SAN JUAN DE DIOS, BENDITO PATRONO DE LOS ENFERMOS QUE SUFREN EN LOS HOSPITALES


Desde que tenía ocho años hasta el día en que murió, San Juan de Dios siguió todos los impulsos de su corazón. El desafío para él, era seguir las indicaciones que el Espíritu Santo que le dio, no sus propias tentaciones humanas. Pero a diferencia de muchos de los que actúan impulsivamente, cuando San Juan de Dios tomaba una decisión, no importaba cuán rápido, se mantenía firme, sin importar las dificultades.

San Juan de
Dios
es el santo patrono de los libreros, impresores, enfermos cardíacos, hospitales, enfermeras, enfermos y bomberos, y es considerado el fundador de los Hermanos Hospitalarios.


 
ORACIÓN PARA LA SANACIÓN DE UN ENFERMO
 
Glorioso San Juan de Dios,
ayúdanos a actuar por amor
tan pronto como sintamos
los mensajes del Espíritu Santo.
 
Ayúdanos a aprender a luchar
contra las tentaciones
en nuestras cabezas y corazones
que nos dan todo tipo de excusas
para esperar o demorar
en nuestro servicio a Dios.
 
Que por tu mediación,
los enfermos del mundo
sean atendidos correctamente,
alivia sus aflicciones y penas,
clama sus dolores,
bendice sus medicinas
y restaura en ellos la salud.
 
Especialmente te pido por:
 
(Decir el nombre del enfermo)
que sufre sin encontrar alivio,
te pido que cures su cuerpo
y confortes su alma,
para que consiga una rápida recuperación.
 
Amén. 

 
SU VIDA
 
San Juan de Dios nació el 8 de marzo de 1495 en Fuentemayor, pequeña ciudad de la diócesis de Evora, en Portugal. Era un pequeño pueblecito y sus padres de humilde condición pero muy buenos cristianos y muy estimados de todos.
 
Llegó a Montemayor un viajero y a un corro de niños les contaba las maravillas de la villa de Madrid... Juan Ciudad —nombre real de San Juan de Dios— escuchaba atento tanta maravilla y a pesar de su corta edad, pues no tenía más que ocho años, tomó un atillo de ropa y partió de la casa para sin decir nada a nadie... Tuvo más suerte que la andariega Santa Teresa ya que a ella le interpuso su marcha su tío a los pocos pasos de Avila... Atravesó llanuras y colinas, cruzó el Guadiana y llegó hasta las tierras de Castilla.


 Era demasiado niño para pasar más adelante y al llegar a Oropesa pidió a Francisco Cid, hombre de fortuna,  que lo tomase a su servicio. Su buena madre al enterarse murió de pena a los veinte días de la partida de Juan. Su padre no cesó de buscarlo por todos los alrededores y al no dar con él, se retiró a un convento de padres franciscanos donde murió en olor de santidad. Francisco Cid Mayoral envió a Juan a guardar un rebaño. Pronto la seriedad y el buen juicio de Juan ganaron la amistad y confianza del amo, que lo nombró administrador de sus bienes y llegó a ofrecerle la mano de su hija.

Sus cristianos padres —Andrés Ciudad y Teresa Duarte— infundieron en él una tierna y filial devoción a la Virgen María. Nunca Juan se olvidaría de rezar por lo menos las tres Ave Marías antes de dormir. El rosario sí que cuando sea mayor y se abandone un poco arrastrado por los compañeros, lo abandonará hasta que vuelva de nuevo al camino de Jesucristo.
 
En casa del señor Francisco Cid Mayoral de Oropesa poco a poco se fue granjeando la confianza y la amistad de todos. La hija del amo se enamoró de aquella belleza enérgica y varonil. El amo no sólo dio gustoso su consentimiento sino que lo deseaba y buscó por todos los medios. Juan pidió tiempo para reflexionar.
 
Un día igual que hiciera en su hogar, abandonó la casa de Francisco sin decir nada a nadie. Le parecía oír una voz interior que le decía:
 
—Adelante; tu no puedes atarte a una mujer hermosa ni a una casa rica, ni a un porvenir obscuro, espera algo mejor...
 
Se alistó entre los soldados en contra de Francisco 1 de Francia. No le faltaron peripecias en este tiempo: Se abandonó bastante en su vida de piedad. Un día le tiró el caballo y lo estrelló contra unas piedras. En cierta ocasión un capitán le entregó una considerable cantidad de dinero que después le quitaron otros soldados. Desconfiaron de él y lo condenaron a ser ahorcado. Cuando ya iban a ahorcarle pasó por allí un caballero y al enterarse de lo que pasaba dio una cantidad de dinero por su rescate y fue arrojado del ejército. La Virgen María, a la que acudió en fervorosa oración lo había librado de la muerte.
 
Expulsado del ejército volvió a Oropesa y de nuevo fue recibido con gran alegría por su amo devolviéndole toda la confianza anterior. Quiso volver a su pueblo para ver a sus padres y pedirles perdón por su fuga. No encontró a casi nadie conocido. Yendo hacia allá recibió una gracia del cielo: Cayó extenuado de fuerza por el hambre y cansancio y al despertar encontró a su lado tres panes y un vaso de vino. No se atrevía a tocarlo por si era algo sobrenatural. Tuvo miedo... Algo parecido a la escena de San Elías cuando cansado en el desierto se le apareció un ángel y le entregó un pan y un vaso de agua.
 
Juan en acción de gracias empezó a recitar el padre nuestro y al llegar a las palabras: "El pan nuestro de cada día dánosle hoy...", oyó una voz que le dijo:
 
—"Come y bebe, que para ti se ha traído este pan y este vino"...
 
De nuevo se alistó en el ejército y llegó hasta Viena y Hungría. Volvió por tercera vez a España y se dirigió hacia Andalucía. En Sevilla se hizo ganadero. Pasó a Ceuta y aquí se puso a vender libros y estampas piadosas por las calles de Gibraltar y Algeciras. En Ceuta ayudó gratuitamente durante bastante tiempo a una familia portuguesa venida a menos. Mientras trabajaba de albañil o cuidaba el rebaño se dedicaba también a asistir a los enfermos y necesitados. No tenía ciudad permanente, ni casa, ni ajuar. Era lo que se llama vulgarmente "un vagabundo", un auténtico "trotamundos".
 
Aquella vida no llenaba el corazón de Juan. Se levantaba y caía. Caía y se volvía a levantar. Ni él mismo estaba a gusto con aquel género de vivir. El señor tampoco. Y por eso iba muy pronto a llegarle la "hora" de su verdadera y definitiva "conversión".
 
El 20 de enero de 1537 San Juan de Avila predicaba en Granada donde había puesto una sencilla librería Juan Ciudad. Y lo hacía sobre el mártir de Jesucristo, San Sebastián. El célebre predicador de Andalucía, el llamado Beato Avila, lo hacía con palabras de fuego. Resaltó de un modo especial la dicha de sufrir por Cristo y la necesidad de abandonar todo aquello que nos separa de El. Dijo la gran alegría que se siente cuando se sufre por Cristo y cómo en este mundo estamos sólo de paso para conseguir la eternidad.
 
Las palabras de fuego que brotaban con fuerza de los labios del Beato Juan de Avila caían como mazazos en el corazón de Juan Ciudad. Vinieron a sus recuerdos los desvaríos que había cometido durante sus años de soldado y de su juventud. Y la gran pena de no haberse entregado de lleno y para siempre a Jesucristo. No pudiendo contener más el fuego y las lágrimas que ardían en su corazón y en sus ojos, allí, sin respetos humanos, se echó por tierra en la misma Iglesia y empezó a gritar con todas sus fuerzas:
 
—¡Misericordia, Señor, Misericordia! 
 
Le arrojaron de la Iglesia como si estuviera loco, pero él seguía por las calles y plazas de Granada gritando:

—"¡Misericordia, Señor, Misericordia!"
 
Pequeños y mayores se reían de él y le decían toda clase de insultos. El se sentía contento de ello.

Tocado su corazón por la gracia de la predicación del Apóstol de Andalucía corrió a su pobre librería y repasó los libros. Con todos aquellos que trataban de caballería, —que llamaríamos hoy novelas románticas— hizo una hoguera y con enorme alegría les prendió fuego mientras entonaba himnos al Señor.

Los otros libros piadosos y estampas, los regaló a todos los transeúntes. También regaló cuantos utensilios tenía allí y todo su ajuar. Se quedó sólo con la ropa puesta y aún ésta la cambió por otra más pobre y la buena la regaló a un mendigo.


Así, descalzo, la cabeza descubierta y desaliñada y con un pobre bastón en la mano, empezó a dar vueltas por la ciudad dando señales de penitencia, pidiendo perdón a todos de sus pecados y gritando:

—"Soy un pecador, soy un pecador. Pedid misericordia al Señor por mí".

Pequeños y grandes se le quedaban mirando como un bicho raro. Muchos le dirigían palabras insolentes, se mofaban de él y hasta le tiraban la basura tratando de arrojarlo de su lado. El se sentía contento con toda esa sarta de improperios y contestaba:

—"Hacéis bien. Todo esto y mucho más me lo merezco por mis muchos pecados. Debo ser despreciado como la basura. Debo ser tratado como el mayor criminal".

Todo aquello se agrandaba. Las autoridades creyeron debían tomar cartas en el asunto porque oían por doquier de labios de peques y mayores:

—"¡Al loco, al loco!". Juan no estaba loco. Mejor dicho, loco sí, pero loco de amor a Jesús y de pena por sus pecados.

Juan Ciudad no estaba loco pero se hizo pasar por tal, por la sencilla razón de que amaba a Dios y no sabía cómo demostrárselo si no era sufriendo y padeciendo desprecios por El. Aquí encontró el camino para conseguirlo. Nada le importaba su honor y los aplausos de los hombres que tantas veces vamos detrás de ellos. Le importaba sólo amar a Jesús y sufrir por El.

Una vez en la cárcel pronto se dio cuenta de lo mucho que sufrían los pobres presos. Lo dura e injustamente que eran tratados por los carceleros y él salió en su defensa. Cuando los azotaban injustamente les decía a los verdugos:

—"¡Crueles!, ¡perversos!, tened piedad de estos pobres hombres que son inocentes y los castigáis sin razón. ¿Y pretendéis que esta Casa se llame casa de caridad?".

Entonces se cambiaba la escena. Se volvían hacia él y le castigaban bárbaramente. El no se defendía, no les criticaba. Se alegraba de sufrir aquellos atropellos y les decía con gracia:

—"Dad, dad fuerte. Castigad esta carne que es la culpable de todo lo malo que hay en el mundo".

Los carceleros poco a poco empezaron a cambiar y a admirar tanta virtud. Ellos mismos fueron quienes rogaron a la superioridad que aquel hombre fuera puesto en libertad porque ni era delincuente ni estaba loco.

Después de varios meses pasados en la cárcel, por los consejos que recibía de almas buenas, y en especial de su padre confesor y del Apóstol Padre Juan de Avila a cuyos oídos llegó tanta penitencia y virtud. Juan Ciudad cambió de modo de obrar.

Dejó de hacerse pasar por loco y trató de obedecer a cuanto los superiores le indicaban. Salió de la cárcel y se entregó comedidamente a hacer obras de caridad en todas partes. Para saber acertar y empezar su nueva vida con buen pie pensó que nada mejor que ir a visitar como peregrino a la Virgen del Famoso Santuario de Guadalupe y ponerse a sus pies y disposición. Allá se dirigió, a Extremadura. Llevó una vida muy penitente pero sin hacer extravagancias.

De regreso a Granada se dedicó a vender leña y cuanto sacaba de ella lo repartía entre los más pobres. Con una ayuda que recibió alquiló una casita y albergaba en ella a los más pobres y a los enfermos. El mismo se encargaba de cuidarlos y curarlos. Lo hacía con tanta dedicación y compostura que pronto empezó a ser la admiración de toda la ciudad de Granada.

Estaba echada la primera semilla de la futura GRAN OBRA HOSPITALARIA, la Orden religiosa que hoy en tantas partes del mundo y desde su fundador tantas y tan maravillosas obras de caridad está realizando para bien de los más pobres y necesitados.

Aquel joven indómito, pastor, soldado, que huye de un beneficioso matrimonio, aquel vagabundo y trotamundos, aquél que se hace pasar por loco, encuentra su verdadero camino y su misión definitiva. La Caridad, reina de todas la virtudes.

Todos estamos llamados a cambiar, a ser mejores. Los Santos tuvieron un punto, un momento, en sus vidas en el que se convirtieron a Dios por completo. Algunos hasta llegaron a cambiar su nombre queriendo interpretar así que ya había muerto aquel hombre viejo y que de ahora en adelante tan solo lo que intentaban era servir al Señor y sus hermanos los hombres.

La vida de Juan Ciudad dio un viraje de 180 grados. El Obispo de Tuy era a la vez el Presidente de la Audiencia de Granada. Quería entrañablemente a Juan y conocía la gran misión que le esperaba. Como venido del cielo un día le dijo:

—"De ahora en adelante te llamarás Juan de Dios". Este mismo Obispo le pidió que llevase hábito religioso y que organizase la vida de los compañeros que le ayudaban en su misión de ayuda a los enfermos. No le agradaba del todo la noble idea a Juan pero había hecho promesa seria ante la Virgen de Guadalupe de ponerse a las órdenes de los superiores y de hacer cuanto le ordenasen a pesar de su repugnancia. Con todo la Orden de los Hermanos Hospitalarios de San Juan de Dios, los Fatebenefratelli, como se les conoce en Roma, no nacieron hasta después de la muerte de San Juan, su verdadero fundador.

El cambio de nombre fue todo un presagio. De aquel joven nervioso, lleno de vitalidad, inestable y vagabundo, un tanto alocado y excéntrico, tan solo quedó una dedicación completa y total con la misma vitalidad o más que antes, a sus pobres enfermos y pobres de toda clase y condición. Su entrega a Dios y a los hermanos en cuerpo y alma y para siempre.

La bella Granada de la que cantó el poeta: "Dale limosna, mujer, que no hay en la vida nada como la pena de ser ciego en Granada", será la verdadera patria de este gran portugués, modelo para siempre de caridad y de amor a Dios y a los hijos de Dios.

Se levantaba muy de mañana, después de haber reposado unas breves horas en un duro lecho. Recorría la ciudad con un pobre ato a las espaldas y llamaba puerta por puerta recogiendo limosna para dar de comer y comprar medicinas para sus enfermos. Con el dinero que recogía compraba medicinas y pagaba el alquiler. Con la comida y ropa alimentaba y vestía a los pobres y enfermos. A veces recurría a estratagemas para mover el corazón de los cristianos granadinos y darles la oportunidad de hacer obras de misericordia. En medio de la plaza pública se puso en una ocasión a gritar:

—"Haceos bien, hermanos, por amor de Dios; haceos bien a vosotros mismos".

Cuando encuentra enfermos o pobres, los abraza, los cura, los alimenta y no se olvida de su alma. Les pregunta:

—"¿Hace mucho que os confesasteis?". "¿Amas al Señor?...".

Y les ayuda en todas las necesidades del cuerpo y del alma. Con su presencia aquello parece una morada celestial. Los mismos que antes le dieron golpes ahora le llenan de limosnas y ayudas de toda manera. La gente se arrodilla ante él. Le piden consejos. El se humilla.

En muchas ocasiones el Señor ha obrado muchos prodigios aún en la tierra con los hombres y mujeres que le han servido con toda fidelidad. San Juan de Dios recibió muchas gracias de parte del Señor. He aquí tan solo tres:

En cierta ocasión se incendió el Hospital de Granada. Aquello parecía el fin del mundo. Nadie se atrevía a entrar. Juan de Dios piensa en sus pobres inválidos y olvidándose de sí mismo se lanza a las llamas. Todos ven cómo saca en brazos a unos y a otros. Cómo tira por las ventanas cuanto ajuar le es posible para que no sea pasto de las llamas.. Y el sale sin haberle hecho nada las llamas.

En una ocasión se le apareció el Señor por medio de un enfermo. Cargó con un moribundo y apestado. Lo llevó a su lecho, lo curó y cuando fue a besarle los pies vio que los tenía llagados. Le miró a la cara y comprendió que era Nuestro Señor Jesucristo. Con enorme afecto le dijo el Señor:

—"Juan, todo lo que haces a los pobres, a Mi me lo haces. Sus llagas son mis llagas y a Mi me lavas los pies cuando a ellos se los lavas".

Juan amaba muchísimo a la Santísima Virgen desde niño. Pero la Virgen sabía que su hijo de la tierra debía padecer como había hecho su Hijo del cielo. y quería prepararle para los tormentos. Se le apareció y le coronó con una corona de espinas a la misma vez que le decía:

—"Juan, por las espinas y los sufrimientos has de merecer la corona que mi Hijo te prepara en el cielo".

—"Madre mía —contestó Juan— vuestras espinas son mis rosas y sus sufrimientos mi paraíso".

Era lógico que vida de tanto sacrificio, ayuno y desgaste por el celo apostólico. no podía resistir durante mucho tiempo. Llevaba ya más de trece años entregado en vida y corazón al cuidado de aquellos pobres y enfermos y a pesar de no ser viejo, su cuerpo robusto y fuerte cedió a la enfermedad. Uno de los primeros biógrafos del Santo escribió con estilo de la época sobre este particular:

—"Eran tantos los trabajos que Juan de Dios se ocupaba por dar remedio a los de todos, así de caminos y salidas que hacía, en que padecía muchas frialdades, como del trabajo ordinario de la ciudad, que se desvencijó su salud". Cayó gravemente enfermo.

Pidió que le leyeran la Pasión de Nuestro Señor escrito por San Juan. Cuando terminó la lectura pidió que viniese Antonio Martín, su principal colaborador, a quien le encomendó los enfermos más necesitados, los pobres, las viudas.

Se levantó, cogió el crucifijo, que estrechaba fuertemente sobre su corazón, mientras decía con gran fervor:

—"Jesús, Jesús, en tus manos encomiendo mi espíritu".

Era el 8 de marzo de 1650. Tenía 55 años de edad. Todo Granada acudió a llorar al padre de los pobres. Los funerales fueron un verdadero triunfo y un cántico de acción de gracias a Dios por el bien que la ciudad había recibido por su medio.

En 1630 lo beatificaba el Papa Urbano VIII. Y en 1670 lo canonizaba el Papa Alejandro VIII. En 1886 el Papa León XIII lo declaraba Patrón de los enfermos, enfermeros y Hospitales. Bien se lo había ganado.


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