a otras igual que a mí me habéis dicho. ¿Os importarla repetirme el juramento delante de la Virgen de la Luz, a la que tanto he rogado y ruego por vos?
 
—Claro que os lo volveré a jurar delante de quien queráis.
 
—Pues bien: esta misma tarde, la última que pasaréis en Cuenca, los dos visitaremos su santuario y allí repetiréis vuestra promesa.
 
—Si así os quedáis contenta, lo haré.

Al declinar la tarde de aquel mismo día, una pareja de enamorados oraban en el Santuario, ante la Patrona de Cuenca. De haber podido leer en el corazón del galán, habríamos visto algo de afecto y un vago temor por la promesa de casamiento que acababa de hacer a Antonia y que no pensaba en modo alguno cumplir.
 
En ella, inmenso dolor por la separación forzosa que tendría lugar al día siguiente. A ratos esperanza, a intervalos duda. Lágrimas fluían sin cesar por los hermosos ojos negros de la doncella. Sus amorosas miradas las repartía entre la sagrada imagen a la que veneramos todos los conquenses (la virgencita milagrosa que alumbró a Alfonso VIII en su conquista) y D. Hernando, al que, como cada vez le parecía más distante e inasequible su cariño, el amor de la joven era cada vez más exaltado. Su amoroso corazón le anunciaba que su novio se iba para no volver. Y ella sabia que jamás podría amar a otro hombre, después de haber amado a D. Hernando. ¡Qué guapo y apuesto era! ¡Y qué de cosas bonitas sabía decir! Cuando D. Hernando hablaba, le oía embelesada, cual música dulce le sonaban sus palabras. ¡Solamente sabía admirarlo y quererlo! ¡Ah!, si ella con su vida hubiera podido preservar la de su amado.
 
Pero él marcharía lejos, entre los azares de la política, a otras tierras donde habría muchachas bonitas y, tal vez, otros amores borraran del corazón de D. Hernando el de esta noviecita sencilla y buena, que con toda el alma le quería.

En vano esperó la enamorada doncella noticias de su galán. Pasaron los días en terrible angustia de espera. ¡Nada! Ni una carta, sin dar señales de vida el que era su vida entera.

Con inmensa pena recordaba los amorosos coloquios, las frases de D. Hernando, sus promesas. Pero la realidad se imponía y día a día moría su esperanza, creyendo que al siguiente, tal vez, tuviera la carta deseada.
 
No encontraba distracción ni anhelo en sus quehaceres femeninos. Ya nada le interesaba, puesto que él no había de verlo. La vida le parecía tristísima sin él y no sentía deseos sino de estar sola para llorar por su amor perdido. Las cosas que antes le divertían, ahora la abrumaban de dolor. Las fiestas agudizaban su pena y cuando más animación había en la ciudad, se sentía más sola y triste.
 
Perdió par completo el apetito y lo poco que tomaba era a fuerza de ruegos de su madre, que la veía languidecer y enfermar de día en día.
 
—Hija mía (le repetía) vas a enfermar. De seguir así, te mueres sin remedio.
 
—¿Y para qué necesito vivir, madre?
 
—¡Qué pena oírte decir semejante cosa, a tus quince años! Aunque no fuera más que pensando en tus padres, en tus hermanos...
 
—Para mí sería una alegría muy grande morirme, madre.
 
—No digas eso, por Dios, hija de mi vida. No merece el olvidadizo D. Hernando una joya como tú. Miles de hombres hay y sabes están más de uno deseando que los mires.
 
—No siga usted, madre. A las dos nos desgarra el corazón, pero sepa usted que fuera de D. Hernando, nunca querré a ningún otro.
 
—Estás enferma. No pareces la misma de antes...
 
—Mi mal, sabe usted que no puede curarlo ningún médico.

El médico, al que por complacer a su madre fueron, le dijo a ésta lo que ya presentía:
 
—Su hija no tiene ninguna enfermedad determinada. Si una anemia muy grande que, de no combatirla rápidamente, degenerará en algo peor.

Antonia, en vez de seguir los dictados del médico, de hacer por vivir, alimentarse y distraerse, tenía una morbosa delectación en sufrir. Ya ni sabía cómo podía tener tantas lágrimas.
 
El resultado fue el que el médico anunció:
 
—No es lo peor su estado de debilidad, sino su desgana de vivir. Así no se puede luchar.
 
Llegó el invierno, tan extremado y frío en Cuenca. Antonia hubo de guardar cama forzosamente por un gran enfriamiento. Resultó ser una pulmonía, muy embozada, que cuando se declaró ya no tenía remedio.
 
—¡Qué bien se debe estar muerta...! (fue el único consuelo que le dio a su madre). Si D. Hernando volviera, dígale que he muerto con su nombre en los labios, queriéndole y esperando cumpliera su promesa de desposarme.
 
—¡Pobre hija mía! ¡Me partes el alma de dolor!
 
—¡Virgencita de la Luz, si no lo veo en esta vida, ampárame y recógeme en tus brazos, y alúmbrale a él el camino para que se salve y podamos vernos en el cielo!
 
Y murió santamente, con estos dos nombres en los labios. Lo último que habló fue:
 
—;Qué hermoso Cuenca cuando él estaba. En tus manos, Madre mía, pongo a toda mi familia, recibe mi alma y vela por él...!

Han pasado los meses y los años. La jovencita de nuestra historia fue olvidada, como todo lo humano, excepto en el corazón de su madre. Nada volvió a saberse de D. Hernando, por el que la joven de la Posada de las Animas, habla muerto de amor. La posada siguió tan animada y concurrida como en años anteriores y en ella seguían hospedándose los viajeros más distinguidos que a Cuenca llegaban.
 
Era el día primero de noviembre, conmemoración de la festividad de Todos los Santos. Entre los viajeros de aquel día, un arrogante militar, de alta graduación, llegó a la posada.

—Deseo una buena habitación, porque permaneceré en Cuenca varios días.
 
—Al momento, señor. Le daremos la mejor que hay (dijo el encargado o gerente de la posada). Gervasio, sube el equipaje del señor a la habitación grande.
 
El mozo subió delante y le instaló en la habitación que ya conocía. La misma que varios años antes habla ocupado, cuando de estudiante, huyendo de las revueltas políticas en que él estaba complicado, pasó una larga temporada en la ciudad.

Apenas el mozo cerró la puerta, D. Remando (que no era otro el militar de alta graduación que volvía a Cuenca), examinó con curiosidad e interés la habitación.
 
—¡Todo está igual que entonces! (dijo con un poco de nostalgia). ¿Y qué habrá sido de Antonia? Probablemente estará casada y con hijos. Me olvidaría pronto. Me parece recordar que el gerente, primo suyo, era uno de, los que la querían por entonces. ¡Era tan bonita y tan apasionada! ¡Cosas de la vida! ¡Cuánto tiempo ha pasado! ¡Y cuántas mujeres he conocido y tratado! Pero como aquella sencilla Antonia, que me miraba como a un héroe, que se embelesaba sólo con oírme... ¡Como aquella, ninguna! ¡Qué ingenua! Pensar que yo podría casarme con ella...
 
Como un eco, surgió esta pregunta en su pensamiento:
 
—Si no pensabas casarte con ella, ¿por qué se lo prometiste?
 
—¡Va! Promesas, promesas, siempre se hace así... Cualquiera convence a estas muchachas, sin esa palabra mágica de casamiento. Pero, ¿a qué vienen ahora estos pensamientos? ¿Por qué un nombre que tardó horas en borrarse de mi mente, me ha de preocupar ahora? La habitación es la misma que va unida a este recuerdo. Todo está igual, igualito que cuando en mis juveniles años, era un bullicioso estudiante, un soldado sin aprensiones... Hoy nada menos que Coronel, ¡Son ridículas estas aprensiones!

Como faltaba un buen rato para la hora de la cena, una vez colocadas sus cosas y aseado, se fue, por la céntrica Carretería en dirección al Puente de San Antón. Se acodó en la barandilla del Júcar, contemplando el maravilloso paisaje que desde él se contempla. Mangana, como un vigía, reflejaba su esbelta silueta, en las verdes aguas del río. Oyó cinco campanadas.
 
—Aún tengo tiempo (se dijo) de volver a visitar la ermita de la Virgen de las Angustias, antes de que anochezca y su paisaje sin igual.
 
Tras un momento de contemplación, pasó unos instantes a la Iglesia de la Virgen de la Luz, más que por devoción, por curiosidad.
 
—Aquí (se dijo) rezamos la última tarde de mi estancia en Cuenca. Y aquí le prometí a la pobre Antonia, una vez más, que me casaría con ella. ¡Fuera tonterías y sentimentalismos, Señor Coronel! Menos mal que nadie puede leer en mi pensamiento. Si supieran las gentes estas inútiles y viejas cavilaciones, se burlaría, del Señor Coronel. Quizá, ella misma, se reiría también. Fuera, al aire libre, que me despejará un poco.
 
Salió rápidamente de la Ermita y se dirigió por el Recreo Peral, hasta el Puente de los Descalzos, subiendo por aquellas empinadas y poéticas cuestas, donde el paisaje es grandioso (que bien a pesar suyo, le traían también recuerdos de otros tiempos) y tras detenerse un momento en el Santuario de la copatrona de Cuenca, Virgen de las Angustias, subió hasta la Plaza Mayor, para asomarse, aunque por breve tiempo, al Puente de San Pablo y las bellísimas Hoces del Huécar. Bajó por el caminito que conduce a la otra carretera, la que entra por la Puerta de Valencia, para regresar de nuevo a la ciudad.
 
Pasó a una taberna y como si acabara de llegar, preguntó al mozo que acudió a atenderlo (porque en una pequeña ciudad todos se conocen y deseaba enterarse, sin infundir sospechas):
 
—¿Cuál es el hospedaje o posada mejor de la ciudad?
 
El mozo, mientras lo servía contestó: La que está en Carretería, en la plaza de tal...

La dirección que le dio era la misma de la que él ocupaba y que después se llamó de "Las Animas".
 
—¿No ha estado usted nunca en Cuenca?
 
—No. Es la primera vez que vengo; pero un amigo me ha hablado mucho de esta bella ciudad. Por cierto que por las señas que usted me da, debió ser esta misma posada donde él se hospedó, hace ya algunos años. Sólo estaré dos o tres días; pero quiero pasarlos lo mejor posible.
 
—Pues esa es la mejor, aunque no es lo que fue hace algunos años, todavía es la más cómoda, céntrica y mejor atendida.
 
—Esas mismas referencias tengo yo. Una posadera muy limpia y ordenada, el marido servicial, buena cocina y varios hijos que ayudarán a sus padres.
 
—Esas referencias deben ser algo antiguas. El posadero falleció, y la hija mayor, Antonia, también murió. La pobre Antonia murió.
 
—La hija mayor, ¿ha muerto también?, (dijo, muy a su pesar el Coronel) De ella me hablaba alguna vez mi amigo.
 
—Es una triste historia, señor: murió de pena, porque la dejó su novio.
 
—Es curioso. ¿De pena, dices?
 
—Tal como lo oye. Estuvo hospedado en la casa un apuesto y joven soldado (que era entonces estudiante), se enamoraron, mejor dicho, ella se enamoró de él, que la requirió de amores. Le prometió casarse con ella y como dice el refrán, cuando se fue... "Si te vi, ya no me acuerdo". Era preciosa, una infeliz que creyó en las promesas de un soldado, que ya no volvió a ver más.
 
—:,Y por eso se murió?
 
—Si, señor. Aunque le parezca mentira. Tanto lo quería, tantas ilusiones se habla forjado la infeliz Antonia,  (que era precisamente muy amiga mía) que dejó de comer, no hacia más que llorar, enfermó y como estaba tan débil a causa de los sufrimientos, y además dijo el médico que lo peor era que ella no deseaba vivir, no tuvo solución, ni hubo salvación para la enferma.
 
Miró la dueña de la taberna al militar y tan afectado lo vio que le preguntó cortés:
 
—¿Le sucede algo, señor?
 
—Nada, muchas gracias.
 
—Tal vez le hayamos aburrido con esta vieja historia.
 
—Nada de eso. Es, por el contrario, muy interesante.
 
—Adiós, señores, dijo levantándose, pagando el consumo y dejando buena propina.
 
—Adiós, señor. Que le sea grata la estancia en nuestra ciudad.

Cualquier cosa esperaba don Hernando, menos lo que le habían contado. De modo, ¿que el estudiante era él y por tanto, el causante de la muerte de la confiada y amante doncella? Caminaba como un sonámbulo. Tal había sido la impresión recibida, que no se daba cuenta exacta de la realidad.
 
Puesto que conocía Cuenca, se fue por calles diferentes para lograr serenarse un poco. De pronto las campanas de todas las iglesias empezaron a doblar.
 
—Es verdad (se dijo) que esta noche es noche de ánimas puesto que hoy, es el día de Todos los Santos...
 
—¡Vaya, que ha sido también ocurrencia mía, venir a Cuenca en un día como el de hoy...! Debo estar enfermo, porque no me conozco. El valeroso Coronel, temeroso como una vieja y preocupado por una cosa que pasó hace ya veinte años. Las campanas que habían cesado un momento de doblar, continuaron de nuevo con sus lúgubres sonidos. Y sin saber donde ir, se fue de nuevo a la fonda esperando la cena.
 
Había pocos huéspedes. Sabido es que en noche tal nadie viaja, como no sea por pura necesidad.
 
—Que me sirvan la cena cuanto antes, dijo a uno de los criados que pasaban en aquel momento por el comedor.
 
—Ahora mismo, señor, respondió el sirviente.

Tras la rápida cena D. Hernando subió a su habitación. Por el pasillo encontró a la dueña, que llevaba una gran cazuela con lamparillas encendidas, según es piadosa costumbre, que aplican como sufragio por los difuntos.
 
— Cuántas mariposas ha encendido usted! —le dijo uno de los huéspedes.
 
—Tengo muchos difuntos, señor. Y también por las benditas ánimas en general y por las que no tienen quien se acuerde de ellas.
 
—Es usted muy caritativa.
 
—Parece que las desgracias las compadece más aquél al que le han pasado. Figúrese usted. Además de mis antepasados, si fuera poco, tengo a mi pobre marido y a mi hija Antonia, aquel capullo de rosa, que murió en la flor de la vida (dijo la pasadera limpiándose los ojos con blanco pañuelo) porque el llanto corría a raudales por sus macilentas mejillas.
 
El Coronel al cruzarse con, ella, hizo un ligero movimiento de cabeza, sin decir ni palabra. Habla oído la breve conversación. Entró en su habitación y cerró por dentro. Las campanas de la ciudad continuaban sus fúnebres tañidos, cesando a intervalos algunos momentos, para reanudarlos seguidamente.

Eran las altas horas de la madrugada, cuando se oyeron gritos terribles, que partían de la habitación principal de la posada, de la que ocupaba el Coronel.

Tal fue el griterío que despertó a todos los que dormían en la posada, que acudieron inmediatamente a donde partían las Voces.
 
—¡Abra usted, señor Coronel, abra la puerta!
 
Las voces continuaban. Las llamadas se repetían, sin que la Puerta se abriera. Unicamente, entre grandes voces se oía:
 
—¡Es ella! ¡Es ella...!
 
—¡Abra usted la puerta! ¡Abranos la puerta! —continuaban los de fuera.
 
Los gritos seguían, sin que al parecer, el Coronel se diera cuenta de que llamaban.
 
—¡Antonia! ¿Vienes a reprocharme que no te cumpliera la palabra que te di? ¿Me acusas de haber sido la causa de tu muerte?
 
—¡Abra usted, abra usted! —continuaban los de fuera.
 
Los gritos seguían, sin que, al parecer, el Coronel se diera cuenta del alboroto que había promovido. Unicamente, entre grandes voces, continuaban oyéndose:
 
—¡Es ella, es ella...! —¿Qué deseas Antonia...? ¿Qué puedo hacer ya después de veinte años?
 
Los gritos y entrecortada conversación continuaban y de pronto, risas estridentes se dejaron oír, que helaban la sangre y más en tan trágica noche. Las campanas continuaban doblando a muerto y todo era confusión y terror en la posada.
 
—Hay que tirar la puerta o llamar a un cerrajero —dijo el gerente.
 
—Es mejor dar parte a la Autoridad, porque este señor se ha vuelto loco...

Cuando hechas las averiguaciones y dada parte a la Justicia pudieron abrir la puerta, encontraron enloquecido al Coronel.
 
—¿Vienen ustedes también, a pedirme cuentas, como ella? Tranquilo dormía cuando me llamó. Abrí los ojos y la vi aquí, junto a mi cama. —¡Ella, era ella! Aunque hace veinte años que no la veía, la conocí perfectamente: su cara, su voz, su mirada... ¡Todo! ¡Era ella! ¡Era ella!
 
Se llevaron al Coronel internándolo en un manicomio y ya no se volvieron a tener noticias de su paradero. A partir de entonces, a la posada donde ocurrieron estos lechos, se la llamó LA POSADA DE LAS ANIMAS.


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