SAN GERARDO DE MAYELA, 3 PODEROSAS ORACIONES PARA RECIBIR FAVORES FAMILIARES Y SU VIDA

 
De pocos santos se han registrado tantos eventos maravillosos como los de San Gerardo. El proceso de su beatificación y canonización revela que sus milagros fueron de la más amplia variedad y profusión.
 
Son innumerables los favores y prodigios obtenidos para las madres y sus hijos a través de la intercesión de San Gerardo. Aunque la Iglesia no lo ha proclamado oficialmente como el patrón de las madres, se espera que algún día lo haga.
 
Durante su vida ayudó a las madres necesitadas; desde su muerte, en 1755, ha habido un flujo continuo de favores extraordinarios otorgados a las madres que le oraron; hoy hay millones de personas que buscan ayuda para obtener la bendición de la maternidad y las dificultades que conlleva la maternidad.


Con frecuencia caía en éxtasis mientras meditaba en Dios o en Su santa voluntad y en esos momentos se veía a su cuerpo levantado varios pies sobre el suelo. Existen registros auténticos que demuestran que en más de una ocasión se le concedió el milagro inusual de ser visto y conversar con él, en dos lugares al mismo tiempo.
 
 
ORACIÓN PARA PEDIR UN FAVOR

Beatísima Trinidad, yo tu hijo,
te doy gracias por todas las gracias y privilegios
que otorgaste a San Gerardo,
especialmente por aquellas virtudes
con que lo adornaste en la tierra y la gloria
que ahora le das en el cielo.
 
Concluye tu trabajo, oh Señor,
para que tu Reino venga a la tierra.
Y por sus méritos de aquellos que están
en unión con Jesús y María,
concédeme la gracia por la cual te pido
(mencionar aquí su petición).

Y tu, mi poderoso intercesor, San Gerardo,
siempre dispuesto a ayudar a quienes recurren a ti,
ruega por mi.
 
Acude delante del trono de la Divina Misericordia
y no te marches sin haber sido escuchado.
 
A ti te confío este importante y urgente asunto
(volver a mencionar aquí su petición).
 
Graciosamente toma entre tus manos mi causa
y no permitas que termine esta oración
sin experimentar los efectos de tu intercesión.
 
Amén.


ORACIÓN DE UNA MADRE POR LA FAMILIA

Oh Glorioso San Gerardo
que viste en cada mujer
la imagen viviente de María Santísima,
Esposa y Madre de Dios, y la quisiste,
con tu intenso apostolado, a la altura de su misión,
 bendíceme a mi y a todas las madres del mundo.
 
Vuélvenos fuertes para mantener
nuestras familias unidas;
socórrenos en la difícil tarea
de educar cristianamente a nuestros hijos;
da a nuestros maridos el coraje de la fe y del amor,
a fin de que, basados en tu ejemplo
y confortados por tu ayuda,
podamos ser instrumentos de Jesús
para hacer a este mundo mas bueno y justo.
 
En particular, ayúdanos en las enfermedades,
en el dolor y en cualquier necesidad;
o al menos danos la fuerza de aceptar cristianamente
 cada cosa para que seamos imagen
de Jesús Crucificado como lo fuiste tú.
 
A nuestras familias, danos la felicidad,
la paz y el amor de Dios.

ORACIÓN DE UNA MADRE ENCINTA

Oh gran San Gerardo,
amado sirviente de Jesucristo,
perfecto imitador de tu Manso y Humilde Salvador,
y devoto Hijo de la Madre de Dios:
enciende en mi corazón una chispa
de ese fuego celestial de caridad
que brilló en tu corazón y te hizo un ángel de amor.

Oh glorioso San Gerardo,
porque cuando fuiste falsamente acusado de crimen,
 sobrellevaste, como tu Divino Maestro,
sin murmullos ni quejas, las calumnias
de hombres malvados,
has sido elevado por Dios como Patrón
y Protector de las madres encinta.
 
Sálvame del peligro y de los excesivos dolores
que acompañan el nacimiento del niño,
y protege al niño que ahora llevo,
para que pueda ver la luz del día
y recibir las aguas del bautismo
a través de Jesucristo Nuestro Señor.
 
Amén.
 
SU VIDA Y MILAGROS
 
La vida de San Gerardo de Mayela es una delicia. Parecen páginas arrancadas de las Florecillas de San Francisco.
 
Cerca de su pueblo hay una capillita llamada de Capotiñano donde se venera una devota imagen de la Virgen María con un precioso Niño Jesús en sus brazos. Los padres de Gerardo le educaron en una intensa piedad y una fervorosa devoción hacia la Virgen María. Cuando apenas contaba cinco años ya solía frecuentar esta ermita unas veces acompañado y otras él solo.


En cierta ocasión estaba arrodillado rezándole cuando vio como la cosa más natural del mundo bajarse el Niño Jesús de los brazos de su Madre y ponerse a jugar con él.

El Niño le regaló un panecito de pan blanco que Gerardo llevó gozoso a su madre. Este hecho se repitió una y más veces. Hasta que cierto día una de sus hermanas quiso seguirle para ver si era verdad, y, desde lejos, presenció, con gran admiración, toda la encantadora escena.
 
Gerardo se limitaba a decir a su madre:
 
—«Mamá, este panecillo me lo ha regalado un niño que es hijo de una mujer bellísima y que siempre juega conmigo. Él también es muy hermoso».
 
Su hermana no pudo contener las lágrimas y lloró de emoción. Corrió a su madre y le contó cuanto había presenciado en la Iglesita de Capotiñano. No había duda. Su hermano Gerardo era un santito ya que el Niño Jesús jugaba con él como con su mejor amigo.

En el reino de Nápoles, en la provincia de Potenza, hay un pueblecito que se llama Muro Lucano. Aquí, del matrimonio Domingo Mayela y Benita Galella, nació el pequeño Gerardo. Tuvo además tres hermanas. Sus padres le educaron cristianamente. Su padre era sastre y su madre llevaba además de las faenas propias de la casa, unos campos que poseían como pequeños agricultores.
 
Gerardo fue a la escuela desde muy pequeño, pero que hubo de abandonar a los doce años porque al morir su padre debía ayudar a la economía de la casa que no era boyante.
 
En la escuela era muy querido por el maestro. En muchas ocasiones el maestro quedaba admirado de cómo aquel niño podía hacerle preguntas tan serias e impropias de su edad. Y, sobre todo, las explicaciones tan elevadas que le daba. También era el compañero más apreciado de todos los demás condiscípulos gozándose de su compañía.

Gerardo iba estupendamente en los estudios, pero hubo de interrumpirlos para ganar dinero y ayudar así a la marcha de la casa al quedarse huérfano de padre. Pero antes, en casa de Domingo y Benita hubo un gran acontecimiento que aún tuvo la dicha de vivir su cristiano padre: fue la Primera Comunión del pequeño Gerardo.
 
Cuando tenía siete años un día quiso «colarse» y se metió en la fila de los que pasaban a comulgar. El sacerdote que distribuía la Sagrada Comunión al verlo lo miró con mala cara y... pasó de largo. El pequeño Gerardo quedó muy triste y así se lo hizo saber a su querido amigo Jesús. Éste se lo premió ya que le dijo:
 
—«No temas, esta noche enviaré a San Miguel para que te lleve la Comunión».
 
Esta fue la Primera Comunión. La segunda no fue menos milagrosa. Estaba ensimismado en la oración y platicando con Jesús cuando el mismo Jesús le preguntó:
 
—«Gerardo, ¿tienes muchas ganas de recibirme dentro de ti como hacen los mayores?»
 
—«Sí, Jesús, tú bien sabes que ardo en ganas de recibirte». Y el mismo Jesús le dio la Santísima Eucaristía.
 
Pero la Primera Comunión, la que oficialmente le permitía sentarse ya con los mayores en la Mesa del Altar, la recibió cuando tenía diez años, cosa nada usual en aquellos tiempos que se hacía a los doce y aún mayores. Y lo que más vale: El seguía con grandes ansias de recibir a Jesús cada día. Le permitían hacerlo dos veces por semana. Su gozo cuando llegaba el día era incontenible...

Al morir su padre, Domingo Mayela, dejaba el pequeño taller de sastrería sin que nadie ganara algo para llevar la familia adelante. Por ello, Benita, su madre, lo colocó de aprendiz en casa de un tal Martín Pannuto, que tenía fama de ser una buena persona y un buen maestro. Pero tenía con él un oficial que era todo lo contrario: de mal genio, iracundo, blasfemo, etc... Gerardo debía aguantar cuanto pudiera porque debía aprender bien para llevar el taller que dejó su padre. Este oficial aprovechaba todas las ocasiones que se le ofrecían para mortificar al pobre Gerardo: le pegaba, le reñía, le daba empujones, lo maltrataba cuando podía. Gerardo en cambio le obedecía, le respetaba y trataba de hacer lo mejor que podía cuando él le mandaba.
Por ello muy bien se lee en una vistosa lápida de mármol encima de la puerta de lo que fue taller de Pannuto: «Aquí estuvo el taller de Pannuto, del cual hizo Gerardo escuela de virtudes».
 
Quizá pasó en este taller de sastrería y de santidad unos tres años. Durante ellos se fue forjando el espíritu de sacrificio y paciencia en cuyas virtudes siempre se distinguió Gerardo. Pasados unos años, y después de bien preparado, se hizo cargo del taller paterno en el que se distinguía por su honradez, por su pericia en el arte de la tijera y de la aguja, y, sobre todo, en la virtud de la caridad. Durante este tiempo empezó también ya a hacer milagros a los que él no daba importancia alguna, más aún, los veía como algo natural pero que los demás los tenían como auténticos portentos sobrenaturales.

Corta iba a ser la vida de Gerardo y por ello había que aprovecharla. El seguía trabajando cuanto le era posible por crecer en santidad amando al Señor y sirviendo a sus hermanos. Gerardo no había nacido para este mundo y por ello cuantos le trataban veían en él algo nada común y por más que él tratase de ocultarlo aparecía todo lo sobrenatural que el Señor había derramado sobre su alma. El sólo se sentía gozoso cuando podía estar cerca de Jesús o de los servidores de Jesús. Para ello veía que el camino más seguro era abrazar la vida religiosa. Así lo manifestó en varias ocasiones a diferentes personas pero parece que todos le daban largas.
 
Tenía un tío carnal que era provincial de los religiosos capuchinos y le pidió ser admitido en su Orden. Al ver que no gozaba de salud robusta, creyendo que no sería capaz de observar la regla tan dura de su Orden le rogó que desistiera de esta ilusión.
 
Viendo cerradas las puertas se enteró de que el obispo de Lacedonia, monseñor Albini, necesitaba un criado. Por su temperamento irascible y enfermizo, nadie duraba más de un mes a su servicio. Gerardo de tal forma se puso a su cuidado y de tal manera aceptó toda clase de improperios... que le acompañó con gran caridad hasta la muerte del prelado tres años después.
 
Durante este tiempo se realizó aquel famoso milagro obrado por San Gerardo:
 
Estaba un día sacando agua de un pozo cuando se le cayó la llave del palacio. Gerardo no se inmutó. Ató un Niño Jesús a una cuerda y lo descolgó hasta el pozo para que le cogiera la llave. Así lo hizo el Niño obediente a la voz de su amigo. Aún hoy se llama a este pozo, el Pozo de Gerardo.

Gerardo conocía que el Señor le llamaba. El golpeaba en las puertas y éstas no se le abrían. Incluso su misma madre se oponía tenazmente porque creía que su hijo no era para esa vida y porque por otra parte ella lo necesitaba para que por su medio entrasen algunas monedas a aquel hogar...
 
En 1749, él tenía 23 años, llegaron a su pueblecito unos misioneros redentoristas, recién fundados por el Obispo de Santa Agata dei Gotti, Alfonso María de Ligorio. El director de este grupo de 15 misioneros era el Padre Cafaro. Venerable redentorista pero no fácil de convencer.
 
El joven Gerardo trató de ganarse la simpatía de aquellos misioneros para que lo admitieran entre ellos como a un religioso más. Padre Cafaro dio largas. Más aún, le dijo que su vocación era quedarse en el mundo y hacer bien en el mundo. La madre de Gerardo, temiendo que se fuese con ellos, no pensó en otra cosa que hacer lo que hacían las madres con sus hijos y las esposas con sus esposos en tiempo de San Bernardo: encerrarle en una habitación.
 
Pero el Señor cuando tiene sus planes los lleva hasta el fin. El joven Gerardo hizo unas cuerdas de las sábanas y se descolgó por la ventana... Se unió con el grupo de redentoristas y por fin el padre Cafaro no pudo menos que aceptarlo entre los suyos creyendo que duraría muy poco tiempo. Pero no fue así. Abrazó de lleno aquella vida de hermano Redentorista y fue siempre muy querido de parte de todos. Fue el ejemplo para hermanos y sacerdotes.

Gerardo amaba con todo su ser a Jesús en la Eucaristía. Junto con su gran amor a la Virgen María lo era todo para él. Ya antes de ingresar en la vida religiosa se pasaba noches enteras haciendo vela ante el sagrario. Hasta consiguió que el señor cura le entregara la lave de la iglesia para poder entrar él cuando quisiera. Cerraba la puerta y allí oraba.
 
En cierta ocasión le dijo Jesús desde el sagrario: —«¡Loquillo, loquillo!». A lo que Gerardo le respondió: «Más loco eres Tú, que estás ahí encerrado por mi amor»...
 
Cuando le llegó la calumnia de la que hablaremos más adelante, el mayor castigo que le fue impuesto y lo que más le dolió fue sin duda alguna la prohibición que le hizo San Alfonso de no acercarse a comulgar hasta nueva orden.
 
Un día llegó un Padre redentorista de fuera y le dijo:
 
—«Hermano Gerardo, ayúdeme a servir la Misa».
 
—«No puedo, Padre. Lo siento mucho».
 
—«Pero ¿cómo? ¿No eres tu Fray Gerardo... de Jesús?»
 
—«Sí, Padre, pero no puedo servirle en esta ocasión».
 
—«Bueno, ya sé que tienes prohibido comulgar pero servir la Misa no».
 
—«Perdone, Padre, pero no puedo, porque si le sirvo la Misa, cuando llegue el momento de la comunión y vea a Jesús en vuestras manos, no podría detenerme y... se lo robaría...».

Nuestro héroe había pedido al Señor parecerse a Él en su Pasión... como veremos más adelante. El Señor fue duramente calumniado. El Hermano Gerardo si quería parecerse al Maestro, también. Y le llegó la hora.
 
Era una exmonja. Una joven que perdió la cabeza y acusó a nuestro Hermano de lo que más ajeno estaba de él. De un desliz contra la santa pureza a la que amaba con toda su alma angelical para más y mejor servir al Señor y parecerse a la Virgen María... Pero como la calumnia era tan clara y tan exactos los detalles, el Padre Alfonso no pudo menos de encerrarle en una especie de cárcel para que cumpliera con el castigo merecido.
 
Gerardo había aprendido muy bien el valor de la obediencia mucho mayor aún que el del mismo sacrificio a pesar que también él era sumamente devoto de toda clase de mortificación. Los mismos superiores debían estar atentos para ver lo que ordenaban al Hermano Gerardo ya que él lo tomaba al pie de la letra.
 
Cuando estaba un día en la cárcel, Padre Alfonso pensaba para sí: «Yo estaría seguro de su inocencia si ahora se presentara aquí.» Todavía estaba pensando en ello cuando se abre la puerta, con gran admiración de todos, y se le acerca el Santo diciendo:
 
—«Padre, ¿qué desea, pues me ha llamado?».
 
San Alfonso se levantó y manifestó en público lo que acababa de suceder y declarando que era totalmente inocente el Hermano Gerardo...

La tierna y filial devoción hacia la Virgen María le venía desde su niñez. Su buena madre le había inculcado un profundo amor por la Madre del cielo. Este amor que iba creciendo de día en día llegó a su culmen al vestir la sotana de redentorista y al pasar años al lado de su fundador San Alfonso María de Ligorio, que ha sido uno de los santos más fervientemente devotos de la Virgen María y de los que mejor y más han escrito sobre Ella.
 
Gerardo dio gracias al Señor y a la Madre del cielo por el detalle que habían elegido para él, al poder vestir la sotana religiosa en el mismo día de la Virgen del Carmen, 16 de julio de 1752. Desde niño vestía el Escapulario del Carmen y siempre trataba de cumplir con las obligaciones de los que lo visten.
 
Cuentas sus biógrafos que cuando llegaban las fiestas de la Virgen María gozaba con toda su alma y animaba a los demás a celebrarlas con toda gratitud y con gran gozo. Ya desde niño acudía a la Virgen María con gran confianza en todas sus necesidades y hablaba con la Virgen como con el mejor amigo o con la más tierna Madre. No tenía secretos para Ella. A Ella le encomendaba todos sus asuntos. Cuando obraba los más retumbantes milagros les quitaba toda su importancia porque no era él quien los hacía sino la Virgen María a la que había acudido.
 
Sentía una tierna y purísima amistad con las religiosas carmelitas a las que llevó muchas y selectas vocaciones y no hay duda de que ellas también colaborarían a aumentar y a vivir esta gran devoción hacia la Virgen María.

Como ya hemos dicho la caridad fue su virtud preferida y la que más practicó a lo largo de toda su vida. La mayor parte de sus milagros fueron hechos en favor de los demás y para sacar de algunos apuros a personas necesitadas. Así por ejemplo aquel famoso milagro sucedido cuando estando un día en Nápoles le dijeron que una terrible tormenta había arrebatado a una embarcación los pasajeros de a bordo y que seguramente todos estaban ya ahogados.
Al oírlo, sin pensarlo dos veces, se tiró al agua tal como iba vestido y se perdió entre las olas embravecidas hasta que sacó la barca a tierra tirando de ella como si se tratara de un bulto de poco peso y salvando a todos sus tripulantes y a cuanto en ella llevaban.
 
Pasó por los conventos donde lo destinaba la obediencia dejando una estela de santidad, de trabajo y de fiel observancia. Pero a una cosa le tenían miedo los Padres administradores: a que dejase vacía la despensa o el granero. Cuando llegaban los pobres solía entrar a la despensa y acababa con todo... Pero no era en detrimento de la propia comunidad, sino todo lo contrario. Así lo demostró el Padre Caione que vio con maravilla que cuando más cosas y enseres regalaba a los pobres el Hermano Gerardo... más se llenaban los depósitos de la comunidad.
 
Por una categoría de personas sentía un afecto especial: éstos eran los más pobres y los enfermos. Para ellos no había que escatimar ni horarios ni gastos. Todo era para ellos y por ellos. Cuantos pobres acudían a la portería sabían que el Hermano Gerardo sería su socorro y su consuelo...

Tres fueron las principales devociones que a lo largo de toda su vida practicó nuestro hermano Gerardo: la Eucaristía, la Virgen María y la Pasión del Señor. El conocía muy bien, por lo menos en la práctica, la doctrina que recuerda San Pablo de «hacer en nuestro cuerpo lo que falta a la Pasión de Cristo».
 
El Hermano Gerardo trataba siempre de cumplir en sí mismo la imagen de Cristo Paciente. Intentaba reproducir en su vida todos los tormentos de la Pasión y Muerte del Señor. Para ello trataba de darse disciplinas y derramar sangre por Jesucristo. Aún antes de ser redentorista ya trataba de ganarse a los mozalbetes para que le dieran palizas y le golpeasen con furia haciéndoles creer que le hacían un gran bien en lugar de producirle dolor.
 
Cuando estuvo durante tres años al servicio del obispo de Lacedonia, monseñor Albini, consiguió de los criados del mismo esta gracia: la de que cada día le azotasen bárbaramente y que le profiriesen toda clase de improperios para así más y mejor asemejarse al Salvador Paciente, al Siervo de Yahvé. Hasta consiguió en más de una vez que le arrastrasen por las calles empedradas de Muro, su pueblecillo. Tuvo en cierta ocasión la gran alegría de ser crucificado a imitación del Maestro en un Viernes Santo, en la representación de un acto teatral. Pero él rogó a los que hacían de soldados que le atasen y clavasen de veras para que resultase más real la escena.
 
Aún se conservan en Nocera Pagani las estrellas de hierro y punzantes cilicios con un letrerito que indica al piadoso visitante: «Disciplina y cilicios usados por San Gerardo Mayela»...

El Hermano Gerardo no era para este mundo. Por ello una vez predicado el sermón que el buen Dios le encomendó se lo llevó al cielo con Él. Su cuerpo era todo caridad y sólo deseaba gastarse por el Señor y por sus hermanos.
 
La última comunidad redentorista que se enriqueció con el ejemplo de sus virtudes fue la de Materdómini en la que dejó una estela de gran caridad. Era el encargado de la portería donde dejaba atónitos a cuantos le trataban por la dulzura de trato y ardiente caridad que sentía hacia todos. Tanto se extendió su fama de caridad y santidad por aquella comarca que todos le conocían como el «padre de los pobres».
 
Cuando tan sólo contaba con veintinueve años, seis meses y siete días, le llamó el Señor. Su muerte, como su vida fue fruto de su obediencia ciega, pronta y sobrenatural. Fue este voto el que le llevó al sepulcro. A pesar de estar enfermo y con una fiebre altísima salió a postular por las calles. Al poco de salir sufrió un ataque de hemoptisis y hubo de volver urgentemente a su convento de Materdómini, ya sólo para morir.
 
El 16 de agosto, en, pleno «ferragosto italiano», cuando el calor aprieta de lo lindo, voló al cielo. Su muerte fue como su vida: plácida, dulce, rodeada de éxtasis... sonriente.
 
En aquellos supremos momentos todos los presentes comprendieron que venían Jesús y María a consolar y a buscar a su fiel servidor... Con 29 años de vida y seis sólo de religioso redentorista... alcanzó una gran santidad.
 
En 1893 el papa León XIII lo beatificó y once años más tarde, el 1904, el papa San Pío X, lo canonizó. Hoy su cadáver, sus reliquias, son lugar de peregrinaciones y de milagros.

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