LA VIRGEN BLANCA, LEYENDA


Era una hermosa tarde del mes de las flores. Las brisas, después de mecerse sobre las cimas de los árboles del parque del antiguo y soberbio castillo de Enguerrand, se agitaban llegando hasta los últimos confines del viejo País de los Picardos el suave aroma de las flores que crecían alrededor de la mansión de los señores feudales.
 
El sol, suspenso tras las almenas de las muradas torres, parecía un globo de fuego pronto a incendiar los bosques impenetrables, de seculares encinas, de aquellos contornos.

Rechinó sobre sus goznes el puente levadizo de la fortaleza, y al punto aparecieron en el extremo opuesto tres gallardos guerreros de gentil apostura, dos de los cuales daban el brazo respectivamente a un anciano venerable y a una joven de negros cabellos y sonrosadas mejillas, hermosa como la aurora en una mañana de primavera.

Sobre su pecho ostentaban los tres bizarros jóvenes la roja insignia de los cruzados paladines.


Tres escuderos armados de punta en blanco conducían las riendas de otros tantos briosos alazanes, en cuyos jaeces se veía, bordado en oro, el escudo de los señores de Enguerrand.

Al pie de la pequeña colina sobre la que se alzaba el castillo hizo alto la comitiva. Un raudal de lágrimas brotó entonces de las radiantes pupilas de la encantadora niña.

El respetable anciano estuvo a punto de imitarla; pero el recuerdo de los hazañosos hechos de sus antepasados, que cruzó en aquel instante por su mente como una ráfaga de fuego, le devolvió el valor, y bajo aquella nevada cabellera apareció en seguida un rostro sereno y tranquilo, que presentaba todos los rasgos de los antiguos patriarcas de los tiempos primitivos.

- «Adiós, hijos míos,—exclamó— adiós. En el momento de vuestra partida, ni una lágrima ha de asomar a mis ojos, ni oiréis escapar un suspiro á mis labios. Vais a combatir por una causa santa, por la que han muerto vuestros abuelos y por la que más de una vez he derramado yo también mi sangre en los campos de batalla. Por eso estoy tranquilo, confiando en que el Dios por quien vais a lidiar en lejanos países os volverá a mis brazos antes de bajar a la tumba de mis padres.

"Partid, hijos míos, y que esa espada, que ceñisteis en la capilla del castillo, vuelva un día victoriosa de los enemigos del Crucificado.

»Yo soy anciano y débil; pero aunque vosotros partáis, le queda un apoyo a mi vejez en vuestra noble hermana y en vuestro hermano menor, que pronto tornará al castillo después de haber cumplido como bueno al lado de su Rey.

«Acordaos siempre que sois nobles y que vais a combatir por vuestro Dios, en cuyo nombre os bendigo.»

Estas fueron las últimas palabras que pronunció el venerable castellano, al mismo tiempo que abrazaba con paternal ternura a los jóvenes héroes que iban a llevar su ilustre nombre a remotas tierras. La hermosa Blanca no pudo articular una palabra; los sollozos ahogaban su voz, y difícilmente pudo tender la temblorosa mano a los tres paladines para ofrecerles unos pequeños relicarios donde su diestra aguja había bordado la imagen de la Virgen cubierta con blanco manto de armiño y coronada de estrellas.

Los jóvenes Cruzados, comprendiendo el pensamiento de su hermana, llevaron el relicario a sus labios y le colocaron después sobre el luciente peto de sus corazas.

Algunos momentos más tarde los tres caballeros, seguidos de sus escuderos, galopaban a lo largo de la llanura que se extendía al pie del castillo. Desde la almena más alta les contemplaban tristemente el anciano y la joven dama. Veinte minutos después las siluetas de caballeros y caballos se habían perdido en el espacio, confundiéndose con las brumas del crepúsculo.

La pobre niña no pudo resistir tan dolorosa emoción y cayó desmayada en brazos de su padre, que la oprimió tiernamente contra su corazón. Todo quedó en el más completo silencio. La noche acababa en aquel instante de extender su negro manto sobre los oscuros bosques de Enguerrand.

Dos veces la primavera ha cubierto de galas las cimas de las montañas. Los tres jóvenes guerreros que en igual día, dos años antes, galopaban al declinar la tarde por las llanuras de los dominios de Enguerrand en la Picardía están convertidos en otros tantos héroes dignos del nombre que llevan y de las proezas de sus ilustres antepasados. Cuando cabalgaban, llevando sobre la coraza la imagen de la Virgen, partían para la Tierra Santa, testigo entonces de generosos hechos y  donde cientos de descendientes de Reyes probaban su valor, esgrimiendo sus lanzas en defensa de la fe alrededor del sepulcro donde un día durmiera el sueño de la muerte el Hijo del Eterno, víctima expiatoria de toda la humanidad.

Presa aquella histórica tierra de los infieles, que habían borrado hasta la última señal del cristianismo, el grito de dolor de sus moradores y de sus peregrinos había resonado en la vieja Europa como el lamento de un náufrago que implora socorro.


Un pobre ermitaño, que había repetido sus ecos desde lo alto de la Ciudad de las Siete colinas, fue bastante para inflamar los ánimos de los guerreros cristianos, cuyas espadas estuvieron prontas a reflejar en sus aceradas hojas los rayos del sol abrasador de los desiertos del Asia. Henchidos de valor el pecho y de fe el corazón, cayeron los cruzados sobre Asia como el ejército de Darío en otro tiempo sobre Grecia; siendo tantos en número que parecía que media Europa se había lanzado de sus góticas ciudades para ir a buscar la vida en la cuna de la humanidad.

Los cruzados hicieron prodigios, y tras reñidos combates la enseña del cristianismo se había alzado refulgente por segunda vez sobre la cumbre del Gólgota.

Godofredo de Bouillón se había sentado en el trono de Salomón, empuñando la espada de los Macabeos. Jerusalén era otra vez la Ciudad Santa.

El viejo Conde de Enguerrand, que había pasado la primavera de su vida combatiendo en la Palestina, no podía bajar al sepulcro sin que antes sus hijos hubieran llevado su preclaro nombre y su acero al otro lado de los mares, siguiendo la caballeresca y piadosa costumbre de los grandes señores de aquellos tiempos.

Godofredo, Renato y Luis acogieron con júbilo la voluntad de su padre; y bendecidos por él, corrieron llenos de entusiasmo a morir como valientes por su fe al pie de los muros de la antigua ciudad de los Profetas y de los Sacerdotes, Jaffa, Ramla y Tolemaida, el país de los Filisteos y las fronteras de los Amalecitas, fueron pronto, y más de una vez, testigos de sus hazañas y de su denuedo indomable.

Los sarracenos huían delante de los tres francos, como ellos les llamaban, sobrecogidos de espanto y sin poder resistir el brioso empuje de sus lanzas, que vibraban como movidas por un brazo más poderoso que el de los hombres. Cien veces los intrépidos paladines se habían internado, con una temeridad y un arrojo incomparables, en medio de las apiñadas hordas de los musulmanes, sin que ni un dardo se atreviera a tocar su frente, ni una cimitarra a resbalar siquiera por el luciente campo de sus petos, sobre los cuales se veía siempre la imagen de la Madre del Crucificado, como el talismán protector que llevaban los antiguos Druidas de la Armórica.

Los viejos guerreros les admiraban como a unos valientes, y los más jóvenes procuraban imitarles, sin sobrepujarles jamás. El indomable valor, la serenidad y el entusiasmo que habían mostrado desde su llegada a Tierra Santa, cautivaron la atención del esforzado Foulques de Anjou, que empuñaba el cetro de Jerusalén, el cual, no vaciló en encomendarles, en unión con otros antiguos caballeros de la Orden de San Juan, la defensa del Castillo de Bersabé, que había reedificado a cuatro leguas de Ascalon para proteger sus fronteras contra los infieles que infestaban el país de los filisteos. Ya allí, tuvieron más de una ocasión en que ejercitar su valor a toda prueba durante las frecuentes correrías que hacían los musulmanes en las inmediaciones de la fortaleza, y en las que los caballeros de San Juan acababan siempre por salir vencedores tras largas horas de sangrienta lucha y dejando el campo sembrado de despojos.

Durante algún tiempo los infieles no volvieron a presentarse a la vista del castillo, como si hubieran abandonado sus planes, comprendiendo quizá lo estéril de sus esfuerzos contra aquel puñado de héroes invencibles, que siempre les esperaban a pie firme y resueltos a cerrar la entrada de la fortaleza con sus propios cadáveres.

Amaneció un día de Mayo. A pesar de lo florido de la estación el cielo aparecía encapotado por sombrías nubes que prestaban una tristeza pavorosa y un matiz fúnebre a los bosques y montañas de las cercanías del castillo de Bersabé.

¡Cualquiera hubiera dicho que la Naturaleza asistía al entierro de la humanidad!

A cosa de mediodía las avanzadas del castillo y las guardias de las almenas anunciaron que hacia la parte del Este había aparecido un pelotón de sarracenos, que avanzaban muy despacio entre una nube de polvo que levantaban sus fogosos corceles.

Los caballeros de San Juan se aprestaron a hacerles frente. Los mahometanos continuaron aproximándose y describiendo círculos en torno de la fortaleza, como si retasen al combate a sus defensores. Dos horas más tarde se hallaban delante de la puerta del castillo y a poco más de un tiro de ballesta. Los cruzados no se hicieron esperar. El clarín sonó, y cincuenta caballos saltaron el puente levadizo, arrojando espuma y relinchando con impaciencia.

Los árabes sostuvieron la primera acometida, y la segunda y la tercera: después hicieron una pequeña evolución, y se lanzaron a todo escape hacia la derecha.

Los cristianos se precipitaron tras ellos, blandiendo con enojo las pesadas lanzas.

Después de haber atravesado la extensa llanura, los sectarios del Islam se arrojaron entre las sinuosidades de un espeso bosque de nopales y sicómoros. Los tres francos se internaron también, ciegos por el coraje, y los demás caballeros les siguieron, sin reflexionar vacilar un instante. Aún no habían llegado a la mitad del bosque, cuando un sordo rugido resonó en las concavidades de las montañas, y los guerreros cristianos se vieron envueltos por una tropa innumerable de enemigos que les aguardaban emboscados y que cayeron sobre ellos como una bandada de halcones.

Los sanjuanistas, antes de rendirse, pelearon con ese entusiasmo frenético que presta la desesperación: el combate fue tenaz y sangriento, pero inútil: muchos de aquellos bravos paladines cayeron atravesados por los corvos alfanjes de los habitadores de Philistim, y consumaron así el sacrificio de su vida en defensa de la fe de sus padres, conquistando a la vez el laurel de los héroes y la palma de los mártires.

Cuando la noche empezó a tender su enlutado sudario sobre el antiguo país de los ascalonitas, ya no se oía ni un ¡ay!, ni un relincho, ni un grito de guerra. Sólo el búho de las soledades interrumpía de cuando en cuando con su monótono canto aquella calma de la muerte.

Todo había concluido.

Los tres jóvenes señores de Enguerrand habían desaparecido. Ni aun sus cadáveres pudieron encontrarse en el campo de batalla. Sólo se halló el caballo de Godofredo tendido al pie de un sicómoro, destrozado su arnés, y teñido en sangre el escudo de armas de los nobles condes de Enguerrand. ¿Qué había sido de los heroicos caballeros? ¿Habrían muerto?¿Habrían sido hasta sus cadáveres devorados por las fieras del bosque, después de aquella triste jornada de horror y estrago?

Ha trascurrido un mes desde la sangrienta batalla del bosque, en la que los caballeros cruzados perecieron al filo de los alfanjes damascenos, dejando el castillo de Bersabé en poder de los soldados del Corán, los irreconciliables enemigos de la Cruz y de los europeos.

Estamos en una oscura mazmorra de la corte del Soldan de Egipto, cuya lobreguez y cuyas negras paredes la dan todo el aspecto de un sepulcro. En su fondo, y sobre un montón de húmeda paja medio podrida, se distinguen apenas las sombras de tres seres humanos, que están cargados de cadenas: sobre su pecho, a la débil luz que penetra por un estrecho agujero practicado en lo alto del muro, se ve una cruz roja y un relicario con la imagen de la Virgen.

¡Son los tres francos! ¡Godofredo, Renato y Luis de Enguerrand en aquellos sitios! ¡Ellos, acostumbrados a brillar otro tiempo en los campos de batalla y en las espléndidas cortes de amor de los feudales castillos!

La tarde fatal de la batalla de Bersabé fueron arrollados en lo más recio de la pelea, con algunos otros caballeros cristianos, por una turba de sarracenos, que, cargándoles de hierros, los condujeron como despojos del combate a la corte del Soldán. Este, que reconoció su elevado nacimiento en su gentil apostura, sus modales y su marcial continente, concibió desde luego el proyecto de hacerles abjurar del cristianismo, y en su consecuencia mandó que se les encerrase en la más horrible de sus mazmorras, pero la fuerza y los tormentos más crueles sólo sirvieron para hacerles más fuertes y robustecer las creencias que les enseñara, cuando estaban en la cuna, su piadosa madre la ilustre Condesa de Enguerrand.

Pronto comprendió el Soldán que ningún partido obtendría por aquellos medios, y entonces resolvió apelar a la elocuencia de sus más sabios Imanes, á¡a quienes ordenó que pasaran a disputar sobre su religión con los jóvenes prisioneros.

Mas éstos, que con tanto valor habían sabido blandir la lanza y el acero en las lides, aparecieron súbitamente convertidos en ardientes apologistas de la fe cristiana; de sus labios brotó, como torrente avasallador, la palabra de la verdad, y el espíritu de Dios brilló en ellos. Los sacerdotes del islamismo no pudieron contrarrestar sus argumentos, y hubieron de retirarse avergonzados y confundidos, yendo a expiar con su cabeza en la plaza pública su poca habilidad y su cobardía.

El implacable Soldán no desmayó, sin embargo, y quiso probar un último y supremo recurso.

Tenía él una hija, graciosa y esbelta como la palmera del desierto, y tan sabia como un Ulema de Bagdad. Inquebrantable en sus propósitos su padre, la obligó a visitar a los jóvenes guerreros, calculando que lo que no pudieran hacer los argumentos lo haría esa fascinación irresistible que la palabra o los encantos de una mujer bella ejercen siempre sobre el corazón del hombre. Los tres francos la recibieron, cuando descendió hasta el hediondo subterráneo, con aquel respeto que su anciano padre, tan buen paladín como valiente soldado, les había inculcado para con las damas ya desde niños, que era proverbial entre los caballeros en aquellos siglos de la galantería.

Pero los esfuerzos de la hija de los Fatimitas se estrellaron en la inquebrantable fe de los guerreros francos, como se estrellan las olas en las rocas de la costa. Insistió una vez y otra vez, con una elocuencia rara en su sexo en aquellos tiempos; pero todo fue en vano.

Un día Lelia, cansada ya de luchar inútilmente y de esforzar sus argumentos y poner su ingenio aprueba, se retiraba irritada amenazándoles y jurando que, si no cedían y aceptaban la religión de Mahoma, al nacer el nuevo sol la cimitarra del verdugo les aguardaría a la puerta del calabozo. Pero no bien hubo pronunciado estas palabras, cuando un súbito resplandor, como el del sol cuando aparece al otro lado de los mares, iluminó el subterráneo. Lelia cayó de rodillas, impulsada por una fuerza más poderosa que su voluntad.

En el muro se había abierto una brecha, y, cercada de celestes esplendores, se veía en ella la imagen de una Señora cuyas vestiduras y cuyas facciones eran enteramente iguales a las de la Virgen que llevaban al pecho los tres jóvenes guerreros. Estos, cuyas cadenas habían saltado en pedazos, corrieron a postrarse a las plantas de Aquélla que venía a ampararles como iris de esperanza y consoladora de los afligidos.

Lelia, confusa y anonadada, les pidió mil perdones, añadiendo que desde aquel instante era nazarena, pues la divina Miriam le había tocado el corazón e iluminado el espíritu con un rayo de la celeste lumbre que irradiaban sus ojos.

Los hijos de Francia dieron rendidamente gracias al Hacedor de los mundos, que había venido por tan inesperado modo en su auxilio, y guardaron con respeto profundo aquella bendita imagen de la Virgen, cuyo rostro era tan blanco como el manto de armiño que vestía.

Tres días después de la aparición de la Reina del cielo en el subterráneo, y en medio de la oscuridad de la noche, los caballeros de San Juan, guiados por la encantadora Lelia y por una de las esclavas más fieles de ésta, atravesaban por entre los centinelas que guardaban la avenida de la mazmorra y a quienes aquella había sobornado a peso de oro.

Se alejaron a toda prisa de aquellos para ellos lúgubres sitios, y, cruzando el Nilo en una barca preparada al efecto, tomaron el camino de Alejandría, desde donde pensaban dirigirse a Europa en alguna nave latina. Pero la Princesa, fatigada del cansancio y del calor que sufrieran durante algunas horas de camino, tuvo que ceder, a  pesar suyo, manifestando que deseaba descansar antes de seguir adelante. Aunque el peligro que todavía corrían era grande, los tres hermanos de Enguerrand resolvieron hacer la guardia y al efecto la dejaron recostarse con su esclava a alguna distancia de ellos, al pie de una palmera, en las orillas de un campo, y colocaron a su lado la imagen de María, que llevaban consigo como tesoro inestimable.

Pero el cansancio y las huellas de los pasados sufrimientos pudieron más que su voluntad de hierro, y los tres hubieron al fin de rendirse al sueño, que durante tantas noches había huido de sus párpados.

Godofredo fue el primero que despertó. Cuando entreabrió sus ojos a la luz, un grito de sorpresa salió de sus labios. Se había dormido a las orillas del Nilo y a la sombra una palmera, y despertaba al pie de una vieja encina, una fresca y florida campiña le servía de alfombra, los pájaros trinaban en torno suyo y algunos pastores, cantando alegremente, guiaban sus rebaños en las colinas próximas, que estaban sembradas de esmeraldas, y no lejos se divisaba un viejo castillo de altos torreones y encrespadas almenas.

Despertó entonces, admirado, a sus compañeros de viajes, cuyo asombro no fue inferior al suyo, sin que ninguno acertara a darse cuenta de lo que estaba viendo ni del lugar en que se hallaban. Diríase que un hada misteriosa les había trasportado por los aires a otras tierras o desconocidas comarcas.

Un labriego, que pasaba hacia su campo, les sacó de aquella incertidumbre, asegurándoles que el país que pisaban era la Picardía, y que el señorial castillo que se veía enfrente era ¡el castillo de Enguerrand!

Poco después el anciano Conde bendecía, llorando, al Dios de las victorias, que le había devuelto a sus hijos, y la hermosa Blanca estrechaba con efusión en sus brazos a la Princesa de los países que baña el Nilo. Los clarines de guerra saludaban  el feliz regreso de los héroes de Palestina, y cien pajes y escuderos les vitoreaban entusiastas, al verles pasar bajo los afiligranados arcos que conducían a la sala de honor, donde debían recibir pleito homenaje de los fieles vasallos del castillo. Todo era alegría y fiesta en la mansión feudal.

En cuanto a la bella imagen de la Madre de Jesús, que había salvado a los ilustres paladines y conducido milagrosamente a la tierra de sus padres, en prenda de gratitud a la Señora, se la colocó en un magnífico santuario que el Conde hizo erigir cerca del castillo, y donde los viejos soldados feudales y los sencillos aldeanos de la comarca la aclamaron por su protectora, saludándola con el poético nombre de la Virgen Blanca, a causa de la nítida blancura de su dulce rostro y de su esbelto manto de armiño.

Allí, a la sombra de aquella cúpula sagrada y de aquella Virgen bendita venida de Egipto, mandó el Conde que descansaran sus cenizas cuando, algunos años más tarde, bajó a reunirse en la tumba con los manes de sus ilustres antepasados, y allí fueron también a recibir su bendición nupcial ante el altar de María, Godofredo, el primogénito de los nobles señores de Enguerrand, y la adorable Lelia, que había recibido el agua del bautismo de manos del Obispo del territorio, el mismo día que se cumplían los seis meses de su llegada al castillo con los Cruzados de la Palestina,

Desde entonces las aventuras de los tres hermanos paladines corrieron mezcladas entre las leyendas populares, en las consejas de los campesinos y en los serventesios de los trovadores.

Durante algunos siglos, al caer la tarde, se oían, mezclados con el eco solemne de la campana y con los misteriosos ruidos nocturnos que envía la Naturaleza al mundo de lo desconocido, los tiernos cantares en que los hijos del pueblo repetían las glorias y los loores de la Virgen blanca al abandonar las tareas del campo para ir a buscar el descanso y el calor de los seres bien queridos en la pobre pero tranquila cabaña de sus padres.
 
Dicen Reyes y Príncipes descendieron de sus tronos para ir a adorar a María en su santuario de los bosques y consagrarla sus ofrendas; cien guerreros acudieron poner a sus plantas la espada triunfadora, y otros se prosternaron ante Ella y la proclamaron libertadora de los cautivos y consoladora de los tristes.

Pero vinieron un día las guerras de los Hugonotes, y los Hugonotes saquearon el asilo sagrado de la Virgen blanca, que ya no podían defender los antiguos Cruzados y Señores de Enguerrand, cuya raza se había extinguido.

El huracán de la Revolución francesa arrastró más tarde en su torbellino las cúpulas y los altares y la imagen de María; y el hacha de los pretorianos de la época del Terror acabó de esparcir a los cuatro vientos hasta las últimas ruinas y los recuerdos últimos del feudal castillo y del viejo santuario que había alzado las agujas de su campanario por encima de las almenas de aquél.

Hoy tan sólo las encinas seculares del bosque, al agitar sus hojas en las noches de invierno, repiten al caminante esta tierna leyenda, que se había venido trasmitiendo de generación en generación, rodeada de ese aroma religioso y de ese matiz caballeresco con que han llegado envueltas hasta nosotros las leyendas delicadas y deslumbradoras de la Edad Media, como eco lejano de una época en que se amaba y se creía; de una época de hierro y de oro a un tiempo mismo; de una época, en fin, cuyos recuerdos y cuyas grandezas están gráficamente condensados en aquel célebre mote que llevaban sobre su escudo los paladines:

"DIOS Y MI DAMA".


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