SANTA CATALINA DE SIENA, SUS ORACIONES, VIDA Y MILAGROS

 
La festividad de Santa Catalina es el 29 de abril. Es patrona contra el fuego, de las enfermedades, los Estados Unidos, Italia, de los abortos espontáneos, las personas ridiculizadas por su fe, la lujuria y de las enfermeras.

Santa Catalina fundó un monasterio para mujeres en 1377 fuera de Siena. Se le atribuye la composición de más de 400 cartas, su Diálogo, que es su trabajo definitivo, y sus oraciones. Estas obras son tan influyentes que Santa Catalina más tarde sería declarada Doctora de la Iglesia. Es una de las santas más influyentes y populares de la Iglesia.


 ORACIÓN

Oh maravilloso portento de la Iglesia,
virgen seráfica, Santa Catalina,
por tu extraordinaria virtud
y el bien que lograste para la Iglesia y la sociedad,
eres aclamada y bendecida por todo el mundo.
 
Oh, vuelve tu generoso rostro hacia mi,
quien, confiado en tu poderoso patrocinio,
te llama con todo el ardor y afecto
suplicándote que obtengas,
a través de tus plegarias,
los favores que tan ardientemente deseo:
(pedir aquí lo que se desea).

Tu, que fuiste una víctima de la caridad,
que para beneficiar a tu prójimo
obtuviste de Dios los más asombrosos milagros
llegando a ser la alegría y la esperanza de todos.
 
Tu no puedes dejar de ayudar
escuchando las oraciones de aquellos
que a tu corazón acuden
el corazón que recibiste del divino redentor
en éxtasis celestial.

Si, oh seráfica virgen,
demuestra una vez más
la prueba de tu poder y de tu resplandeciente caridad,
para que tu nombre sea
por siempre más bendito y exaltado.
 
Concédenos, que habiendo experimentado
tu más eficaz intercesión aquí en la tierra,
podamos un día darte las gracias en el cielo
 y disfrutar contigo de la felicidad eterna.
 
Amén

SU VIDA

Tenía apenas seis años cuando la pequeña Catalina, cogida de la mano de uno de los numerosos hermanos, pasaba por delante de la iglesia de Santo Domingo. Pronto se detuvo como si quedara petrificada, contemplando algo raro, un trono riquísimo y resplandeciente y sentado en él a Jesucristo. A sus lados a los Apóstoles San Pedro, San Pablo y San Juan.

Clavó la niña sus ojos en aquella maravilla. Jesucristo la miró también con mirada de cariño y le dio solemne bendición haciendo la señal de la cruz sobre ella. La niña quedó transformada. No quería moverse de allí. Su hermano la llamaba y empujaba pero no podía moverla. Siempre ya recordará aquella primera visión a la que seguirían en el futuro muchas otras. Hasta entonces parecía una niña como otra cualquiera. Tenía sus rarezas de cría. Desde este momento quedó transformada: Era juiciosa y formal, y hablaba sobre todo de las cosas sobrenaturales como lo hacían las personas mayores y aún mejor.


Catalina era la que hacía el número 22 de los hermanos. Sus padres se llamaron Giacomo Benincasa y Lapa de Puccio dei Piangenti. Eran buenos cristianos, y su padre de oficio tintador. En aquel cristiano hogar reinaba la alegría, la honradez y la amistad con todos los familiares y amigos. Mamá Lapa era ingenua, sencilla y buena educadora. Giacomo era trabajador, honrado y celoso de sus hijos, a los que deseaba —como todo padre— lo mejor.

De su madre aprendió Catalina a amar tierna y profundamente a Jesucristo y a la Virgen María. Nació en 1347, el año anterior de la famosa Peste Negra que asoló a casi toda Europa. Hubo ciudades que quedaron casi desiertas y muchas otras diezmadas por esta terrible mortandad. Pero a ella no le llegó la peste porque el Señor la tenía reservada una misión que cumplir.

A los siete años ya se había hecho novia de Jesús. No se lo había dicho a nadie pero ella ya le había prometido a Jesús su virginidad para siempre. Sus hermanas y su madre Lapa, sobre todo, querían llevarla por las diversiones y arreglos con los jovencitos de su edad pero ella huía cuanto le era posible por verse libre de estos compromisos. —Que tanto ofenden a Jesús— como ella decía. Un día le dijo su madre, la buena Lapa, que como toda madre sólo deseaba colocar a sus hijas en un buen matrimonio:

—Hija mía, ya tienes doce años. Ya sabes que a esta edad varias amigas tuyas ya están comprometidas con apuestos caballeros y yo no quiero que tú pierdas la ocasión ya que el Señor te ha dotado de más cualidades que a las demás... Debes arreglarte, lavarte y perfumar tu rostro. Debes vestir con elegancia y llamar la atención a los jóvenes más ricos de la ciudad de Siena.

Ya sabemos que el Señor llama a quien quiere, cuando quiere. Desde aquella rara visión la pequeña Catalina sólo ansiaba una cosa: La soledad. La soledad para estar en compañía de su Jesús y de su amada Madre María.

En cierta ocasión le sucedió algo muy raro: Cierto día cogió un poco de comida y, sin decir a nadie nada, marchó a esconderse a unas montañas. Sin conocer aquello se internó en una cueva y allí se puso a hablar en voz alta con Jesús. Cada vez gritaba más. Le parecía estar traspuesta y en otro mundo. Le parecía volar por las alturas. Su cuerpo ya no le pesaba. Sin darse cuenta veía luces refulgentes y creía encontrarse entre los ángeles y santos. Se le pasaron las horas como por encanto.

Cuando quiso salir ya era de noche y no sabía a dónde dirigirse. Tuvo miedo y acudió al Señor con gran confianza. Sin casi percatarse de lo hecho se encontró en la puerta de su casa. Aquellas alegrías y gracias recibidas en la soledad quiso repetirlas. pero viendo que era temerario volver a la montaña, encontró un lugar escondido en su gran caserón y allí pasaba horas y horas ella sola charlando con Jesús y con María, hablando ella unas veces y otras sus dos Invitados. Aquel trocito de casa era su paraíso. Su madre Lapa no quitaba los ojos de encima de su idolatrada Catalina. Era la hija que más le preocupaba. Ya había colocado a varias hijas en el matrimonio, pero ésta parecía no darle oídos a cuanto ella le decía.

—Mamá —solía decirle Catalina—: Ya sabes que en todo te obedezco, pero en esto no puedo hacerlo.

Su madre y hermanas consiguieron que se pintara, que se vistiera con elegantes trajes y que fuera al baile con ellas. Pero Catalina vivía ausente y sólo lo hacía por complacer a su madre y hermanas. Su pensamiento estaba en su cuartito escondido de casa y en la cueva de la montaña. El golpe que ella llamaba su conversión fue cuando aún siendo muy jovencita murió una de sus hermanas dejando un niñita casi recién nacida. Ante la luz de aquella caja mortuoria Catalina meditó y decidió por fin de una vez para siempre:

—Seré de Jesús. A El le ofrezco mi vida y mi virginidad. Con el quiero desposarme para siempre. Y como señal de ello cogió unas tijeras y su cabellera de oro rodó por los suelos. Esta era la señal para que mamá Lapa y los demás la dejasen en paz. Por fin tomó su padre, serio y respetuoso siempre con sus hijos, cartas en el asunto y dijo muy serio:

—Basta ya de atormentar a mi hija amadísima Catalina. Dejémosla que sirva a su Esposo libremente. Ella intercederá por todos nosotros para que seamos salvos.

El demonio no se dio por vencido. Los ataques contra ella se arreciaron. La tiraba al suelo, le hacía derramar sangre por los golpes que le daba. Le ponía delante la inutilidad de sus sacrificios y de la vida de oración que llevaba. A veces le decía:

—Catalina, eres una ingenua y una orgullosa. De nada te sirve cuanto haces. Eres ya mía. Pero Catalina sabía muy bien de las ardides de Satán y no le hacía el menor caso. Estos empezaron pronto. Ya lo hemos recordado. Por otra parte no era posible que una jovencita de su edad pudiera resistir unos ataques tan furibundos y durante tanto tiempo. Después de la tormenta vendría la calma.

Si hay en la Hagiografía o Vidas de Santos alguna Santa que haya gozado de gracias sobrenaturales creemos no exagerar si afirmamos que una de ellas, o la que más, ha sido Catalina. Tenía tal amistad con el Señor que hablaba con El como si fuera un hermano más. A ella le gustaba, sobre todo, ver a Jesús cuando tenía doce años, rubio, guapísimo, simpático. En cierta ocasión las tentaciones que sufrió fueron tantas y tan terribles que le pareció sucumbir. Eran tentaciones contra la fe, contra la castidad. Para liberarse de ellas tuvo la tentación de tirarse al profundo pozo. Estuvo ya en la cúspide del tejado para arrojarse desde allí. Se le vio con una soga en la mano para ahorcarse desde un árbol. Por fin pasó la tormenta y se le apareció Jesús a la edad de doce años, y ella, ni corta ni perezosa, le dijo:

—Tirano, más que tirano, ¿dónde te habías ido y me habías dejado sola?

—No, no me he ido, estaba muy cerca de ti, Catalina.

—Pero ¿no has visto que he estado a punto de sucumbir? ¿Por qué me has abandonado?

—Ya te digo, que no me he ido. ¿Qué por qué has vencido? Mientras tú luchabas y creías estar sola yo estaba dentro de tu corazón ayudándote a vencer al enemigo.

Recibió muchas gracias místicas: El anillo nupcial, el cambio de corazón, el don de hacer milagros.


En el tiempo de Catalina no había todavía Monjas en el sentido canónico como en la actualidad. Pero había una especie de Congregación que se llamaban con diversos nombres, uno de ellos era el de Mantellatas o manteladas, que llevaban sobre sus cabezas y hombros una especie de capa negra para significar que a pesar de vivir en el mundo no querían ser del mundo y que luchaban contra las máximas que el mundo busca: honores, placeres, riquezas, pasatiempos. Los años que pasó entre las manteladas dominicas fueron años de entrega total al servicio del Señor y a su propia santificación. Para ella ya no importaba nada del mundo ni de sus máximas. Sólo quería una cosa: Ser del agrado del Señor y salvar las almas de los pecadores. Estos cuatro primeros años fueron años de formación espiritual y de grandes gracias místicas que recibió en abundancia.

En toda la ciudad de Siena se hablaba de esta joven apuesta y de una familia bien conocida que se había entregado de lleno al Señor. Como suele suceder en estas ocasiones había comentarios para todos los gustos, desde los que la juzgaban como una santa hasta los que decían estaba endemoniada. A ella no le importaban los juicios de los hombres. Durante este tiempo aprendió a leer y desde entonces ya rezó siempre el Oficio Divino que tanto bien hacía a su alma. Dice un testigo presencial que «ante ella no se podían tener pensamientos ni deseos menos puros porque contemplarla a ella era elevarse hacia Dios». Aun sin saberlo ya se apunta su apostolado que le prepara el Señor.

—¡Catalina! —le dijo un día Jesucristo llamando a su puerta— sal fuera, pues te necesito.

—Señor —se apresuró a contestarle ella—, bien sabes tú que soy una mujer ignorante. ¿Qué puedo hacer yo para llevar tu causa adelante? Mira, búscate otra que tenga más cualidades que yo. Pero el Señor ya había echado la suerte y le había caído a ella. Para que la vanagloria no albergase en su corazón Jesús le había dicho en cierta ocasión:

—No me podéis ser útiles en nada, pero sí que podéis hacer mis veces ante el prójimo yendo a donde yo no puedo ir. El alma que ama mi verdad no se cansa nunca de ir al prójimo para hacerle cuanto bien yo le haría. En este apostolado para mí no hay distinción entre hombres y mujeres, sabios o ignorantes.

Todo esto lo había aprendido muy bien Catalina Marta, como se llamaba ahora, ya que quería también encarnar el papel que dice el Evangelio de Marta, la hermana de María y Lázaro. Ahora se entrega de lleno a los demás y se olvida de sí misma. Escribe, habla, organiza, viaja, todo para dar a conocer y hacer amar a Jesucristo. En un éxtasis exclama:

—Señor, quiero que me prometas la vida eterna para todos mis parientes, para todos mis amigos. Prométeme que atenderás mis súplicas, Señor, dame una señal como que atenderás esta súplica mía. En aquel mismo momento experimentó un acervadísimo dolor y vio que un clavo atravesaba su mano. Y como solía hacer cuando padecía un gran dolor físico, exclamó:

—Alabado sea mi dulce, amabilísimo y amado Esposo y dueño Jesucristo.

Para Catalina —hecha ya un horno de fuego de amor de Dios— no había distinción de personas a no ser las más pobres y las más abandonadas. Cada día iba al Hospital público donde había un apartado reservado a los leprosos. Era con quienes mejor lo pasaba porque eran los más repugnantes y los más abandonados. Sobre todo con la pobrecilla Tecca, como se llamaba una de las enfermas:

¡Qué! ¿ya está aquí la señorita de Fontebranda? ¿Qué se te ha perdido en aquella Iglesia que visitas tanto? ¿Es que ya no quieres saber nada con los pobres? Catalina escuchaba. No contestaba. Pero obraba. La limpiaba, cuidaba, atendía con mimos de madre.

Pronto Lapa —su madre— se enteró de las andanzas de Catalina entre los leprosos y un día le dijo:

—Hija mía, está bien que te entregues día y noche a la oración y a los pobres, pero con los leprosos no vayas más. Solamente me faltaba a mí que te contagiases con la lepra.

—Madre mía, no se preocupe. El Señor me ayuda. Es El el que lo hace todo. Yo sólo hago lo que El me encarga. No sufra, madre, ya verá como todo sale bien.

Catalina gritaba en éxtasis en muchas ocasiones sin poder contener el fuego que ardía en su corazón:

—¡Oh Amor, oh Amor, qué poco amado eres de los hombres! No te conocen y por eso te ofenden. Perdónales, no saben lo que hacen. ¡Oh eterna belleza, tanto tiempo desconocida para tantos del mundo. Oh Esposo mío, concédeme la gracia de que nadie te ofenda, de que todos se salven!

Todos los necesitados acuden a ella con la esperanza de encontrar remedio a sus penas sean de la clase que sean. No faltó quién quiso probar su humildad.

—Catalina, he oído hablar mucho de su santidad, de que es muy amiga del Señor, de que El le hace muchos prodigios. Por favor: Quisiera ser su discípulo. ¿me acepta entre sus hijos?

—No hijo, yo soy una gran pecadora. Vd. es un teólogo y conoce bien lo que yo ignoro: la Sagrada Escritura. En ella está toda nuestra doctrina y nuestra salvación.

Aquel pobrecillo salió adoctrinado y dispuesto a seguir a Catalina y desde entonces fue su mejor pregonero. No le faltaron adversarios y ataques directos. Pero poco después, cuando la conocían y trataban, se convertían en sus mejores «catarinados», como se les empezó a llamar a los que la seguían noche y día y no la dejaban nunca sola. En torno a ella vinieron a formar como una especie de congregación o seguidores que la llamaban con el dulce y significativo nombre de Mamma, la madre.

Ella estaba siempre abierta para todos, pero especialmente para los más necesitados y los más pobres.

—Por una gran misericordia y para que pueda hacer amar más a Jesús el Señor me ha concedido poder escribir. —Así decía Catalina. Y cuánto bien hizo por medio de sus muchas cartas que escribía a cuantos acudían a ella en busca de consejo o con cualquier necesidad. Sus cartas, sobre todo las que escribió a los Papas y a los Príncipes, son una antología maravillosa.

San Pablo no era demasiado amigo de que las mujeres hablasen en la Iglesia. En 1892 alguien pidió a la Santa Sede que fuera declarada Santa Teresa de Jesús Doctora de la Iglesia y le contestó: —No puede ser declarada doctora por ser mujer. Pero, gracias a Dios, las cosas cambian, y a veces para bien como en esta ocasión. Pasaron los años y el 27 de septiembre de 1970 el Papa Pablo VI declaraba Doctora a la primera mujer, a Sta. Teresa. Ya había 30 hombres con este honroso título. Y una semana después, el 4 de octubre de 1970, era nuestra protagonista la segunda mujer que recibía este gran honor: Santa Catalina de Siena, Doctora de la Iglesia. Bien se lo merecía.

Tiene obras inmortales que nos dejó escritas y dictadas y sobre todo su amor a la misma Iglesia y lo mucho que por ella trabajó y sufrió. Su obra Diálogo de la Divina Providencia es un encanto y una riqueza enorme de teología y gracias místicas pasadas por el tamiz de su experiencia. Compuso himnos muy inspirados que aún hoy hacen estremecer de gozo a los que los rezan. Con frecuencia se ponía a cantar ella misma lo que había antes compuesto, fruto de sus profundas meditaciones. Su lenguaje era claro y a la vez profundo y penetrante por el fuego ardoroso que ponía en cuanto hablaba o escribía. Le gustaba usar imágenes muy bellas y muy inteligibles para el pueblo llano.

—¿Dónde está la hechicera? Queremos hacerla pedazos...

Así vociferaban los enemigos de la Iglesia que se habían amotinádo contra el Papa en Florencia a donde le había enviado el Papa para que apaciguara los ánimos.

—Santísimo Padre, no hagáis caso de esta ilusa. Ella no tiene experiencia ni sabe lo que dice. Eran los cardenales que rodeaban al Papa Gregorio XI que estaba en el destierro de Aviñón y al que Catalina se había arrojado a sus pies y le había prometido que de allí no se levantaría hasta que le prometiera que volvería a su Sede de Roma que era su lugar.

—Padre Santo, volved a Roma, Roma sin vos es como un corral de ovejas. El Vaticano está lleno de hierba y cada día es profanada la Casa del Señor. No hagáis caso de los que os orientan mal. Es Jesucristo quien os pide que volváis a Roma. ¡Dulce Cristo en la Tierra, volved a Roma!

Escribió cartas muy fuertes pero a la vez llenas de ternura espiritual a los que creía influían en el Papa y le impedían volver a Roma. Gregorio XI era buena persona, pero un tanto débil de carácter y bastante voluble. Por fin Catalina conseguió los deseos que Jesús le había manifestado de influir ante el Papa y el 13 de septiembre de 1376 volvía a Roma a donde llegaba el 17 de enero de 1377.

A Gregorio XI le sucede el Papa Urbano VI y la ambición y desobediencia de un grupo de cardenales eligen como antipapa a Clemente VII y organizan su sede en Aviñón. Catalina de Siena escribe cartas muy duras a los Cardenales exhortándoles a la obediencia y a la unidad con el Papa de Roma.

Mucho sufrió Catalina en sus treinta y tres años de vida. Ella había sido la hostia inmolada por los pecadores y por el esplendor de la misma Iglesia. El Papa Urbano VI la quiso cerca de sí para que le sirviera de consejera y le apoyara con el poder de su oración. Catalina sufría bárbaramente por el cisma que se había abierto en la Iglesia a la que ella tanto amaba. Por su cese ofreció su vida y sin duda que el Señor aceptó.

Se acercaba el fin de Catalina, la enérgica y dulce a la vez. La que no le importaban nada los juicios de los hombres. La que supo abrazarse con la cruz de Jesucristo y la que le arrebató la corona de espinas.

—Catalina de mi corazón, te ofrezco una de estas dos coronas: ¿la de flores o la de espinas que llevo en mi cabeza?

—Tirano. más que tirano. ¿Cómo te atreves a ofrecerme la corona de flores cuando Tú vas coronado de espinas? Y sin decir nada más, le arrebato al Señor la corona de espinas y se la clavó sobre sus sienes.

A pesar de los escándalos que algunos eclesiásticos de su tiempo daban, amaba a los sacerdotes con toda el alma y llegó a decir:

—Si se me apareciera un sacerdote y un ángel adoraría antes al sacerdote y después al ángel. Aunque el sacerdote fuera un demonio encarnado por sus pecados no dejaría de adorarle por su gran dignidad.

Esta alma santa, repitiendo hasta sesenta veces: «Pequé. Señor, compadécete de mí», y abriendo los brazos cada vez, expiró en el Señor.


 

2 comentarios:

  1. Dios bendiga y es de EL, la fortaleza, sabiduría, perseverancia, sencillez. Se glorifica el amado Dios, ante nuestra sencillez de corazón. Gracias Dios por otra Doctora de la Iglesia, solo 2 mujeres, si la iglesia entendiera q para ir a donde no puede ir EL y hacer apostolado no es cuestión de genero, sino de obediencia.

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  2. Santa Catalina intercede por nosotros ! Sobre todo en estos tiempos de desorden y confusión. Concédeme las gracias que te pido . Amén .

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