EL MONTE SINAÍ


El monte Sinaí, para el viajero cristiano, es el mismo trono de Dios; desde su cumbre dictó el Señor su voluntad al pueblo escogido, y allí comenzó la era llamada de la ley escrita para distinguirla de la precedente, o sea, de la ley natural en que los hombres, para gobernarse, sólo tenían su propia razón y las tradiciones de sus antepasados, cosas ambas tan fáciles de pervertirse y alterarse.

Para los cristianos, pues, la peregrinación al Sinaí es el más bello y más adecuado principio de un viaje a Tierra Santa. Y aun en los hombres descreídos ha de despertar el Sinaí vivísimo interés, ya que alzándose en el centro de las tres partes del mundo más considerables domina, por decirlo así, el teatro de la historia de la humanidad.

A los ojos de la fe es el Sinaí una montaña santa que será devotamente visitada hasta la consumación de los tiempos; para el filósofo y el hombre pensador es un sitio que inspira graves y profundas meditaciones; para el indiferente, en fin, es una de las comarcas más pintorescas del globo y más dignas de ser conocidas y admiradas.
 

Como la tierra de Canaán, fecunda en prodigios, las riberas del mar Rojo, los montes del Sinaí, los desiertos de la Arabia Pétrea fueron teatro de los más memorables acontecimientos de la historia del pueblo escogido, y transcurridos que son más de treinta y cinco siglos vamos a conducir ir en pos, digámoslo así, de los israelitas, saliendo de Egipto para emprender el viaje del Sinaí y la Arabia Pétrea.

Hace pocos años este viaje, con sus fatigas y variados percances, comenzaba en el Cairo; allí se tomaban los camellos; y después de tres largas y mortales jornadas se llegaba a las fronteras de Egipto. En el día, el camino de hierro de Suez allana al viajero este primer inconveniente.

El aspecto del país hasta Suez es por demás triste y monótono; los frescos oasis, las caravanas de beduinos, los campamentos y rebaños que dan alguna animación y vida a otros desiertos, se buscarían en vano en aquellas inmensas planicies donde torrentes de fuego en la atmósfera y la reverberación del suelo forman como incandescente horno en que todo aparece seco y calcinado.

Pero si árida la tierra, no puede quedarlo la fantasía en una región que bien merece el nombre de camino real de la gloria y de los grandes hombres. En aquel desierto, confinante con las montañas de Moab, en aquel paso de Africa a Asia se le representan a la mente las admirables emigraciones de los reyes y pueblos de remotos tiempos, y por él parece que se ven desfilar los héroes todos de la antigüedad sagrada y profana.

En la aurora de las edades, Abraham, padre de los creyentes, llamado por Dios, vino del interior de Mesopotamia a plantar su tienda en tierra de Canaán, hasta que hostigado por la plaga del hambre abandonó el valle de Mambré y sus prados y seculares encinas para encaminarse a Egipto, acompañado de Sara y seguido de sus pastores y ganados.

Tiempo después llega Jacob, padre de las tribus de Israel. Ha sabido que José vive aún y que era en Egipto poderoso, y dice: «Iré y veré á mi hijo antes de descender al sepulcro.»

Y llega, en efecto, y el hijo de Raquel sale a recibirle, y el anciano se deshace en lágrimas de gozo al ver al hijo a quien creyó pasto de las fieras.

Después, cuando para los hijos de Israel han pasado los tristes días de la esclavitud y vencido el Faraón por las famosas plagas ha consentido en su partida, la numerosa posteridad de los doce patriarcas la Tierra prometida. Una nube misteriosa la precede; de día le da sombra y de noche la alumbra.

A esas pacíficas caravanas sucede gran estrépito de armas y caballos. Sesostris, el Sesac de la Sagrada Escritura, regresa vencedor de su expedición contra Jerusalén. Sesenta mil caballos y cuatrocientos mil infantes le acompañan y detrás de él mil doscientos carros llevan los tesoros que acumulara el poderío de Salomón.

En pos de Sesostris acude el recuerdo de Nabucodonosor.

«Habló el Señor, exclama Jeremías, y dijo:

—Objeto de mi cólera van a ser Egipto, sus ídolos y sus reyes, y los pondré en manos de Nabucodonosor, rey de Babilonia.

— Disponed, oh doncellas egipcias, lo que habrá de serviros en vuestro cautiverio, pues Memfis va á convertirse en un desierto.»


Y así fue: Nabucodonosor vence a Necchao en las márgenes del Eúfrates y avanza contra Pelusa.

Cambises, asesino de su hermano, incestuoso amante de sus dos hermanas y matador de una de ellas; Cambises, que cifraba su orgullo en ultrajar a Dios y a sus sacerdotes, fue guiado a ese desierto por un griego de Halicarnaso llamado Phanés. Por ello le recompensó haciendo que dieran muerte a un hijo suyo en presencia del padre.

El mundo enmudece, según expresión del sagrado texto:

¡Paso a Alejandro Magno!

Después de expugnar la ciudad de Gaza, llega en siete días á Pelusa; encuentra allí numerosa armada con víveres y pertrechos; funda casi sin detenerse Alejandría, se dirige al templo de Ammón para proclamarse hijo de Júpiter.

A su vez se presenta la libidinosa Cleopatra cuyas gracias cautivan a los héroes de Roma. Se encamina al Eúfrates con Antonio, cuyas armas iban dirigidas contra los partos, y regresa escoltada por Herodes el Grande, del cual recibe homenajes y presentes.

Octavio se hallaba en Rodas; después de la batalla de Accio se presentó ante él Herodes, hecho rey por Antonio. Llevando la corona en la mano e hincando una rodilla en tierra, le dijo:

—«Con la fortuna de Antonio queda por el suelo mi solio, y sin más fiador que mi virtud aquí estoy, en presencia de su rival, para rogarle que atienda, no á quien he servido, sino a la fidelidad con que lo he hecho.»

—Octavio ciñó a Herodes otra vez la corona, y merced al rey de Judea las legiones romanas en su marcha por el desierto tuvieron agua y hasta vino en abundancia.

Los príncipes del Bajo Imperio, los lugartenientes de Mahoma, de Saladino, de Nureddin, de Kelavian, llevando tras sí innumerables cohortes, pasaron también por aquella desierta región. En ella ondeó la bandera de los soldados de la cruz.

«Aquí, dice antigua crónica, el hombre por cuyas venas corría la más noble sangre de Lorena, su tierra natal, el rey victorioso siempre y colmado de gloria, inquebrantable en la fe de Jesucristo, el fuerte atleta del Señor, Balduino, rindió el alma al regresar de Egipto, purificado por la confesión y robustecido por la comunión del cuerpo y de la sangre de Aquél por quien con tanto esfuerzo peleara.»

Su cadáver fue llevado a Jerusalén; pero en la arena fueron enterradas sus entrañas, y aun muchos años después era aquel sitio conocido con el nombre de arenas de Balduino.

Seis siglos más adelante habían de pisar aquel suelo los soldados franceses acaudillados por Bonaparte. Pero queden a un lado esos heroicos recuerdos.

Un día, expuesta a los rayos de un sol de fuego y al soplo abrasador del simún, padeciendo hambre, sed y toda clase de privaciones, caminó por aquellas soledades una mujer, casi una niña, llevando un infante en brazos. El infante era Dios, y la mujer la divina Madre de Jesús. José les acompaña.


Jesús había descendido entre los hombres; los hombres no quisieron conocerle, y huía de la cólera de Herodes. Su madre lo llevó a Egipto, donde estuvo oculto por espacio de siete años.

Tu soledad, oh tierra bendita del desierto, quedó santificada desde el instante en que el Salvador del mundo quiso pasar por tus horrores. De entonces tu silencio, tus asperezas fueron preferidas a la algazara y a las opulencias del mundo, y hombres criados entre púrpura dejaron los regios alcázares para pedirle asilo. Así parecen proclamarlo las breñas del monte Colzim que se levanta a la derecha del camino de hierro, como repiten sus ecos los nombres de los Pablos, Antonios y Pacomios y de todos los ilustres solitarios conocidos con el nombre de Padres del desierto.


 

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