LEYENDA DE SAN CRISTÓBAL


San Cristóbal es conocido como el santo patrón de los viajeros, conductores, marineros, tormentas, solteros, jardineros, peste bubónica y dolor de muelas.

Es uno de los santos que forman el grupo de los llamados "
Catorce Santos Auxiliadores
". Estos catorce santos juntos al ser invocados responden de una manera muy eficaz sobre todo en el momento de ayudar a combatir enfermedades diferentes.

El día de San Cristóbal era el 25 de julio pero fue retirado del calendario católico romano general de los Santos en 1969.
El Papa Pablo VI pidió una revisión de todos los Santos y una reforma de los días de su fiesta. Se eliminaron muchos de  sus días festivos durante esta reforma. La razón era que no se conocían suficientes datos sobre ellos y muchas de sus historias  podían considerarse leyendas.
 
La piedad popular ha tenido a San Cristóbal desde la antigüedad entre los santos más predilectos.
 
San Cristóbal procedía del mundo pagano. Su nombre era Relicto. Era hijo de un gobernador de origen cananeo, que mandaba la provincia de Siria, una de las que componían Asia Menor, dependiente del Imperio Romano.
 
Su nacimiento costó muchas lágrimas y muchos rezos, porque su madre, de edad avanzada, no había logrado tener descendencia y la pedía a los dioses con una fuerza e ilusión inimaginables.


Siguiendo la costumbre de la época le pusieron cuatro nombres: Relicto, Alfero, Réprobo y Adócimo. Sin embargo, tanto los familiares como sus paisanos le llamaron con el primer nombre y así le llamaremos nosotros hasta que reciba el bautismo y le pongan Cristóbal por la razón que ya veremos.

Relicto, educado en un ambiente pagano, era un joven de aspecto varonil, semblante agraciado y porte majestuoso que especialmente se distinguía por su desacostumbrada corpulencia y colosal estatura. Crece en un ambiente militar entre armas y soldados. Su padre mandaba un ejército de más de 50.000 soldados que guardaban la frontera del Eúfrates. Pero, además, tenía una jurisdicción tan amplia sobre las vidas y las propiedades de sus súbditos que prácticamente se vivía bajo una perpetua ley marcial. Cualquier acción, que fuese interpretada como dirigida contra el gobierno, podía ser castigada con severísimas penas como la flagelación, la confiscación de los bienes, la esclavitud y hasta la misma muerte.
 
Hombre corpulento y lleno de ideales Relicto era un gigante con una fuerza espantosa y un aspecto dominante. Él, que había crecido a la sombra del poder, aspiraba a cosas grandes. Cada mañana presenciaba la renovación de la guardia de las milicias en el patio de su propia casa y a la hora de comer compartía diariamente la mesa de su padre con diversos influyentes invitados: gobernadores, centuriones y procónsules. El tema de las conversaciones de palacio versaba irremediablemente sobre los azares de la política, los triunfos de los ejércitos, las órdenes del Emperador y un sinnúmero de noticias, chismes y bulos que unos y otros traían a menudo de la capital del Imperio.
 
En este tiempo todavía se consideraba el culto al Emperador como una necesidad de orden político. Hasta tal punto que el ciudadano que se negaba a reconocerlos como dioses, era tenido por desleal y traidor y podía ser castigado hasta con la pena capital. Relicto, de aspecto atrayente y distinguido, de entendimiento precoz y corazón ardiente, todavía en edad muy joven, sueña y aspira a servir al rey más grande de la tierra, escogiendo la carrera de las armas. Él deseaba servir, pero buscaba un rey que fuera digno de sus servicios. Su corazón grande a lo Teresa de Jesús o Agustín de Hipona vibraba de ilusión y valentía y bajo su uniforme militar se ocultaba la bravura de un héroe y la honradez de un santo.

La gran ilusión que tenía Relicto de servir al rey más grande y poderoso que existiera, se iba a hacer realidad bien pronto. Sapor I, rey de los persas, muerto el 261, se levantó inesperadamente contra Roma, conquistando la región de Mesopotamia y la célebre ciudad de Antioquía. Gordiano III, el Piadoso (a. 223-244), uno de los emperadores romanos más jóvenes que tuvo el Imperio, valiente y decidido, se puso al frente de un poderoso ejército para dirigir él personalmente la guerra contra los persas. Se batió con inigualable coraje conquistando definitivamente para Roma la importante plaza de Antioquía. Y cuentan que, cuando Gordiano llegó a Oriente al frente de las invencibles legiones romanas, le salió al encuentro Relicto y le dijo:
 
«Yo, señor, busco al mayor rey de la tierra, al rey más afamado y poderoso. Y no le busco por intereses bastardos de riquezas y hacienda, sino por la noble codicia de la honra y de la fama. Que mi valor y mi gigantesca estatura no son para servir a reyes pequeños, sino para emplearse en servicio del mayor rey del mundo. He oído decir que tú eres en la tierra el emperador más famoso. Por eso he determinado dejar al reyezuelo de Canaán y vengo a ponerme a tus órdenes».
 
Gustó al emperador su manera de razonar y, como su estatura y bizarría eran tan extraordinarias, le recibió en sus ejércitos y entre los pretorianos, que eran las tropas encargadas de servirle, guardarle y protegerle directamente.

Y se puso a servir al demonio Era feliz Relicto con su rey, pero poco le iba a durar su alegría.
 
Terminada la campaña de Oriente y ya en Roma, el Prefecto Marco Julio le hizo asesinar vilmente, apoderándose del trono y tomando el nombre de Filipo I, el Árabe (a. 204-249). Relicto, decepcionado, se puso a las órdenes del nuevo rey en la creencia de que éste sí que sería el rey más poderoso merecedor de sus servicios. Pero esta alegría le duró poco. Dicen los biógrafos que celebraba Filipo una de aquellas orgías a las que tan frecuentemente se entregaba la nobleza romana. Relicto hacía la guardia imperial. En medio del banquete uno de los trovadores dedicó su canción a Satanás, alabando en sus estrofas el poder sobrehumano del príncipe de los demonios. Relicto observó que, a medida que se sucedían los versos, Filipo se retorcía en el sillón y mudaba de color, como si cada estrofa levantara en él incesantes oleadas de angustia y de temor.
 
Relicto pensó: el Emperador tiene miedo a Satanás, luego éste tiene que ser más poderoso que él. Y decidió encontrar al nuevo ídolo porque él quería servir al señor más fuerte y poderoso de la tierra. Así abandonó Roma y se puso a servir a Satanás. Pero un día ve que Satanás empieza a temblar.
 
— Qué pasa, Satanás, ¿tienes miedo? le pregunta.
 
— ¿No viste una cruz que estaba en el camino real?
 
— ¿Qué mal te hace ese trozo de madera? A mí...
 
— Esa cruz es la insignia de un enemigo mío. Se llama Cristo y murió crucificado en ella.
 
Ante esta reacción de Satanás, Relicto decide buscar y ponerse al servicio de ese capitán, Cristo, que sería más poderoso que Satanás.


Ante la nueva decepción Relicto recorre los campos y ciudades en busca de ese crucificado al que está dispuesto a servir por encima de todo. Un buen día, que daría por fin reposo a sus álgidas inquietudes, se encontró con un hombre en el bosque. Estaba solo. Era un viejo ermitaño que rezaba arrodillado. Con respetuosa curiosidad le preguntó:

— ¿Qué haces ahí en este paraje lejos del mundo?

— Vivo en esta soledad, le contestó el ermitaño, sirviendo al Rey de reyes.
 
El corazón le pegó una fuerte sacudida. ¿Cómo? Llevaba años y años queriendo encontrar al Señor más poderoso para poner a su servicio su valentía y su grandiosa musculatura, y hete aquí que ahora, en la soledad del desierto, se encuentra de repente con un viejo que dice haber gastado su vida en el mismo intento.
 
— ¿Quién es ese Rey, señor de todos los reyes? volvió a preguntar Relicto.
 
— ¿Quién va a ser? replicó el ermitaño, el Dios todopoderoso, el Señor del cielo y tierra, que nos ha creado y, hecho hombre, murió crucificado para hacernos a todos hijos de Dios y herederos del cielo.
 
Confuso, pero contento, pensó Relicto: pues ese mismo es el que puso tan nervioso a Satanás cuando vio su cruz.
 
— ¿Y podría hacerme vasallo de ese Rey?
 
— ¡Claro que sí!, le replicó el ermitaño.
 
Así, sin pensarlo, se encontró con el Señor más poderoso que no podía ser otro más que Dios. Él no le conocía, porque era pagano; pero la gracia, premiando su noble y valeroso proceder, le salió al encuentro y le descifró el enigma.

Relicto quedó prendado de la conversación de aquel viejo ermitaño y se quedó con él para que le enseñase a conocer y servir al Señor todopoderoso que era la ilusión más grande que había tenido en su vida. Así conoció a Jesucristo, su vida, su pasión y muerte, su resurrección y que todo lo hizo para servir y para salvar a los hombres. Relicto comprendió muy pronto que para servir a Jesucristo, más que su fuerza hercúlea, más que la lozanía de sus años mozos, precisaba imitar sus ejemplos y hacer bien a sus prójimos. Por eso una mañana pregunta al ermitaño:
 
— ¿Cómo he de servir a mi nuevo señor?
 
— Con oración y ayuno, le contesta el ermitaño.
 
— Si no se rezar...
 
— Entonces, ayuna.
 
— ¿No ves mi corpulenta estatura? He de comer más que los otros para mantenerme y poder vivir, le replicó Relicto. Dedicarme horas y horas a la oración y al ayuno es superior a mis fuerzas.
 
— Sírvele entonces con tu gran estatura y tus fuerzas.
 
No comprendió, sin embargo, Relicto aquella propuesta, pero estaba dispuesto a todo por muy costoso que fuera con tal de servir a ese gran Señor. Aquella entrega incondicional del Señor que, siendo omnipotente, permitió que le clavaran en una cruz y se hizo esclavo por amor a los hombres, le había tocado las fibras más sensibles de su alma y estaba dispuesto a seguir su ejemplo. Pero, ¿cómo podía ser útil a los demás?
A la mañana siguiente Relicto se despertó preocupado. No había podido dormir bien. ¿Cómo podría imitar a Jesucristo y complacerle ayudando a los demás? Y así se lo hizo saber al ermitaño. Aquel hombre de Dios le sacó de dudas.
 
 
Había no lejos de allí un río caudaloso, que los caminantes apenas podían vadear.
 
— Mira, le dijo el ermitaño señalándole el río, quédate ahí a la orilla y, por amor a Jesucristo, ayuda a pasar las aguas a los que lo necesiten. Relicto obedece un poco contrariado al ver el insignificante sacrificio que se le pedía y que aquel rey no precisaba de su espada. Pero, sumiso, obedece, sabiendo que así servía al señor más grande de la tierra haciendo lo que Él había dicho: que lo que hagáis a uno de éstos, los pequeños, los necesitados, a Mí me lo hacéis.
 
En pocos días levantó una choza junto al cauce del río, a la misma vera del camino y puso en ella su morada. Allí serviría a su Señor trasladando sobre sus hombros a cuantos precisasen cruzar el río. Cuántas veces, Relicto, cuando, roto de cansancio, se preparaba para dormir, sentía los golpes que aporreaban su puerta. Pero él, venciendo la contrariedad que le suponía, con diligencia, decidido y alegre, ponía en pie su gran corpulencia y abría la puerta al caminante que solicitaba su ayuda. Se lo cargaba sobre sus anchos hombros, tomaba en su mano derecha el gran tronco de árbol que le servía de apoyo y se disponía, paso a paso, a trasladar al caminante a la otra orilla del río. Pero un día...

De esta forma se pasaba Relicto los días rezando y buscando alimento para fortalecer su gran corpulencia y tener así la fuerza suficiente para poder vadear la corriente trasladando a la otra orilla a quienes lo necesitaban. Pero una tarde, al caer el crepúsculo, sintió extraños, golpes, en la puerta de su cabaña. Abre y ve a un chavalillo simpático y precioso que le pedía, por favor, que le trasportase a la otra orilla.
 
Relicto, sin pereza y con la alegría reflejada en su semblante, se echa encima la túnica, toma en sus manos el enorme tronco, que le servía de cayado, y, como cosa de juguete, carga sobre sus hombros el insignificante peso de aquella pequeña criatura. ¿Qué podía tardar, así pensaba él, en transportar a aquel pequeño? Pero, apenas puso los pies en el agua, se da cuenta que aquel niño pesaba mucho más que aparentaba. Sus piernas se tambaleaban. Y tanto aumentaba el peso que el gigante se sentía desvanecido en medio de la corriente hasta casi perder las esperanzas de llegar hasta la orilla opuesta.
 
Rendido y sudoroso llegó por fin a la otra orilla y entre contrariado y avergonzado puso al niño en la arena y le dice con mal disimulada ironía:
 
— «¿Quiénes eres niño? ¿Cómo te llamas? En gran aprieto me has puesto. Pesas tú más que el mundo entero».
 
— Yo soy el creador de cielos y tierra, el Señor más fuerte y poderoso a quien tú siempre quisiste servir. Desde ahora te llamarás Cristóforo o Cristóbal, que significa «portador de Cristo» porque has llevado a Cristo sobre tus hombros. Y desapareció.

Cristóbal se quedó atónito. ¿Habría sido un sueño o una alucinación lo que le había ocurrido? No, no lo era. Allí estaba el testimonio de que era verdad. Porque el Niño Jesús, antes de desaparecer, le dijo que clavase su tronco en el suelo y allí permanecía aquella estaca, antes reseca y manoseada, convertida en graciosa y esbelta palmera. No se podía engañar. Y volvió a su cabaña que tuvo que abandonar para prepararse a recibir el bautismo.
 
Se trasladó a Antioquía, donde residía el obispo San Babilas, quien escuchó pacientemente el relato de su vida y le administró el bautismo, poniéndole el nombre de Cristóbal. Cristóbal, por inspiración divina, abandonó su tierra natal y se encaminó a Licia. Allí predicó el evangelio de Cristo como celoso y ferviente misionero. Pero malos tiempos corrían para los discípulos de Cristo.
 
El sanguinario Decio (a. 201-251), publicó su célebre «Edicto General contra los cristianos» para exterminarlos, ya que rehusaban ofrecer sacrificios a los dioses. Las órdenes del Emperador se encargó de cumplirlas en Sarnas, donde vivía Cristóbal, el gobernador Dagno, quien, enfurecido, al verse burlado por Cristóbal que se negaba a adorar a sus dioses afirmando que derramaría hasta la última gota de su sangre por ese Cristo al que había prometido servir hasta el final de su vida, mandó que fuera decapitado, rodando su cabeza por el suelo y desplomándose su cuerpo en un gran charco de sangre.
 
El Martirologio Romano, calendario y santoral de la Iglesia Católica, en el día 25 de julio expone cuándo, cómo y por quien fue martirizado, después de haber sido atormentado.

San Cristóbal es, sin duda, uno de los santos, que desde los primeros siglos del cristianismo gozaron de mayor popularidad. La historia de su martirio fue recopilada por primera vez en las más antiquísimas Actas de la iglesia de Oriente, que recoge después en todas sus ediciones el Martirologio Romano.
 
Lo mismo ocurre con la Misa del santo, que aparece en las ediciones de misales y breviarios de las distintas liturgias desde los tiempo más remotos. San Ambrosio, nacido el 340 en Tréveris y muerto en Milán el 397, hace un maravilloso resumen de la vida de San Cristóbal en el prefacio que compuso para su Misa. A partir del siglo V, no sólo es frecuente entre los cristianos llevar por nombre de pila el de Cristóbal, sino que también se consagran a él infinidad de pueblos, iglesias, monasterios e incluso nacieron diversas asociaciones con el fin de ayudar y proteger a los caminantes, teniéndole a él por patrono y modelo al reflejarse en su vida la acción humanitaria y caritativa y el premio que recibió del mismo Cristo confirmando que lo que se hace con los demás con Jesús se hace.
 
¿Qué catedral de aquella época no tiene su bella imagen de talla policromada con su capilla aparte? ¿O su figura monumental pintada, ocupando una de sus más altas paredes interiores?
 
Y lo mismo en la literatura con Santilla, Lorca y Machado, que celebraron a San Cristóbal en sus obras, como en la pintura de los maestros españoles, italianos, alemanes... aparece su figura como «portador de Cristo».

La devoción a San Cristóbal, no se ha eclipsando, sino que con la aparición del vehículo motorizado se extiende y propaga cada vez más. Hasta los Romanos Pontífices han invocado su protección componiendo ellos mismos oraciones en su honor para despertar y encauzar la piedad de los hombres del volante y promover en ellos el sentido de la responsabilidad, de la prudencia y de la solidaridad. ¿Qué conductor no lleva la imagen de San Cristóbal en el frontis de su turismo o su camión, o en la cartera, juntamente con la Virgen patrona de su pueblo? Muchos invocan su protección cada vez que cogen el volante, otros encienden o hacen encender velas ante su altar.
 
Los conductores aceptaron el patrocinio de San Cristóbal desde el primer momento y con total unanimidad. Actualmente se celebra con toda solemnidad y alegría su fiesta en infinidad de pueblos, siendo actos imprescindibles del programa la Eucaristía en su honor, celebrada en la Parroquia y muchas veces al borde de la misma carretera, la bendición de los vehículos y el desfile de los mismos delante de su imagen. Que también los conductores imitemos su ejemplo ayudando al prójimo, que es ayudar a Cristo y evitando la insolidaridad y las imprudencias que ocasionan tantos daños en esa tragedia diaria que son los accidentes.
 
La devoción a San Cristóbal debe movernos a imitar sus virtudes. Por eso los coloca la Iglesia en un pedestal y sobre los retablos: para que nos protejan y también como modelos asequibles y seguros en la forma como debemos vivir nuestro cristianismo. No basta, por lo tanto, sólo rezar a San Cristóbal y echarse a correr despreocupada y alocadamente por nuestras carreteras. Es indispensable conocer las limitaciones del conductor, sus condiciones físicas, las situaciones atmosféricas y el estado de las carreteras y cómo es y está el vehículo que se conduce. Eso nos dirá los límites de la velocidad, la prudencia al conducir para evitar los riesgos y peligros existentes, observando cuidadosamente las normas de tráfico que nos avisan de ellos para evitar un daño propio o a otras personas y también privándose de conducir sino se está totalmente sereno y ser completamente consciente de que llevar un vehículo es, en cierta forma, como empuñar un arma, que distrae y divierte, si se usa con precaución, y responsablemente, pero que mata si no se tienen las precauciones necesarias.
 
San Cristóbal no ayuda a los imprudentes.  Como santo que es practica la norma elemental de prudencia descendiendo automáticamente de todo vehículo que no cumpla las normas establecidas en bien de una convivencia respetuosa. No lo olvides: San Cristóbal no ayuda a los imprudentes.


 


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