EL MAR ROJO, RECUERDOS MILENARIOS


La locomotora arrastra al tren por un terreno llano y arenoso; de cuando en cuando profundos barrancos indican la fuerza de los torrentes invernales. Por todos lados la esterilidad; la naturaleza parece muerta, y los secos estampidos de la máquina hacen aún más formidable el pavoroso silencio del desierto.
 
El tren llega á Djebel—Attaka, y se detiene en Suez, a orillas del mar Rojo. Aquel cerro señala, según tradición, el sitio que ocupó la antigua Beelsefón, ciudad mencionada en el Pentateuco, y desde su cima se descubre admirable perspectiva.


A los pies del viajero mueren las olas del mar Rojo, a su vista se extiende el desierto de Arabia, limitado por una cordillera de altísimas montañas cuyos picos más encumbrados son el Serbal, el Djebel-Musa y el monte de Santa Catalina; a mediodía se prolonga el golfo en el cual se reflejan las calcinadas peñas de Egipto, y se abre al norte ancho valle, de terreno húmedo y arenoso, ocupado antes por el mar, cuyas olas lo invaden aún al ser empujadas por fuertes vientos del sur.
 
Aquellas aguas aparecen teñidas de rojo en las raras ocasiones en que flotan en ellas enjambres de seres microscópicos de color purpurino, y este fenómeno que los naturalistas han observado en cuantos mares sufren los rayos de un sol abrasador, sin duda que los antiguos lo habían apreciado únicamente en el que baña las costas de Egipto y de Arabia.
 
El punto preciso en que pasaron el mar Rojo los hebreos no se sabe con certeza, antes bien las opiniones varían según se hace partir a los israelitas de Memfis, de las cercanías de Heliópolis, de Ramsés o de Tanis, y también según la mayor o menor extensión que se señala hacia el norte, en la época del Exodo, al antiguo golfo Heroopolita o, en otros términos, al brazo occidental del mar Rojo.
 
El milagroso paso sucedió así:
 
Quebrantado el duro corazón del monarca egipcio por las diez plagas enviadas por Dios, había consentido al fin en dar libertad al esclavizado pueblo hebreo y permitió que saliera de Egipto.
 
Seiscientos mil hombres en estado de guerrear y gran muchedumbre de ancianos, mujeres y niños, con numerosos ganados y llevando los venerados restos del patriarca José, emprendieron la marcha acaudillados por Moisés, y acamparon, según el sagrado texto, entre Magdol, Phihahiroth y el mar, enfrente de Beelsefón.
 
Pero la soberbia del rey y de sus cortesanos no pudo avenirse con la humillación sufrida, y volviendo sobre su acuerdo, reunió el Faraón poderoso ejército de doscientos mil infantes, cincuenta mil jinetes y seiscientos carros, y salió atropelladamente al alcance de los fugitivos para reducirlos de nuevo al yugo o combatirlos.
 
 
El guerrero estruendo de la hueste llegó a oídos de los hebreos, y la turba, poseída de pavor al verse encerrada entre el mar y sus perseguidores y tornadiza e ingrata como siempre, prorrumpió en imprecaciones contra Moisés.
 
—«¿Por qué nos sacaste de Egipto? ¿Acaso nos había de faltar en su suelo sepultura para que hayamos venido a buscarla aquí entre el horror del desierto?
 
—Nada temáis, les respondió el inspirado caudillo; estad firmes, y considerad las maravillas que el Señor realizará hoy en beneficio vuestro. A los egipcios que estáis mirando allá a lo lejos, nunca jamás los volveréis a ver. Del Señor será toda la obra, y El peleará por vosotros.»
 
Y en efecto, por mandato de Dios, extendió Moisés la mano sobre el mar; un viento impetuoso y abrasador lo secó y dividió a derecha e izquierda las aguas, que, abriendo ancho sendero, quedaron a ambos lados como dos líquidas montañas. Por allí, siendo ya de noche, se precipitó la muchedumbre hebrea, y horas después la siguieron en pos por el extraordinario camino los soldados egipcios con todo su bélico aparato; pero ya los israelitas habían ganado la opuesta orilla, y al asomar la mañana Moisés, por disposición divina, extendió otra vez la diestra sobre las aguas. Estas volvieron al momento a su posición natural, y ¡espantosa catástrofe! todo el ejército egipcio quedó anegado sin que se salvara un solo hombre, tragándose el abismo infantes, carros, caballos y caballeros.

Todavía se muestra el altillo en que, según tradición, estaba Moisés al extender la mano para dividir las aguas. Sin entrar en profunda discusión acerca de las hipótesis antes mencionadas relativas al portentoso suceso, nos limitaremos a decir con M. Víctor Guerin que hasta nueva información y más detenidas inquisiciones en los mismos sitios de qué se trata, ha de empezarse por arrumbar la singular opinión que hace pasar a los hebreos, no por el mar Rojo, como se testifica en muchos y claros pasajes del Antiguo y Nuevo Testamento, sino por las marismas del lago Sirbonis, en la costa mediterránea.
 
Ha de rechazarse igualmente, continúa diciendo el mismo autor, la tradición árabe según la que pasaron los hebreos el mar Rojo al sur del monte Attaka, ya que por su anchura en dicho punto no habrían podido atravesarlo en una noche, conforme afirma la Biblia, sin contar que su gran profundidad no corresponde con los datos que proporciona el sagrado texto.

Quedan, pues, en pie estas dos únicas hipótesis:
 
Si en la época del Exodo no se extendía el mar Rojo por el lado del norte más de lo que vernos hoy, el paso ha de fijarse en las inmediaciones de Suez. En este caso Djebel—Attaka es efectivamente la Beelsefón del Éxodo y la altura de Adjrud sería Magdol o Phihahiroth. Esta opinión es la más generalmente profesada y ha sido admitida por muchos y distinguidos escritores. 
 
O bien, por el contrario, al salir los hebreos de Egipto bajo el mando de Moisés, llegaba el mar Rojo con sus mareas hasta el pie del Serapeum y llenaba los lagos Amargos, pues si con los años se ha retirado más al sur fue por efecto de haberse formado en Chaluf, por la mayor elevación que ha adquirido el terreno, como una barrera entre él y aquellos lagos. En este segundo caso, en el Perímetro del golfo Heroopolita estarían comprendidos los lagos, los que, una vez separados del mar Rojo, acabarían por secarse para llenarse de nuevo hace muchos años con motivo de la abertura del itsmo; y según esta hipótesis, emitida por M. Fernando de Lesseps y por otros ingenieros que han contribuido a las obras del canal, el paso de los hebreos se verificó, no en las cercanías de Suez, sino por los lagos Amargos.
 
 
M. Lecoîntre, uno de aquellos ingenieros, ha escrito sobre el asunto un opúsculo muy interesante, y el sabio presbítero Moigno, en el prólogo que precede a una de las últimas ediciónes, dice:
 
«La solución dada a este difícil problema por M. Lecoîntre, distinguido ingeniero naval que tanta parte ha tenido en las obras de la rotura del itsmo, nos parece la más acertada. La detenida exploración de aquellas comarcas, visitadas por él distintas veces, le ha movido a colocar el punto del paso del mar Rojo en la parte del mismo mar que ha formado después los lagos Amargos y a identificar Phihahiroth con Chebreuet.
 
Pero, ¿cómo y en qué época fue separada del mar Rojo la región de los lagos Amargos? La clave de este segundo problema la he hallado en el salmo In exitu Israel de AEgipto, que todos hemos rezado y cantado mil veces sin entender su sentido. Tal separación fue resultado del terremoto ocurrido en el Sinaí poco tiempo después, transcurridos cincuenta días desde el paso del mar Rojo.»
 
—Conmovióse la tierra a la presencia del Señor, a la presencia del Dios de Jacob.

¡Oh montes, saltasteis como carneros, y vosotros collados, como corderos!
 
Viólo el mar, y huyó; volvióse atrás el Jordán.»
 
Lo cual significa, en lenguaje figurado, que el temblor de la tierra levantó por una parte los diques de Chaluf y del Serapeum, haciendo retirar las aguas del mar Rojo y separándolas de los lagos Amargos, y que por otra las alturas que dominan los valles de Akabah y del Arabah , impidiendo el paso al Jordán, le cerraron la entrada del mar de Elath y le obligaron a volver al mar Muerto.»
 
Conviene, sin embargo, observar en contra de esta última hipótesis, dice M. Guerin, que el dique de Chaluf, que imposibilita toda clase de comunicación natural entre el mar y los lagos, es tenido por algunos geólogos como de formación terciaria, y sería por lo tanto muy anterior a Moisés.
 
Añadiré igualmente que de fijar el paso de los hebreos a unos cincuenta kilómetros más hacia el norte de lo que supone la opinión general, según la que se verificó en las cercanías de Suez, es preciso como indeclinable consecuencia variar gran parte de su itinerario, trasladándolo igualmente más hacia el norte, cuando ello es que los puntos hasta ahora designados concuerdan del todo al parecer con las indicaciones de la Biblia.
 
«Pero sea cual fuere de las dos hipótesis la que se tenga por mejor, continúa el mismo Guerin, ya sea, conforme a la más antigua y generalizada, se haga pasar a los hebreos el mar Rojo en las inmediaciones de Suez, o bien, según la más reciente, se fije el paso hacia el norte por los lagos Amargos, que formarían entonces el extremo septentrional de aquel mar, siempre tendremos que la feliz salida de Egipto de una multitud de unos dos millones de almas, hombres, mujeres y niños, acorralada entre el mar, los montes, el desierto y la hueste de Meneftah, lo mismo que la total destrucción de este ejército, constituyen dos hechos de tal manera extraordinarios que es de todo punto imposible explicarlos por causas puramente naturales, como quieren algunos.
 
Se ha dicho, por ejemplo, que los hebreos aprovecharon la baja marea para atravesar el mar Rojo y que el flujo sumergió a los egipcios. Se ha supuesto que Moisés guió el pueblo a un vado que por experiencia conocía como habitante que fuera de la tierra de Madlán. Pero ¿cómo admitir que los egipcios pudiesen ignorar el diario fenómeno del flujo y reflujo en un mar que bañaba sus costas y que estaban viendo de continuo? ¿Qué calificación merece lo de un vado tan favorable para los israelitas y a poco tan funesto para sus perseguidores? Además, pasar el mar en la hora del reflujo ó vadearlo es muy distinto de atravesarlo entre dos montes de agua, como sucedió a los israelitas.
 
Preciso es, por lo tanto, negar el paso de los hebreos por el mar Rojo y la destrucción del ejército egipcio, o bien admitir en estos grandes sucesos una visible intervención de la Providencia que sólo por un milagro se explica. Con aquella negación se destruye la historia de un pueblo en lo que tiene de más notorio, de más auténtico y de más arraigado en sus tradiciones. Explicarlos humanamente no es posible, luego son milagrosos, y es acto de razón creerlos, apoyados como están por irrecusables testimonios.»

 

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