SAN NICOLÁS DE BARI, SUS ORACIONES, VIDA Y LEYENDAS


Ocupa San Nicolás un puesto preeminente entre los santos que gozan del favor popular por sus muchos milagros realizados y especialmente por ser santo patrono de los niños.

Lo es también de marineros, pescadores, gente de mar y viajeros en general; prestamistas; prostitutas y personas acusadas injustamente.

Es el encanto de las leyendas que rodean su existencia una delicia muy grata de contemplar.

 
ORACIÓN
 
¡Oh bienaventurado San Nicolás de Bari!
a quién Dios ha glorificado con innumerables milagros
 manifestando su voluntad de que acudamos a ti,
en los momentos difíciles de nuestra vida,
confiados en tu protección.


¡Oh portento de caridad!
al que acuden las familias, los pobres,
los enfermos, los comerciantes, los empleados,
los presos, los niños, las doncellas en peligro;
yo, humildemente te pido me alcances
la gracia que de ti espero,
confiado en tu valiosísima protección,
la que nunca niegas a tus devotos,
para que favorecidos por tus bondades,
cantemos una vez más las misericordias del Señor,
y las maravillas de sus santos.
 
¡Providentísimo San Nicolás!
no me abandones.
Amén.

  
SU VIDA
 
Nació San Nicolás a finales del siglo III, entre los años 270 y 280 en la ciudad de Pátara, capital de Licia, en la extremidad meridional del Asia Menor. Sus padres nobles y ricos, eran extraordinariamente piadosos, por lo que apenas abrió el niño sus ojos a la luz, abrió su alma al conocimiento de Dios y empezó a comunicarse con Él por la práctica de la oración.
 
A los cinco años empezó Nicolás a frecuentar la escuela, primero en su ciudad natal y luego en una localidad próxima que reunía en su seno a la juventud estudiosa. Allí sufrió Nicolás mucho por el mal ejemplo de los compañeros de estudio, libertinos y lujuriosos, por lo cual el Santo se apartaba de ellos como del mismo diablo y solamente trabó amistad con alguno que como él aborrecían el pecado y amaban la virtud.
 
San Nicolás aprendió desde muy niño el valor de la oración y que no es posible vencer al pecado sin la ayuda de Dios que nos viene por la oración, por eso, en cuanto podía se apartaba de la compañía de los hombres para esconderse en su cuarto a rezar y hablar con Dios.
 
Entre sus libros, los que leía con mayor afición eran las Sagradas Escrituras, porque sabía que son la palabra de Dios escrita y que por ellas nos habla Dios a cada uno de nosotros y nos dice lo que debemos hacer. Cuando por complacer a sus compañeros los acompañaba en sus juegos infantiles, que nadie se atreviera a decir una palabra fea o deshonesta, porque Nicolás se enfadaba y los reprendía con dureza, y si no se arrepentían, los abandonaba y se marchaba.
San Nicolás dejaba los juegos propios de su edad por dedicar algunos ratos más a la oración, y cuando se aplicaba al estudio, no lo hacía sin antes haber orado, y al terminar el estudio volvía de nuevo a la oración. Del trato con Dios en la oración le vino aquella pureza de conciencia y aquel extraordinario horror al pecado por lo que no solamente huía del pecado manifiesto sino también del menor peligro de pecar. Huía del trato con las mujeres y de los compañeros que hablaban de mujeres, apartando la vista de todo aquello que pudiera suscitarle pensamientos inconvenientes. Para guardar la continencia y conservar su alma siempre pura e inmaculada, se esforzaba en guardar los puntos siguientes:
 
1°. El primero es andar siempre delante de Dios en humildad, pues «Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes».
 
2°. El segundo es acudir a Dios implorando auxilio en el momento de la tentación invocando los nombres de Jesús y de María los cuales, según San Ligorio, tienen un poder extraordinario para ahuyentar las tentaciones del demonio.
 
3°. El tercero es frecuentar los sacramentos de confesión y comunión, pues, «tentación descubierta es tentación medio vencida».
 
4°. El cuarto es la devoción especial a la Santísima Virgen la Reina de las vírgenes, la cual nos ayuda de una manera especial en la consecución de esta virtud en la que Ella tanto se destacó.
 
5°. Y el quinto remedio, que es el principal y más eficaz de todos, consiste en huir de los peligros de pecar, pues está escrito que «quien ama el peligro, perecerá en él» (Eccli. 3,27). Por eso San Nicolás huía de los malos compañeros como del mismo demonio y no quería ningún trato con ellos.

A la edad de veinte años perdió San Nicolás a sus padres. La peste que se declaró en Licia se los llevó con solamente tres días de separación. La gran fe del Santo le dio fortaleza para pasar con entereza aquel dolor, pues sabía que «la vida cambia, pero no se pierde», pues de esta vida caduca y peligrosa se pasa a una vida eterna llena de felicidad.
 
Como era hijo único, se halló de pronto en posesión de cuantiosas riquezas que le dieron medios de redoblar su caridad, protegiendo con gran delicadeza a todos los necesitados, entre los que se cuenta el caso siguiente:
 
Uno de sus convecinos que en otros tiempos había sido rico, por vicisitudes de la vida había venido a caer en una extremada indigencia. Tenía tres hijas jóvenes a las que la pobreza quitó toda esperanza de matrimonio y a las que el desnaturalizado padre había propuesto que, como única forma de vida, deberían comerciar con su cuerpo. Tal vez por divina revelación lo supo San Nicolás, y aún antes de que el desgraciado padre llegara a proponer a sus hijas lo que tenía en su pensamiento, trató de remediarlo el Santo con el mayor sigilo posible como recomienda el Evangelio (Mt. 6,3-4).
 
Se acercó a la casa por la noche con una gran bolsa de dinero, y viendo que había una ventana entreabierta, arroja por allí la bolsa y como si hubiera cometido un delito, sale corriendo para que nadie lo reconociese. Con aquel dinero dotó el padre a la hija mayor casándola honradamente. Visto el feliz éxito de la piadosa estratagema, Nicolás lleno de satisfacción la repite por segunda vez con el mismo sigilo y con igual munificencia, y el padre, estupefacto, delirando de alegría, consigue también casar a su segunda hija.


El padre muy arrepentido de lo que en el colmo de su desesperación había pensado hacer de sus hijas, quiere conocer y agradecer a su bienhechor todo el bien que le ha hecho, por lo cual vigila por las noches desde sus ventanas, seguro de que volverá por una tercera vez para poder casar a su hija menor.
 
Cuando Nicolás, creyéndose muy seguro de no ser visto, llevó la tercera bolsa, fue sorprendido por el padre, que, asiéndole fuertemente de las vestiduras le impidió huir. Loco de alegría el hombre por haber descubierto a su misterioso protector, se arrojó a sus pies y comenzó a besárselos, derramando lágrimas de gratitud por haber salvado a sus hijas de la desesperación, de la vergüenza, del pecado y de la muerte.
 
En vano el caritativo joven, confuso, le pide guarde silencio; aquel hombre, como los ciegos del Evangelio que a pesar de la prohibición de Jesús (Mt. 9,3), publicaron por todas partes su curación, tampoco él pudo guardar el secreto y expresó públicamente su gratitud, por donde los habitantes de Pátara conocieron la admirable conducta de Nicolás y bendijeron una vez más su caridad inagotable.
 
Toda el alma del Santo se revela en este rasgo en el que el resplandor de las más hermosas virtudes va unido a la delicadeza más exquisita. Este hecho se hizo famosísimo por el que le valió al Santo ser considerado como patrón de los novios.
 
San Nicolás siente que Dios le llama al estado sacerdotal; a sus oídos resuenan las palabras del Maestro: «Si quieres ser perfecto, vende lo que tienes, dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo, luego ven y sígueme».
 
Se lo dice a su tío, el venerable Obispo de Mira, quien alienta gustoso la vocación de su sobrino.

El santo obispo de Mira, le hizo profundizar activamente en el estudio de la teología que era la ciencia favorita del piadoso joven. Este escogió por retiro una humilde casita en las afueras de la ciudad y allí en el silencio, el recogimiento y la oración pasó un año de solemne espera. Con semejante preparación, Nicolás se hizo digno del sacerdocio a los veintitrés arios; recibió las Sagradas Órdenes con una piedad verdaderamente angélica de las manos de su tío obispo de aquella ciudad.
 
Ya sacerdote, Nicolás, cada vez más ávido de recogimiento y de soledad, eligió para su morada un monasterio de unos ascetas que se dedicaban por completo a la oración y a la práctica de la penitencia. Pero su tío el obispo, reconociendo su gran virtud y valer, le llamó para encargarle el cuidado de su diócesis mientras él iba en peregrinación a Tierra Santa.
 
Al regreso de su tío y entusiasmado por lo que le contó del viaje, se decidió a viajar también él a Tierra Santa, no sin antes pasar por Egipto y visitar a San Antonio Abad, de quien había oído contar grandes alabanzas y tenía un grandísimo interés en poderlo conocer. El encuentro con San Antonio en el desierto fue maravilloso; aquella austeridad y aquella vida más propia de ángeles que de hombres le cautivaba el corazón y le emocionaba.
 
Partió para Tierra Santa con el ánimo y la intención de retirarse después a alguna cueva y pasar olvidado del mundo el resto de sus días. Pero el hombre propone y Dios dispone: cuando ya creía haber encontrado su refugio para vivir, tiene una visión en donde Dios le ordena que vuelva cuanto antes a su ciudad.

El desembarco del Santo en Mira fue verdaderamente triunfal. El pueblo en masa salió al punto a recibirle. Él, por su parte, se aplicó con mayor ardor que nunca a procurar merecer el afecto y la estimación de todos y principalmente de sus monjes y religiosos de Santa Sión.
 
Dios continuaba dispensándole el don de hacer milagros. Mientras construían una nueva iglesia en su monasterio alimentó un día con un sólo pan a ochenta obreros. San Metodio que cuenta este prodigio, añade que realizó otras cosas parecidas.
 
Entre tanto, falleció el Obispo Juan, y los prelados de la provincia eclesiástica, reunidos según costumbre para proceder a la elección del nuevo Obispo de Mira, titubeaban entre varios candidatos; mas he aquí que uno de los obispos congregados que ejercía las funciones de presidente de aquel capítulo y que era eminente por sus virtudes, fue favorecido con una visión sobrenatural que comunicó en seguida a la venerable asamblea:
 
«El sucesor de Juan —dijo— será un sacerdote llamado Nicolás que mañana antes del alba entrará el primero en esta iglesia».
 
Los demás obispos, admirados, rogaron al que tal decía que desde el amanecer estuviera a las puertas de la iglesia. En ella pasaron todos la noche esperando y orando. Al despuntar la aurora, Nicolás, ignorante de todo lo que le esperaba llegó al templo para rezar sus oraciones matinales; mas apenas entró en la iglesia se vio detenido por el Obispo que le preguntó:
 
«¿Quién eres tú?»
 
Y Nicolás contestó humildemente:
 
«Soy un pobre pecador».
 
—Pero ¿cómo te llamas?
 
«Soy el sacerdote Nicolás».
 
El Obispo viendo en aquel suceso la expresión de la voluntad divina, se apresuró a conducir a Nicolás ante la ilustre asamblea y con vos embargada por la emoción, dijo:
 
«He aquí al que esperábamos, éste es el sucesor del Obispo Juan».

Nicolás fue designado por aclamación para ocupar la silla episcopal de Mira, y clero y pueblo rivalizaban en entusiasmo por la exaltación a tan elevado puesto del digno y bien amado sobrino del inolvidable prelado, humilde y virtuoso sacerdote, cuya fama de santidad llenaba ya toda la Licia. La alegría fue tan unánime, que el recién electo, después de luchar cuanto pudo resistiéndose a aceptar aquel honor del que se consideraba indigno, viendo la constancia y unanimidad de todos, no tuvo más remedio que resignarse a la voluntad de Dios siendo nombrado Obispo de Mira.
 
Se celebró la ceremonia de la consagración, y durante la misa de pontifical un grandioso milagro confirmó más la opinión de todos de la santidad del nuevo Obispo.
 
Mientras estaban con los actos del culto se vio entrar a una mujer llorando y agitada que llevaba un niño muerto y abrasado por el fuego, que abriéndose paso entre la multitud, llegó hasta donde estaba el Santo poniendo a sus pies al hijo de sus entrañas que acababa de perder, rogando con suplicante llanto que salvase a su niño que le presentaba horriblemente deformado.
 
La expectación que siguió a este acto no pudo describirse: la madre llorando de rodillas presentando al hijo quemado y muerto; el prelado vestido de pontifical y rodeado de un gran número de obispos, sacerdotes y religiosos; las autoridades de la ciudad, con la ostentación y aparato de tales casos, y el pueblo en masa esperando el desenlace de aquella escena.
 
El Obispo mira compasivo aquella desconsolada madre, hace sobre el niño la señal de la cruz acompañada de una breve plegaria, y el niño se levanta vivo y sano. ¡La emoción fue indescriptible!

En el año 333 había en todo el Oriente tanta carestía de alimentos y era tanta el hambre que se padecía que muchas personas morían de pura necesidad. San Nicolás, preocupado por sus diocesanos, rogaba a Dios con lágrimas que remediase tanta necesidad y pedía desde el púlpito que todos procurasen vivir muy cristianamente y orar mucho para alcanzar del Todopoderoso el necesario sustento. La Divina Providencia que nunca falla a los que confían en Dios pronto les dio la oportuna respuesta.
 
Habiendo sabido por divina revelación que una nave, cargada de trigo, pasaba por frente de aquellas playas, San Nicolás se apareció en sueños al patrón del buque, dueño del cargamento, y le ordenó que se desviase de su rumbo y llevase la mercancía al puerto de Mira donde él se la compraría. Como señal del contrato le entregó tres monedas de oro.
 
El patrón al despertar recordando el sueño y viéndose en la mano las monedas, lleno de santo temor obedeció el mandato del Santo llevando todo el cargamento de trigo a Mira, remediando de esta suerte el hambre de los mirenses. Cuando el capitán llegó al puerto de Mira y se encontró entre los muchísimos que lo esperaban al Obispo San Nicolás, en seguida lo reconoció y arrodillado delante de él con profunda admiración contó a los muchos que lo escuchaban la admirable aparición.
 
Todos quedaron admirados y daban gracias a Dios que por medio de su santo Obispo les había remediado; pero al correrse la noticia y llegar de muchas partes a pedirles que los socorriesen, la abundancia no duró mucho tiempo y el hambre volvió de nuevo a sentirse en toda la región.

Cuando ya el hambre en Mira volvía a hacerse insoportable y algunos empezaban a desfallecer, el Santo manda que se redoblen las oraciones y que confíen en Dios seguros de que si piden con fe su confianza no será defraudada. En aquellos días, estando el Santo en oración, supo por divina revelación que habían llegado a sus playas unos barcos cargados de trigo, y corriendo allá para hablar con el jefe de la flota, le expuso su situación rogándole remediase aquella necesidad.
 
El jefe de la expedición le contestó que, sintiéndolo mucho no podían entregarles nada, porque todo aquel cargamento que traían de Antioquía, era el tributo que estaban obligados a entregar en Constantinopla al exactor imperial.
 
San Nicolás les dijo que no tuvieran miedo y que él les prometía que cuando llegasen a entregarlo en Constantinopla no les faltaría nada en el peso ni en la medida de lo que estaban obligados a entregar. Como la fama del Santo era muy conocida, confiaron en él y le entregaron una pequeña cantidad de trigo de cada barco, confiando en que el Santo no les iba a defraudar, como luego sucedió que al descargar los buques en Constantinopla encontraron la carga exacta que tenían que entregar.
 
Pero a una maravilla sucedieron otras mayores, pues merced a la munificencia del Omnipotente, la cantidad de trigo relativamente pequeña que el Santo distribuyó, se multiplicó de tal manera que bastó no sólo para las necesidades de aquel año, sino también para casi todo el siguiente. Es más, muchos llenos de fe no dudaron en sembrar aquel trigo, de lo cual recogieron una copiosísima cosecha que a todos asombraba, cumpliéndose el dicho del Señor:
 
«El que cree en Mí hará cuanto yo hago y aún cosas mayores» (Jn. 14,12); pues así como Cristo multiplicó los panes y los peces para dar de comer a muchos miles de personas, multiplicó Dios por medio de San Nicolás el trigo para remediar el hambre de los mirenses.
 
El Santo anciano habiendo conocido por divina revelación que se aproximaba su muerte, se preparó celebrando una solemne misa de pontifical ante sus amados diocesanos a quienes dirigió sus últimas recomendaciones, y, después de una conmovedora despedida, partió para el Monasterio de Santa Sión, para dedicarse a la oración y esperar el deseado momento de partir para la casa del Padre.
 
Cuando se acercó su fin quiso recibir con extraordinaria devoción y fervor el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, al que tanto había amado durante su vida. Luego bendijo a todos los presentes y, entonando el salmo: «En Tí Señor esperé» etc., al llegar al versículo: «En tus manos, Señor, encomiendo mi alma», rindió a Dios su espíritu a los ochenta y cinco años de edad.
 

Como su fama de santidad era de todos tan conocida, cada cual encomendaba al Santo sus necesidades, y los milagros por todas partes se multiplicaban, siéndonos imposible poder recoger aquí, siquiera los principales. Como muestra vamos a relatar el siguiente:

 
Un judío prestó a un cristiano cierta cantidad de dinero, jurando por San Nicolás que se lo devolvería a su tiempo religiosamente. Mas cuando el acreedor reclamó su dinero, el deudor dijo que ya se lo había devuelto. Pero el judío al ver la actitud del cristiano, lo denunció para que ante el juez prestase solemne juramento. Entonces el cristiano tomó reservadamente un bastón de caña hueco, y llenándolo de monedas de oro, se presentó con él en el juzgado. Luego cuando el juez lo llamó para declarar, le dijo al judío que le tuviese un momento el bastón, y, presentándose en el lugar señalado, juró diciendo que ya le había entregado el dinero que le adeudaba y aún más de lo debido. Terminó el juicio con la absolución del cristiano que le pidió de nuevo al judío su bastón y se retiró.
 
Poco después, al volver a su casa, se sentó a descansar junto a un camino donde se quedó dormido, y pasando por allí un carro lo aplastó y lo mató, quebrando también la caña y descubriendo las monedas que en ella tenía guardadas. Sabedor el judío del desgraciado suceso, acudió con otros curiosos a ver el cadáver de su deudor, y al ver el bastón roto y el oro derramado, entendió el engaño de que había sido víctima, y acordándose de que el cristiano había jurado por San Nicolás, dijo como lanzando un reto:
 
«Si San Nicolás lo resucita, yo me bautizaré», lo cual se realizó puntualmente. El cristiano recobró súbitamente la vida, y el judío visto patente el milagro, pidió fervorosamente el bautismo.
 
Como los milagros se sucedían, el culto público a San Nicolás empezó en cuanto terminaron sus exequias. La canonización del Santo, pronunciada por los obispos según el rito de la época, no fue más que un eco, una consagración de la voz popular. Pronto se comenzó a erigir iglesias y monasterios bajo la advocación de nuestro Santo.
 
Algunos años después de su muerte Santa Paula Romana construyó en Jerusalén un santuario dedicado al gran taumaturgo. Más tarde se le consagró un templo famoso en la capital del mundo cristiano: era el que en otro tiempo había sido erigido por el Senado en honor de la piedad filial. El hecho que motivó la edificación de ese templo en tiempos del paganismo, fue el siguiente:
 
Una joven, apenada al ver a su padre encarcelado y condenado a morir de hambre, obtuvo el permiso de visitar al autor de sus días con la condición de que no llevara ningún alimento. Los carceleros la vigilarían estrechamente. Pero la joven, que era ya madre hacía algún tiempo, daba a su padre el pecho con que antes amamantaba a su hijo. Todo el mundo se extrañaba de que el preso no sucumbiera al suplicio del hambre. Se redoblaron las precauciones y se acabó por descubrir la piadosa estratagema. El hecho fue puesto en conocimiento del Senado que, admirado de tal conducta, ordenó la libertad del preso y la construcción de un templo dedicado a la piedad filial, en el mismo sitio ocupado por la prisión, que a este fin fue derribada.
 
Este templo había sido ya convertido en iglesia cristiana por el Papa Silvestre, y por una feliz coincidencia fue uno de los primeros templos del taumaturgo vencedor del paganismo. Fue dedicado a San Nicolás por San Gregorio Magno.
 
A San Nicolás se le suele pintar con tres niños en una cuba, que representa a tres jóvenes que un bárbaro hotelero mató por la noche cuando dormían en su posada, y habiéndolos descuartizado los colocó con mucha sal en una cuba para conservarlos y dar de comer a los que acudían a su mesón. Pero San Nicolás enterado por divina revelación se presentó allí de improviso y, llamando al posadero le habló de tal manera que muy arrepentido pedía perdón mientras el Santo musitó una breve oración y, haciendo la señal de la cruz sobre los cadáveres, los jóvenes aparecieron vivos, sanos y salvos, como si nada les hubiese pasado.
 
Se le reconoce como San Nicolás de Bari, porque desde el siglo XI reposan allí sus reliquias. Su fiesta fue elevada a rito doble por Clemente X el 6 de Diciembre de 1670.


0 comentarios:

Publicar un comentario

SÍGUEME EN FACEBOOK