SAN MARCELO, LEYENDA DEL DRAGÓN

 
En el entrepaño del pórtico de la Catedral de Chartres, se encuentra la estatua de San Marcelo, tocado con la mitra, bajo un dosel con torrecillas. Esta estatua no tendría significación secreta.
 
El obispo está de pie sobre un nicho finamente tallado con cuatro columnitas y un dragón bizantino. Luce una barba y en la mano izquierda lleva un báculo corto que apoya en el hombro; la otra mano la levanta a nivel del mentón y tiene alzado el índice, recomendando silencio. Sin embargo, no es la estatua original, que fue restaurada hacia 1850 por los arquitectos Viollet-le-Duc y Lassus, quienes la sustituyeron por ésta.
 
El original, que estuvo en el museo de Cluny, volvió, años después, a la catedral, a una pieza en la torre norte, no muy lejos del lugar que ocupó durante cinco siglos. En ella, el santo, según la costumbre de la época, está completamente afeitado; el báculo se clava en las fauces del dragón, y la mano derecha está a nivel del hombro, con los dedos índice y medio levantados, impartiendo su bendición.
 
En la iconografía cristiana, son muchos los santos que tienen a su vera el dragón agresivo o sumiso; entre ellos podemos citar a Juan Evangelista, Jaime el Mayor, Felipe, Miguel, Jorge y Patricio. Sin embargo, San Marcelo es el único que toca, con el báculo, la cabeza del monstruo, de acuerdo con el respeto que los pintores y escultores del pasado sintieron siempre por su leyenda.
 
Esta leyenda es muy rica, y entre los últimos hechos del obispo se cuenta el que refiere el padre Gérard Dubois en su "Historia de la Iglesia de París":
 
"Cierta dama, más ilustre por la nobleza de su linaje que por sus costumbres y buena reputación, llegó al final de sus días y, luego de exequias pomposas, fue depositada, solemnemente, en su tumba. Pero como castigo a sus adulterios, un horrible monstruo, serpiente-dragón, llegó a la sepultura y comenzó a alimentarse del cadáver de la mujer, cuya alma ya había corrompido, sin permitirle descanso en la tumba.
 
Alertados por el ruido, los viejos servidores de la dama acudieron a ver lo que pasaba, y se espantaron en grado sumo.
 
San Marcelo, advertido del suceso, salió con el pueblo y les ordenó a los ciudadanos que se mantuvieran como espectadores mientras que él, sin temor, llegó a plantarse frente al dragón, el cual, como un suplicante, se postró a los pies del santo obispo como pidiéndole gracia. Entonces San Marcelo, golpeándole la cabeza con su báculo, le arrojó encima su estola y le condujo en círculo durante dos o tres millas, seguido por el pueblo.
 
Después, apostrofó a la bestia y le ordenó que, desde el día siguiente, o permaneciera para siempre en los desiertos, o se arrojase al mar".
 

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