SAN BUENAVENTURA, SUS ORACIONES Y SU VIDA


San Buenaventura nunca apartó la mirada de su padre espiritual: San Francisco de Asís.
 
Por el contrario, su celo en seguir las huellas del Poverello y la fidelidad a su carisma hicieron que la Orden de los Frailes Menores se mantuviera íntegra y unida. Así pasó para la Historia como su segundo fundador.
 

ORACIÓN
 
¡Oh glorioso San Buenaventura,
hijo del corazón de Francisco,
gloria de la Orden Seráfica
y columna de la Iglesia Católica!
 
Por el celo con que mirasteis
la honra y gloria de Dios,
dad una mirada a todos los fieles
e inspiradles una sólida piedad
y una devoción sincera,
que los separe del amor de las cosas terrenas
y los una íntimamente a Dios.
 
Una piedad que es útil para todo,
y que lleva en sí la paz y la concordia,
el sostén de la familia,
la fraternidad y caridad cristianas,
ornamento de la piedad y de la Iglesia.
 
Una piedad que une
a los habitantes de ese destierro
con los ciudadanos de la patria celestial,
y que ilumina la inteligencia
con la luz increada que es sabiduría y amor;
y mantiene viva la fe,
firme la esperanza,
hasta que por medio de la caridad
nos introduce en el seno de Dios
para disfrutar de su gloria
por toda una feliz y dichosa eternidad.
 
Ventura sin igual, de corazón seráfico,
de espíritu angélico,
genio de la sabiduría,
enviadnos un rayo de luz
y una centella de amor
para conocer los peligros
y aborrecer todo lo terreno,
a fin de que nuestro corazón
se mantenga fiel a las divinas inspiraciones
y con el ejercicio de la virtud
merezcamos llegar a poseer y gozar
las delicias del amor eterno.
 
Amén.
 
San Buenaventura, Doctor Seráfico, nació en el año 1218 en Bagnoregio, Toscana, Italia, en las cercanías de Viterbo. Pertenecía a rico y esclarecido linaje. Su padre, Juan de Fidenza, era médico. Su madre se llamaba María Ritela.


Juan le pusieron en el bautismo, y así siguió llamándose hasta cumplir los cuatro años, en que contrajo enfermedad gravísima. Los médicos lo habían ya deshauciado. Pero providencialmente pasaba San Francisco de Asís por el castillo en que vivían. La madre, angustiada, acude a él y le expone el caso, implorando su intercesión ante el Señor y prometiéndole que, si curaba, se consagraría el niño al divino servicio.
 
El Santo de Asís tomó a la criatura en sus brazos, lo bendijo y exclamó: «¡0h buena ventura!», y profetizó que sería religioso de su Orden. Sanó el niño repentinamente y, desde este feliz momento, comenzó a llamársele Buenaventura. Nombre que le recordaría, durante toda su vida, el voto que había hecho su madre y que él estaba dispuesto a cumplir fielmente, siguiendo la llamada de Dios.
 
A los trece años, empieza a estudiar en las Universidades de Italia, haciendo progresos maravillosos en los estudios y no menores en toda clase de virtudes. Su humildad y la inocencia de su vida lo libraron de caer en tantos peligros a los que desgraciadamente está expuesto el mundo estudiantil.
 
En París estudió Teología y escuchó las enseñanzas del famoso «Doctor Irrefragable», Alejandro de Alés, franciscano originario de Inglaterra.
 
Entre las varias órdenes religiosas que conocía, le atraía más la franciscana, porque veía en ella estrecha compatibilidad entre la ciencia y la sencillez evangélica, según él mismo confesaba. Así que, con extraordinario gozo de su espíritu, viste, por fin, el hábito franciscano, pasando un año de noviciado fervorosísimo, que desembocó felizmente en la profesión religiosa.

Ya estaba Fray Buenaventura consagrado a Dios, y, desde los primeros días, se mostró ejemplar religioso y aplicadísimo escolar. Había cumplido veintidós años. Y ahora lo que le preocupaba era prepararse lo mejor posible para el sacerdocio. Intentaba lograr esto con ayunos, disciplinas y largas horas de oración. Todo le parecía poco para recibir tan alta dignidad.
 
En cuanto a su persona, no veía en sí nada más que faltas e imperfecciones, y, por humildad, se abstenía algunas veces de recibir la Comunión, por más que su alma ansiaba unirse al objeto de su amor y acercarse a la fuente de la gracia, que es la Eucaristía. Pero un milagro permitió al Siervo de Dios superar tales escrúpulos. Así lo cuentan las actas de la canonización:
 
«Desde hacía algún tiempo, no se atrevía a acercarse al banquete celestial. Pero, cierta vez en que asistía a la misa y meditaba sobre la Pasión del Señor, nuestro Salvador, para premiar su humildad y su amor, hizo que un ángel tomara de las manos del sacerdote una parte de la hostia consagrada y la depositara en su boca».
 
A partir de entonces, Buenaventura comulgó sin ningún escrúpulo y encontró en la Comunión una fuente de gozo y de gracias.
 
GOZOS A SAN BUENAVENTURA
 
Buenaventura dichoso,
vuestras glorias cantaremos,
y en ellas admiraremos
lo que fuisteis venturoso.
 
Sol fuisteis, Buenaventura,
y Luz del Divino Ser,
pues nacisteis Rósicler
de divina compostura:
Y en trono, de luz tan pura,
Serafín sois portentoso;
Buenaventura dichoso,
vuestras glorias cantaremos,
y en ellas admiraremos
lo que fuisteis venturoso.
 
Siendo tan gran santidad
la que por gracia tenéis,
riquezas, mil poseéis,
siendo pobre en la humildad:
En la ciencia, y soledad,
solo apreciais lo virtuoso;
Buenaventura dichoso,
vuestras glorias cantaremos,
y en ellas admiraremos
lo que fuisteis venturoso.
 
Del Cielo a la tierra viene
el gran Dios a visitaros,
y como grande, a ensalzaras
todo el Cielo se previene:
Buenaventura a Dios tiene,
mirad, pues, si es poderoso;
Buenaventura dichoso,
vuestras glorias cantaremos,
y en ellas admiraremos
lo que fuisteis venturoso.
 
Custodia del Sacramento,
cuando a vos la hostia os viene,
Dios en vuestro pecho tiene
solio amoroso, y asiento:
Y por daros alimento,
camina Dios amoroso,
Buenaventura dichoso,
vuestras glorias cantaremos,
y en ellas admiraremos
lo que fuisteis venturoso.
 
Cuando al mundo muerto estáis,
vida sois para los muertos;
en el mal parto, y sus tormentos,
milagroso os ostentáis:
Y en estos peligros dais quietud,
descanso, y reposo,
Buenaventura dichoso,
vuestras glorias cantaremos,
y en ellas admiraremos
lo que fuisteis venturoso.
 
Templan tu muerte, y rigor
Angeles con melodía;
la noche fue claro día,
coronada de esplendor:
Oh venturoso Doctor,
Cardenal maravilloso
Buenaventura dichoso,
vuestras glorias cantaremos,
y en ellas admiraremos
lo que fuisteis venturoso.
 
Angel solo no os quedasteis,
que mas alto subisteis,
y por lo que en amor tuvisteis,
a Serafín os pasasteis
y mas alto os remontasteis
para ser el mas hermoso;
Buenaventura dichoso,
vuestras glorias cantaremos,
y en ellas admiraremos
lo que fuisteis venturoso.
 
La Religión Franciscana
es quien logra esta ventura,
y en tu peregrina hechura
aparecéis flor temprana:
Si azucena de mañana
siempre sois Lirio oloroso
Buenaventura dichoso,
vuestras glorias cantaremos,
y en ellas admiraremos
lo que fuisteis venturoso.
 
TORNADA
 
Buenaventura glorioso,
pues por Patrón os tenemos,
de Vos nos ampararemos
en cualquier lance forzoso.
 
Ordenado sacerdote, Fray Buenaventura se entregó con entusiasmo a la tarea de cooperar a la salvación de las almas. Visitaba hospitales y leproserías, viajaba a pie y en jumento, y predicaba con tanta unción que derretía los corazones. Dotado de genio penetrante y juicio equilibrado, en sus locuciones y escritos, iba siempre al fondo de la cuestión, dejando a un lado lo superfluo y poniendo de relieve los sofismas de las teorías equivocadas. Ponía especial cuidado en que los estudios le sirvieran para la propia santificación y en que no degeneraran en disipación y vana curiosidad.

San Buenaventura era ya, en 1248, Bachiller en Sagrada Escritura, y, en 1253, Licenciado en Teología. Por entonces estudiaba también en la misma Universidad de París, el dominico Santo Tomás de Aquino, conocido por la posteridad como el Doctor Angélico. Ambos santos trabaron íntima y fuerte amistad, que les duró toda la vida. Los dos recibieron el grado de doctor el mismo día, convenciendo San Buenaventura a Santo Tomás para que se graduase antes que él, lo que consiguió a duras penas. Es la lucha de los santos por la humildad.
 
Se cuenta que, entrando un día Santo Tomás en la celda de San Buenaventura, le rogó le mostrase los libros más importantes de donde sacaba aquella sublime doctrina que todo el mundo admiraba. San Buenaventura descorrió una cortina y, enseñándole un crucifijo que allí veneraba, le dijo:
 
—Sabed, Fray Tomás, que este es mi mejor libro.
 
En otra ocasión, lo sorprendió Santo Tomás escribiendo la vida de San Francisco de Asís, y no lo quiso interrumpir. Y, saliendo fuera de la celda, dijo a los presentes:
 
—Dejemos que un Santo trabaje por otro Santo.
 
El Papa mandó a San Buenaventura y a Santo Tomás que cada cual compusiera en latín el Oficio Divino de la solemnidad del Corpus. Santo Tomás comenzó a leerlo en presencia del Sumo Pontífice. Y, al escuchar San Buenaventura tantas maravillas, rompió el suyo dentro de la manga del hábito donde lo llevaba guardado. A ese Oficio del Corpus, escrito por Santo Tomás, pertenecen los famosos y devotos himnos Pange lingua y Tantum ergo, que todavía cantamos en la exposición y reserva del Santísimo Sacramento.
 
Malos años de estudio y enseñanza les tocó vivir a estos buenos compañeros. Eran años de revueltas estudiantiles. Pero ambos lucharon juntos por el mismo ideal.

Con general aplauso enseñó San Buenaventura, durante diez años, en la Universidad de la Sorbona, comentando al Maestro de las Sentencias, Pedro Lombardo. Pero los violentos ataques de algunos profesores de París contra los franciscanos, perturbaron la paz de los años que San Buenaventura pasó en esta ciudad. Tales ataques se debían, en gran parte, a la envidia que provocaban los éxitos pastorales y académicos de los hijos de San Francisco, y a que la santa vida de los frailes resultaba un reproche constante a la mundana existencia de otros profesores.

El jefe del partido que se oponía a los franciscanos, era Guillermo de Saint Amour, quien atacó violentamente a San Buenaventura en una obra titulada «Los peligros de los últi-mos tiempos». San Buenaventura se vio obligado a suspender sus clases durante una temporada, y, para refutar las funestas y pérfidas impugnaciones de Guillermo de Saint Amour y del maestro Gerardo de Abbeville contra los franciscanos y las Ordenes Mendicantes en general, compuso los opúsculos titulados «Apología de los Pobres» y «Pobreza de Jesucristo».
 
El Papa Alejandro IV nombró una comisión de cardenales para que examinasen el asunto en Agnani, con el resultado de que fue quemado públicamente el libro de Guillermo de Saint Amour, fueron devueltas sus cátedras a los hijos de San Francisco y se les impuso silencio a sus enemigos. Esto sucedía el año 1257. El dos de febrero del mismo año, reunido el Capítulo General en el Convento de Araceli de Roma, presidido por el Romano Pontífice, es elegido por unanimidad Ministro General de la Orden Franciscana, a los 36 años de edad, Fray Buenaventura de Bagnoregio, residente, como decimos, en París, en el emporio del saber de aquel tiempo, que era la Universidad.

Al tomar posesión del cargo, pronunció estas palabras, que dicen tanto de su humildad y sencillez:
 
«Conozco perfectamente mi incapacidad, pero también sé cuán duro es dar coces contra el aguijón. Así pues, a pesar de mi poca inteligencia, de mi falta de experiencia en los negocios y de la repugnancia que siento por el cargo, no quiero seguir opuesto al deseo de mi familia religiosa y a la orden del Sumo Pontífice, porque temo oponerme con ello a la voluntad de Dios. Por consiguiente, tomaré sobre mis débiles hombros esa carga pesada, demasiado pesada para mí. Confío en que el cielo me ayudará y cuento con la ayuda que todos vosotros podéis prestarme».
 
El cielo, desde luego, lo ayudó, gobernando la Orden con firmeza y prudencia, sin caer en extremos. Se retiró primeramente al monte Alvernia y allí se preparó para tan importante empresa.
 
Entre los Capítulos Generales que presidió, ninguno más notable que el de Narbona de 1260, por su influencia en la organización de la Orden. En él redactó y recopiló San Buenaventura las Ordenaciones de los Capítulos anteriores.
 
Luchó denodadamente contra los enemigos internos y externos de la Orden y se ganó la voluntad de todos por el prestigio personal de su saber y de su virtud, por su tacto y equilibrio, y la admiración por los antiguos eremitorios, a los que le gustaba retirarse por largas temporadas.
 
San Buenaventura veía la necesidad de que subsistieran estos eremitorios para los frailes que optaran por llevar la vida de los primeros tiempos. Pero el Santo prefería las fraternidades grandes, porque allí se observaba mejor la disciplina regular, los oficios eran mejor distribuidos y servían de más copioso fruto a las almas por la abundancia de confesores y predicadores, y la mayor facilidad para los estudios.

Entre sus virtudes preferidas, están la humildad y la pobreza, la oración, la mortificación y la paciencia y, sobre todo, la caridad, pues frecuentaba los hospitales para consolar y poder curar hasta con sus propias manos. Según el Siervo de Dios, la perfección cristiana, más que en el heroísmo de la vida religiosa, consiste en hacer bien las acciones más ordinarias. He aquí sus propias palabras:
 
«La perfección del cristiano consiste en hacer perfectamente las cosas ordinarias. La fidelidad en las cosas pequeñas es una virtud heroica».
 
El objeto preferido de sus meditaciones y amores seráficos, era la Pasión sacratísima del Señor. También el Sagrado Corazón de Jesús recibió especial culto entre el pueblo cristiano, gracias al Seráfico Doctor. Y uno de sus principales cuidados fue el promover por todas partes la conversión de los pecadores. Para ello, se valía de la devoción a la Santísima Virgen, Madre de Dios. Diariamente le ofrecía algún obsequio. Quería que se le dedicasen las iglesias de la Orden y que se celebrasen sus fiestas con la mayor solemnidad. Siempre sacaba a la Virgen en conversaciones y sermones. Escribió libros para promover su devoción y compuso el Oficio de la Virgen. Mandó a sus religiosos que propagasen el rezo del «Angelus». Tenerle devoción equivalía, para él, imitarla en su pureza y humildad.
 
Los auditorios de sus predicaciones solían ser los Papas, los reyes, las universidades, las corporaciones eclesiásticas y especialmente las comunidades religiosas de ambos sexos. Varón de inmaculadas costumbres, inteligencia singular y nobleza de carácter, llegó a ser muy apreciado por los reyes de Inglaterra, Navarra y otros príncipes europeos. Sobre todo se ganó el afecto de San Luis, Rey de Francia. Este poderoso monarca convidábale con frecuencia a su mesa y admitía con agrado sus acertados consejos. San Buenaventura ayudaba siempre con amable candor a su real amigo.

En el desempeño de su cargo, brillaron siempre su prudencia, su llaneza y amor de padre en atender a sus súbditos de cualquier categoría que fuesen. Fray Gil, el que fue compañero de San Francisco, preguntó una vez a San Buenaventura si los ignorantes podían amar a Dios tanto como los sabios.
 
—Naturalmente —respondióle el Santo— Una mujercilla sin letras puede amar a Dios más que un sabio doctor de la Iglesia.

Encantado con esa respuesta, Fray Gil corrió a la puerta del Convento, y empezó a gritar:
 
—Escuchad, buenas mujeres: ¡Vosotras podéis amar a Dios más que Fray Buenaventura!
 
Dícese que, como Ministro General, fue un día a visitar el Convento de Foligno. Cierto fraile tenía grandes deseos de hablar con él, pero era demasiado tímido y humilde para atreverse a hacerlo. Pero, al marcharse San Buenaventura, el fraile cayó en la cuenta de la oportunidad que había perdido y echó a correr tras él y le rogó que lo escuchase un instante. El Santo accedió enseguida y sostuvo una larga conversación con él a la vera del camino. El fraile volvió, consolado, al Convento. Y San Buenaventura, al contrario, observó ciertas muestras de impaciencia entre los miembros de su comitiva, y les dijo complaciente:
 
«Hermanos míos, perdonadme, pero tenía que cumplir con mi deber, porque soy a la vez superior y siervo y ese frailecillo es, a la vez, mi hermano y mi amo. La Regla nos dice: "Los superiores deben recibir a los hermanos con caridad y bondad y portarse con ellos como si fuesen sus siervos, porque los superiores son, en verdad, los siervos de todos los hermanos". Así pues, como superior y siervo, estaba yo obligado a ponerme a la disposición de ese frailecillo, que es mi amo, y a tratar de ayudarle lo mejor posible en sus necesidades».
 

Hoy día apenas comprendemos cómo San Buenaventura, a pesar de sus ocupaciones y de haber vivido sólo 56 años, pudo escribir once gruesos volúmenes en folio que forman el total de sus obras auténticas. La influencia de esos escritos ha sido enorme en todos los tiempos, lo mismo dentro que fuera de la Orden. Y es que en la persona de San Buenaventura se juntan ciencia y experiencia, pues no cabe duda de que, antes de llegar a las alturas de la unión mística, tuvo que sostener recias batallas consigo mismo y con sus aviesas inclinaciones.

En todas sus obras brillan precisión y claridad escolásticas, así como un estilo brillante y armonioso, muy propio del que es maestro no sólo en las ideas, sino también en el buen decir. Por eso mereció que su doctrina se enseñara en todas las universidades del mundo. Entretanto daba clases en la Universidad de París, escribió «Comentarios a la Biblia» y «Comentarios al Libro de las Sentencias», de Pedro Lombardo. Ambos constituyen una verdadera suma de teología escolástica.
 
De esta última obra dice el Papa Sixto IV que «la manera como se expresa sobre la teología, indica que el Espíritu Santo hablaba por su boca». Gerson, el devoto y erudito Canciller de la Universidad de París, escribe: «A mi modo de ver, entre todos los doctores católicos, San Buenaventura es el que más ilustra la inteligencia y enciende al mismo tiempo el corazón». «No existe doctrina más sublime, más divina y más religiosa que la suya». En efecto, en su libro «Arte de predicar», da un lugar muy importante a la ciencia, a la filosofía y a la experiencia. No obstante, él es, por encima de todo, el místico, que se preocupa siempre de inflamar los corazones, así como de convencer las inteligencias.

La «Leyenda Mayor» o «Vida de San Francisco de Asís», es una de sus obras más famosas. La escribió el Santo por encargo del Capítulo General de Narbona. En ella recuerda haber sido curado milagrosamente, en su infancia, por el santo Fundador de la Orden. Además del «Oficio de la Pasión del Señor», que compuso con fines litúrgicos, escribió «Meditaciones de la Vida de Cristo». Hace en ellas bellísimas consideraciones sobre la misma y manda a los predicadores y a los confesores de la Orden que exhorten más y más, al pueblo, al conocimiento y a la imitación del Salvador paciente.
 
En el opúsculo «Regla de los novicios», escrito en 1259-60, instruye a los novicios en el modo de orar, de confesarse y comulgar, sobre la manera de conducirse en el refectorio, dormitorio y servicios comunes, trato con los demás, lucha contra las tentaciones y práctica de la pobreza.
 
Su libro «Itinerario de la mente hacia Dios» da consejos para la búsqueda interior de Dios. Dice: «Es algo misterioso y profundamente escondido; quien no lo ha vivido, no lo sabe; y quien no lo desea, no puede vivirlo; y no puede desearlo sino el que está lleno hasta la médula del fuego del Espíritu Santo que Cristo ha enviado a la tierra...». Gerson dice que es «una obra inmensa, libro en que el espíritu se eleva y el corazón se abrasa».
 
La «Carta que contiene veinticinco memoriales de perfección», es un breve código ascético, de valor inestimable por lo que de autobiográfico encierra. Leyéndola, se columbran los esfuerzos que hizo para desligar su corazón de todo afecto desordenado de las criaturas y lograr una extremada exquisitez de conciencia, y se entrevén sus progresos en el ejercicio de las virtudes.

Otras de sus obras místicas son el «Soliloquio» y el tratado «Sobre el triple camino». Es conmovedor el amor que respira cada una de sus palabras.
 
En resumen: los muchos libros que dejó escritos San Buenaventura están llenos de celestial doctrina y de un fuego tan grande de amor divino que penetran hasta lo íntimo de las entrañas y bañan el alma de suavísima dulzura y devoción. Por eso Pío XII lo proclamó Príncipe de la Mística y exhortó a los cultivadores de las ciencias eclesiásticas, con palabras del Seráfico Doctor, a unir el estudio a la práctica de la espiritualidad.
 
Hasta en su aspecto físico fue dotado por Dios de las más altas prendas. Alejandro de Alés solía decir de su discípulo que parecía como si Adán no hubiera pecado en él.
 
La Iglesia lo llama «siervo prudente y fiel» y hace resaltar esa complexión extraordinariamente perfecta del Doctor Seráfico: «He aquí un varón bueno, benigno, de agraciado aspecto, de costumbres puras y de palabra agradable».
 
Las Actas del Concilio de Lyón dicen de él expresamente: «Con tan encantadora amabilidad lo había adornado el Señor, que los corazones de los que lo veían quedaban prendados y sentíanse arrastrados hacia él». Es lo mismo que, en forma más llana, confesaban sus contemporáneos, al afirmar que no habían visto otro hombre tan hermoso, tan santo ni tan sabio como él. Parecía que en el candor, armonía y pureza de San Buenaventura, Dios había revelado un destello de la naturaleza inocente. Y es que su rostro reflejaba el gozo, fruto de la paz en que su alma vivía. Como él mismo escribió, «el gozo espiritual es la mejor señal de que la gracia habita en un alma».

En 1265, el Papa Clemente IV trató de nombrar a San Buenaventura Arzobispo de York, pero el Santo consiguió disuadir de ello al Pontífice. A la muerte de éste, era tan grande el concepto que los cardenales tenían del Seráfico Doctor que, no aviniéndose sobre la persona que habían de elegir como sucesor, dieron los votos a San Buenaventura para que él solo designase al que le pareciera más digno de sentarse en la silla de San Pedro. San Buenaventura nombró a Teobaldo, que tomó el nombre de Gregorio X.
 
Este Papa lo honró con el capelo de Cardenal y lo nombró Obispo de Albano, mandándole lo aceptara por obediencia y que acudiera inmediatamente a Roma. Entretanto, despachaba dos legados pontificios para que le entregaran el capelo y las otras insignias de su dignidad. Lo hallaron cerca de Florencia, en el Convento de Mugello, y en el preciso instante en que estaba ocupado, con otros varios frailes, en lavar los platos de la cocina. No se inmutó lo más mínimo por la llegada de los legados del Papa, sino que les pidió permiso para continuar con el trabajo que traía entre manos. Les rogó que colgaran el capelo de la rama de un árbol que allí cerca había y que paseasen un poco por la huerta hasta que terminase la tarea. Sólo entonces San Buenaventura tomó el capelo y fue a presentar a los legados los honores debidos a su dignidad.
 
Acompañó al Papa en el viaje a Lyón y aquí recibió del mismo Pontífice la consagración episcopal. Organizador y alma del Concilio, las sesiones se desarrollaron con buenos augurios, lográndose, por fin, que, el 6 de julio de 1274, los embajadores y prelados griegos abjuraran solemnemente del cisma, reconociendo la primacía del Papa.

San Buenaventura, resentido de su salud, en el Capítulo General de la Orden celebrado ese mismo año en Lyón, depuso el cargo de Ministro. Durante el Concilio, cayó enfermo de gravedad. El Sumo Pontífice le administró la Santa Unción. Pero no pudiendo recibir el Viático por los violentos vómitos que lo molestaban, rogó le acercasen la Divina Eucaristía. Apenas tocó el pecho del Santo, penetró una forma hacia dentro, dejando señal visible del prodigio.
 
Con grande paz voló hacia Dios esta lumbrera de la Iglesia en la madrugada del 15 de julio de 1274, en el Convento de los Franciscanos, a la edad de 56 años. Todos lloraron su muerte.
 
En ese mismo día se celebró el solemne funeral, al que asistieron el Papa, Don Jaime el Conquistador, Rey de Aragón, y los Padres del Concilio. Fray Pedro de Tarantasia, dominico y cardenal, que ciñó más tarde la tiara pontificia con el nombre de Inocencio V, predicó la oración fúnebre, y dijo en ella:
 
«Cuantos conocieron a Buenaventura, lo respetaron y lo amaron. Bastaba simplemente con oírle predicar, para sentirse movido a tomarlo por consejero, porque era un hombre afable, cortés, humilde, cariñoso, compasivo, prudente, casto y adornado de todas las virtudes».
 
Y caso único en la Historia: El Sumo Pontífice mandó celebrar una misa a todos los sacerdotes de la Iglesia en sufragio del alma de nuestro Santo.
 
Gran número de milagros se realizaron por su intercesión. Y no fue el menor el que, 160 años después, en 1434, al trasladar sus reliquias a la nueva iglesia de los Franciscanos, se hallara su cabeza totalmente incorrupta.
 
El Papa Sixto IV lo canonizó el año 1482. En 1588, Sixto V lo proclamó Doctor de la Iglesia, asignándole el título de Doctor Seráfico.


 

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