LA CRUZ DE LA DONCELLA, LEYENDA


Mil veces, al atravesar un valle o al penetrar en una encrucijada, habréis visto quizá una gran cruz de piedra elevada sobre unas toscas gradas, de piedra también, que os anuncia la proximidad de una aldea oculta en el recodo de la montaña que vais circunvalando.
 
El origen de esas cruces se pierde en los albores del cristianismo; pues los campesinos, a medida que se con vertían a la religión del Mártir del Gólgotha, sustituían con ese lábaro protector las estatuas del dios Términus o de los dioses Penates, que, según la costumbre de los romanos, hallaba el viajero en los caminos del campo o en las divisiones de términos de las poblaciones rurales.


¡Cuántas tradiciones religiosas, cuántas leyendas sencillas y perfumadas como la brisa de Mayo traen a la memoria esos rústicos monumentos de la fe de nuestros progenitores!
 
En este instante me acuerdo, entre otras mil, de La Cruz de la Doncella.

En un rincón de Mallorca, de esa isla bien querida de Jaime el Conquistador, de esa perla española del Mediterráneo, de ese país legendario, donde el sol y las miradas de las mujeres son de fuego, hay una aldea, recostada a la falda de la montaña y cuyas casas, blancas como el plumaje del cisne, parecen un nido de palomas colgado en un bosque de naranjos y palmeras, columpiado blandamente por las mansas brisas del Océano, cuyas rizadas olas le sirven de escabel.

El viajero que llega hasta allí cuando la tarde declina y el sol corre a acostarse entre las brumas de los mares, sorprende con frecuencia al pie de una cruz de piedra a alguna tímida y pudorosa joven de las cercanías, que ora, hincada la rodilla en el verde césped sobre el que se alza aquella rústica cruz como un centinela avanzado de la aldea inmediata.
 
Más de una vez he visto yo pasar a los sencillos habitantes de la comarca y quitarse el sombrero de anchas alas al llegar delante de aquel venerando monumento.
 
Más de una vez he oído decir que cuando la luna derrama los plácidos rayos de su mirar sobre aquella cruz, han visto los caminantes y los pastores a una blanca paloma paseándose sobre los brazos de ella al compás de un tierno arrullo, hasta que las estrellas marcan las doce en la inmensa esfera del firmamento.

Y contaban también los ancianos que algunos años en la noche de Viernes Santo se había oído una voz pura y argentina, que cantaba un himno melodioso como el trinar de los ruiseñores, en los alrededores de aquella cruz.
 
¿No es verdad que todos esos detalles que las consejas refieren tienen algo de encantador y misterioso, algo de legendario, en una palabra?
 
¿Queréis saber el origen de esa leyenda, espiritual como los cuentos de hadas y perfumada como las leyendas que cantan los Beniamers delante de las blancas tiendas del desierto?
 
Pues hela aquí, según me la refirió cierta tarde, a la Sombra de una gigante palmera, un anciano de blanca y luenga barba, que ocultaba sus noventa inviernos y la apacible mirada de sus ojos bajo la capucha de un amplio jaique moruno, recuerdo viviente aún de los tiempos en que los árabes eran señores de la isla.

Hacia fines del siglo XIII habitaba en un castillo, situado a un extremo de la isla, cierto señor cuya espada cortaba de un tajo las cabezas y cuya mirada era terrible como el rayo en una noche de tempestad.

En una humildísima alquería, que se divisaba desde las almenas del castillo, vivía por aquel entonces una buena mujer, sola y viuda, que tenía por todo tesoro un huerto, una docena de cabras y una hija de diez y siete primaveras, hermosa como el sol cuando está en el zenit, blanca como las azucenas de Mayo y pura como un ángel del Altísimo.

 
Margarita, con sus negros cabellos, sus rasgados ojos y su dulce sonrisa, era la admiración y el encanto de aquellas gentes, en dos leguas al contorno.
 
Acariciaba a su madre, que se miraba en los ojos de ella; jugaba con las avecillas que iban a posarse sobre sus hombros, y dirigía sus baladoras cabras hacia el monte, cantando la tierna balada de La Blanca, Rosa.
Una tarde de Abril el castellano del castillo, que andaba cazando por aquellas breñas, la sorprendió, a través de algunos espesos matorrales, ocupada en tejer una corona con las florecillas del campo, que parecían renacer más bellas al contacto de los dedos de marfil de Margarita.

Estaba tan hermosa, caían sus párpados con tal gracia que, al verla, el castellano cazador sintió un convulsivo estremecimiento en todo su ser.

Yo no sé qué debió sucederle; pero cuenta la leyenda que sus ojos brillaron como los del tigre cuando se arroja sobre su presa.

Por dos veces quiso lanzarse sobre ella, y por dos veces se detuvo: a la tercera se lanzó, pero al quererse parar las ramas que le estorbaban el paso, produjeron éstas un ruido como el que produce una fiera cuando se aproxima.

Margarita exhaló un grito de terror, y pastora y cabras se precipitaron instintivamente hacia su cabaña, saltando con la ligereza del ciervo a quien acosa la jauría.

Al dia siguiente, cuando el sol se iba a ocultar detrás del horizonte, vio al señor del castillo que, con una gran bolsa de oro en la mano, quería penetrar en la vivienda de las pastoras, y a la madre de Margarita que, colocada delante de la puerta, señalaba al infanzón el camino del castillo con la mano izquierda, mientras que su derecha blandía un agudo puñal en actitud amenazadora.

Aquél bajó entonces la cabeza, rugiendo de cólera, y se alejó murmurando un horrible juramento de venganza.
Pasaron siete días.

A la caída de la tarde del octavo, Margarita estaba jugueteando con dos preciosas cabrillas junto a la puerta de su albergue querido.

De repente el ligero galopar de un caballo la hizo volver la vista atrás.

Quiso huir al interior de su alquería; pero antes que hubiera tenido tiempo de ponerse en pie, se vio sujeta por el robusto brazo de un hombre que la asía despiadadamente.

Era el jinete que acababa de ver galopando.

Bajo las flotantes plumas que caían a todos los lados de su luciente casco, Margarita entrevió la sangrienta mirada del castellano del castillo, el cual la arrastraba a sí con hercúlea fuerza.

La pobre niña no tuvo tiempo más que para pronunciar con un acento indefinible de dolor el nombre adorado de su madre.

Diez segundos después el corcel galopaba de nuevo llevando a la inocente doncella de la alquería, que, desmayada en brazos del caballero castellano, estaba más encantadora que nunca, suelta a los vientos la rizada cabellera y entornados los ojos como los del ángel que vela los castos amores.

El jinete tomó el camino opuesto al del castillo, y siguió avanzando rápidamente, pues su bridón volaba como flecha lanzada del arco.

Al verle desde lejos pasar entre las últimas brumas del crepúsculo, los pastores de la montaña se estremecían creyendo ver al fantasma de las noches, tristes caballero en alas del huracán.

Así pasaron una hora, y otra hora, y otra, avanzando la noche y el caballo galopando.

Cuando las estrellas señalaban en el azul espacio la media noche, caballo y caballero se encontraban en el centro de una encrucijada y ante la rústica cruz que hemos citado al principio de nuestra narración.

Entonces súbitamente se encabritó el corcel, relinchó sordamente, y cayó muerto como herido por un rayo.

Margarita, que acababa de volver en sí poco antes, sintió recobrar, con aquella terrible sacudida, las fuerzas; y libre de los brazos de su raptor, que había rodado por el suelo, se arrojó fuera de sí hacia la cruz,  cayó de rodillas abrazada a ella estrechamente, dirigiendo sus bellos ojos al cielo y murmurando con desgarrador acento la palabra «¡socorro!»

El señor del castillo se alzó entonces y quiso lanzarse sobre Margarita para arrancarla de los brazos de la cruz protectora; pero, al primer movimiento que hizo, fue rechazado por una mano invisible que, cayendo sobre su mejilla como una manopla de hierro, le arrojó hacia atrás violentamente.
Aquella noche era ¡la noche del Viernes Santo!

Al nacer el nuevo día, los primeros campesinos de las cercanías que pasaron por aquel sitio encontraron a Margarita abrazada aún a la cruz, pero pálida como la sombra de la muerte, y al bárbaro castellano del castillo tendido en tierra sin vida y con el rostro carbonizado y contraído horriblemente.

Todas las doncellas de la aldea acudieron en seguida a recoger y prodigar sus cariñosos cuidados a la hermosa desconocida de los bellos ojos; pero la pobre niña; no tuvo tiempo más que para relatar con apagada voz el suceso y rogar que la dieran sepultura al pie de aquella cruz bendita cuya sombra la había salvado; y se desplomó, sonriendo como un ángel y pronunciando el nombre de su madre, en brazos de las sencillas y atónitas aldeanas.

Al día siguiente su cuerpo fue acostado en un lecho de flores bajo la rústica cruz, y sobre su tumba plantaron las hermosas del lugar una palmera, que era el mismo gigante árbol a cuya sombra escuché una vez esta tierna historia de los labios del anciano de la blanca barba.

Desde entonces, y a través de los siglos, rezan allí al pasar las mujeres de la aldea, y allí brotan espontáneamente, para servir de gentil trono a la cruz de la encrucijada, las selváticas flores, en cuyos aromosos cálices parece como que palpita aún y se columpia el espíritu inmortal de la angélica niña de los ojos negros.


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