LA PENÍNSULA DEL SINAÍ, RECUERDOS


Entre dos golfos angostos formados por el mar Rojo, se adelanta mar adentro una península en figura de triángulo, cuya base arranca en Suez y acaba en la aldea de Kalaat-el-Akabah en una extensión de sesenta leguas; los lados, de longitud diferente, miden sesenta y cinco leguas desde Suez, y cincuenta desde Kalaat hasta el vértice, llamado Ras-Mohamed.

El Sinaí le da nombre; el desierto con todos sus horrores la forma en casi toda su extensión, y cuatro mil beduinos, divididos en tribus, son los únicos seres humanos que, errantes por aquellas soledades, plantan o recogen en ellas sus tiendas según las estaciones.


Aparte de esta población nómada, no hay más vivientes que culebras de ponzoñoso aliento, víboras y escorpiones que amenazan al extranjero viandante como en otro tiempo amedrentaron a los judíos culpados. Y sin embargo, importa la precaución más para evitar el encuentro de los hombres que el de las fieras, pues los beduinos sólo viven de robos y pillaje.

La población de Suez no tarda en desaparecer a espaldas del viajero; a la derecha las montañas de Egipto, calcinadas por el calor van inclinando sus cumbres hacia el mar; la luz que reflejan sus vertientes se descompone en infinitos cambiantes, y a la izquierda corre dilatada cordillera que se extiende hasta los montes de Tyh. Seis horas se pasan sujeto el viajero al incesante y fuerte vaivén del paso de su cabalgadura, y se llega a Aiun—Musa, (la fuente de Moisés), oasis sombreado por palmeras, que debe su nombre a los manantiales que lo riegan y a la tradición que fija en aquel lugar el primer campamento de Moisés después del paso del mar Rojo. Allí, el inspirado caudillo y el pueblo israelita cantaron aquel hermoso himno en acción de gracias, que nos ha conservado el libro del Éxodo; allí María, hermana de Moisés y Aarón, tañendo la pandereta, seguida de todas las mujeres que alegres se daban a músicas y danzas, entonó el sagrado cántico, diciendo:

«Cantemos al Señor que ha hecho patentes su poder y gloria derribando al mar caballo y caballero.»

Las fuentes de la época de Moisés manan todavía; pero el agua, aunque límpida, es salobre. En el día es aquél un sitio de esparcimiento para los habitantes de Suez, que tienen allí huertos y jardincillos y hasta algunas casitas para pasar la noche.

Repuestos los viandantes de la anterior fatiga, dejan con pena la regalada sombra, y salen de nuevo a la interminable planicie, al árido desierto, limitado al oeste por el mar y al este por dilatados montes llamados Djebel-er—Rahah, que por su continuidad producen el efecto de un inmenso muro; de aquí el nombre de Sur, en hebreo Chur (muralla), dado por los israelitas a aquella salvaje soledad; el de Etham , que se le da en el libro de los Números, seria probablemente egipcio.

Cuantos viajeros han atravesado aquel desierto ponderan la tristeza que en él se respira; estéril y como muerta la tierra, apenas pueden los ojos descansar en algunos escasos y raquíticos arbustos espinosos, de hojas descoloridas y cenicientas que comen con avidez los camellos. Nada puede darse tan triste y monótono corno el atravesar en camello aquellas interminables llanuras; la regularidad de la marcha sólo es comparable al movimiento de un péndulo.

Por la mañana, dado que es el primer paso, no hay que esperar variación, ni cambio en doce o quince horas; cada uno de los segundos de la existencia es invariablemente marcado por aquella oscilación hacia atrás peculiar del camello, hasta el instante en que el hedjin se arrodilla para el descanso de la noche.


Si hay quien intenta hacer algún trecho a pie para romper la monotonía, no tarda en convencerse de que el remedio es mucho peor que el mal, pues en inmediato contacto con la arena se experimentan sus ardores, semejantes a las emanaciones de un horno, al paso que encaramado en el camello el ambiente parece menos ardoroso y se respira mejor.

Reina en aquellas regiones profundo y solemne silencio: no se ve un ser animado, no cruza el espacio pájaro ni insecto alguno. De trecho en trecho el esqueleto de un camello sirve como para dar a los viajeros severa advertencia, la de que en el desierto no hay que esperar socorro ni auxilio; si allí asalta la enfermedad o la tormenta no hay más que soportarla sin aguardar remedio humano, y si arrecia, morir.

En esas largas jornadas por el desierto asaltan sensaciones extrañas en ningún otro punto experimentadas; los fenómenos más naturales y sencillos, el eco de la voz humana, por ejemplo, producen inesperado efecto.

Las caravanas andan por lo regular en silencio como fúnebres cortejos; en la arena muere el rumor de las pisadas de hombres y camellos, y si de pronto levanta alguien la voz para llamar a un rezagado por otra causa cualquiera, siéntese como el sobresalto de un interrumpido sueño o como el recobro de la vida después de prolongado letargo. El ardor de los rayos solares es causa, además, de que turben la fantasía quimeras y alucinaciones, y son varios los viajeros que por algunas horas se han sentido dominados por una especie de locura.

Pero aun puede haber algo más terrible que esa monótona tristeza; a veces el rahmsin o viento del Sur levanta en aquellos parajes espantosas tempestades de arena. Hasta los animales se muestran poseídos de pavor al presentarse sus señales precursoras; se oscurece el sol; la naturaleza entera parece revestirse de fúnebre crespón. El torbellino levanta densas nubes de polvo y arremolina con violencia la arena; imposible es luchar contra el terrible meteoro, y más de una caravana ha sucumbido a su fuerza. Apenas queda bastante claridad para ver el sitio que se pisa, y hombres y camellos, cegados, sin aliento, no tienen más recurso que tenderse en tierra, con el rostro vuelto al lado contrario al viento.

La respiración se hace fatigosa; se seca la garganta, y se siente sed devoradora. Pocos minutos bastan para que una caravana se halle materialmente cubierta de arena, la que penetra hasta en los cofres y sacos de viaje mejor cerrados.


Sabida es la triste suerte experimentada por el ejército de Cambises, rey de Persia, sepultado todo él en los arenales de Etiopía; por fortuna no tiene siempre el viento igual ímpetu ni es tan duradero, y la misma violencia de la tormenta abrevia su duración.

El huracán, simun o suman se desencadena con frecuencia en Nubia, en Arabia, en Persia y en todas las vastas soledades de Africa y Asia; la atmósfera con facilidad se abrasa en aquellas regiones desprovistas de humedad y de vegetación; el calor penetra en la tierra a muy escasa profundidad y se refleja por lo mismo en la región del aire, lo cual explica como puede subir el termómetro hasta cincuenta grados y más, aun a la sombra de una tienda.

Cuando una nube surca aquel cielo de fuego, rompen los vientos con un furor no experimentado en nuestra zona templada, empujan las movibles capas de arena como las olas en el océano, y lanzan al espacio torbellinos de polvo. ¡Infeliz del viajero sin abrigo sorprendido por la ráfaga! La asfixia le mata sin remedio, y su tumba queda para siempre ignorada en medio del desierto.

Recorridos unos setenta kilómetros se encuentra la fuente llamada Ain-el-Havarah, en la que hicieron alto los israelitas; sus aguas son amargas, y de ahí el nombre de Marah, amargura, conque son citadas en el sagrado texto.

«Los hebreos, dice éste, después de andar tres días por el desierto sin hallar agua, llegaron a Marah; mas no pudieron beber aquellas aguas, porque eran amargas...

Y murmuró el pueblo contra Moisés, diciendo:

—¿Qué beberemos?

—Mas él clamó al Señor, el cual le mostró un madero, y habiéndolo echado en las aguas, se endulzaron.»

Según Guerin esta parada de los israelitas ha de fijarse un poco más al norte, en el Uuadi Amarah, cuyo nombre es idéntico al de Marah y que tiene como éste una escasa fuente de agua salobre.

Burckhardt ha conjeturado que el gharkad, arbusto espinoso muy común en las fuentes de la península del Sinaí, pudo ser el madero empleado por Moisés para endulzar las aguas de Marah, si bien añade a continuación que los indígenas no conocen en el día planta alguna dotada de tales propiedades.

A unos quince kilómetros hacia el noroeste se alza, a lo largo de la ribera del mar, a la altura de cuatrocientos setenta y ocho metros, el peñascoso monte de forma piramidal, llamado Djebel-Hamman-Faraun (montañas de los baños de Faraón).

De su escarpada ladera brota una fuente de aguas termales a 55° Reaumur, conteniendo natrón, cal y magnesia, muy celebradas entre los beduinos por su eficacia contra las afecciones reumáticas. Según es tradición entre ellos, el alma del Faraón cuya hueste tragó el mar Rojo, vaga todavía errante después de tantos siglos por aquellos parajes, y con ofrendas procuran tenerla propicia cuantos acuden a las salutíferas aguas. Hija es tal superstición de creer los árabes que por aquel punto se verificó el paso del mar Rojo, lo cual es a todas luces infundado, ya que el mar frente al Djebel-Hamman-Faraun tiene por lo menos treinta y tres kilómetros de anchura, distancia que no habría podido ser recorrida en una sola noche por la gran muchedumbre de los israelitas.

En el extremo norte del Djebel-Hamman-Faraun serpentea hasta el mar el Uadi-Useit; corre por él escaso hilo de agua salobre, y vigorosas palmeras le dan sombra. Allí colocan algunos autores la estación de Elim, mencionada en el Exodo.

«Llegaron a Elim los hijos de Israel, donde había doce fuentes de agua y setenta palmas, y acamparon junto a las aguas.»

Otros exploradores, sin embargo, fijan la parada de Elim en el Uadi-Gharandel, que, situado más hacia el norte, es regado por fuentes más abundantes y mejores. Al arroyo que ellas forman dan sombra bosquecillos de palmeras, acacias y tamariscos.
 
Plinio conoció su existencia, y los navegantes antiguos dieron el nombre de Sinus Gharandra a la ensenada que forma esta desembocadura en el golfo de Suez.

Tomando la dirección del sudoeste, siguiendo el Uadi—Kharit y el Uadi—Baba, se llega a la llanura de El—Markha, limitada en uno de sus lados por el mar Rojo y en otro por una sierra, surcada por numerosas torrenteras. Es tenida generalmente por el desierto de Sin, donde los israelitas recogieron por primera vez el maná y pudieron también comer carne.

«Partieron los hebreos de Elim, dice el libro del Éxodo, y vino toda su multitud al desierto de Sin, que está entre Elim y el Sinaí, a los quince días del mes segundo después que salieron de la tierra de Egipto.»

Y al encontrarse en el desierto murmuraron todos contra Moisés y Aarón. Y decían Ojalá hubiésemos muerto por manos del Señor en la tierra de Egipto, cuando nos sentábamos junto a las ollas de carne y comíamos cuanto pan nos apetecía! ¿Por qué nos habéis sacado a este desierto donde pereceremos todos de hambre?»

Aquella tarde bandadas de codornices se posaron en el campamento, pudiendo los hambrientos hebreos saciarse con su carne, y a la siguiente mañana entre el rocío hallaron cubierta la tierra de una especie de escarcha muy agradable al paladar, como flor de harina amasada con miel; era el pan que el Señor les enviaba, y la llamaron maná.

 

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