En Granada, recorriendo las estribaciones del Cerro de San Cristóbal, a espaldas de la iglesia de San Ildefonso, en una callejuela sucia como muchas de aquel desgraciado paraje, escondrijo de pobreza, miserias y de gentes sospechosas, encontré hace años al finalizar la calle Baja, un rincón, depósito de cascajo, pero que dejaba visible la entrada de un agujero profundo.
¿Fue casa, fue cueva o antro de reptil espantable?
Quise averiguarlo, y después de muchas idas y venidas, y preguntas sin contestación, me contaron lo siguiente:
A principios de este siglo llegó no se sabe de dónde al mencionado callejón, una pordiosera anciana, de aspecto feroz y repulsivo. Su genio era de tigre, y su rostro tenía mucho parecido a la lechuza. La nariz encorvada en forma de pico, la barba subida hasta la boca, sin dientes, cruzada de arrugas, y harapos por todo traje, la Macaca, que este era su apodo, pues se ignoraba su nombre y raza, prevenía en su contra, de tal modo que ni dos días pasaban sin expulsarla.
Corrió todas las casas de Vecinos de las cercanías, y últimamente la despidieron de la última. La ponían el mote de bruja, y de comerciar en hechizos, y tanto corrió su fama, que la llevaron a los calabozos de la Santa Inquisición.
Pero sus artes o su fortuna la sacaron en salvas, y ella sin duda por vengarse de sus vecinos, escogió el lugar descrito para formarse su cubil.
Afirman gentes que lo oyeron de sus antepasados, que el agujero de frente al aljibe, en la misma esquina del montecillo, apenas podría dar entrada a una culebra. La vieja lo fue agrandando, sin más herramientas que sus uñas, y tales serian ellas que a las pocas semanas, se formó una habitación completa. Pero la entrada continuó casi lo mismo.
Parecía milagroso que por allí cupiese el cuerpo de un ser humano. Así es, que la oscuridad reinaba siempre, y ni la más curiosa de las tejedoras de esparto, siempre sentadas trabajando en los dinteles de sus viviendas, pudieron describir nada del interior. Es más, una madrugada se oyeron fuertes porrazos y al primer rayo del sol, contemplaron un ferrado, postigo con un enorme candado con signos cabalísticos, cerrando la entrada, y sin que se supiese de los artífices de tan extraña obra.
La vieja faltaba semanas enteras de darse al público, y en la última ausencia, vino trayendo en su compañía un ángel, pues no otra cosa semejaba la niña inocente que con pobres atavíos la acompañaba. Era rubia, delgada, ojos azules como los cielos, y sonrosadas como las rosas sus mejillas. ¿De dónde venía?
Nadie pudo saberlo; únicamente se notaba, que a la oscuridad de la cueva al entrar, se sucedía una claridad vivísima por intervalos. Los supersticiosos no pudiendo darle otra explicación más satisfactoria, la achacaban a las miradas de la joven, que eran de un brillo y de una dulzura inexplicable.
Todas las mañanas se marchaban juntas como a mendigar por los caseríos, trayendo al volver sus provisiones. Fueron mejorando su equipo, y aún la permitió que un domingo se sentase en una piedra a tomar un rayo de sol. Pero cuando otra muchachuela de su edad se arrimaba a ella para hablarle, la vieja la agarró del brazo, y se encerraron inmediatamente en su recinto.
Las lenguas se cansaron de moverse, y las desocupadas de hacer conjeturas.
Pasaron los tiempos y la joven se hizo una mujer hermosísima. Ya no la sacaba a mendigar, quedaba, sola y metida en la cueva, notándose la rareza de que a pesar de cerrado a piedra y lodo el postigo, sin ninguna clase de luz interior se filtraba una claridad deslumbradora.
Una noche, los vecinos escucharon voces de hombres, y acentos extraños al idioma de Castilla. Después de murmurar unas corno oraciones y cánticos misteriosos, todo volvió a quedar en silencio. Al poco rato, oyeron decir a la vieja con un acento que metía pavor.
—Hija de Aldevorán, cúmplase tu sino. Tu padre mató á mi hermana al abandonándola por la que te dio el ser. Si esta noche los espíritus que de mi furor te defienden, no te salvan, los bohemios cumplirán la promesa bebiendo tu sangre en el caldero simbólico de los sacrificios de la tribu.
Grandes sollozos de la niña fueron la respuesta. Mientras el postigo, según el crujir de hierros que se escuchaba, era clavado interiormente.
El terror detenía hasta las respiraciones del vecindario. De pronto, sobre el montecillo que cubría la cueva, apareció un mancebo gallardamente vestido con espada al cinto, airoso chambergo y un laúd en las manos, pero con un tinte fantástico en todo su ser.
La claridad misteriosa se reprodujo a su aparición, pero con la rapidez del relámpago. Luego, las tinieblas entoldaron el firmamento, y los golpes cesaron de repetirse. La voz de la bella joven cantó desde su encierro:
Dos besos tengo en el alma
que no se apartan de mí,
el último de mi madre
y el primero que te di.
El laúd del mancebo preludió breves instantes.
De lejos vine a sacar
mi corazón de prisiones,
que no valen enemigos
cuando el cielo lo dispone.
La vieja cada vez más enfurecida repetía:
—flujos de Belial, nuestra venganza, nuestra venganza.
La oscuridad se hizo más densa. Culebras de fuego y centellas deslumbradoras cruzaban la atmósfera.
Los que presenciaban la escena mudos de pavor contemplaron elevarse la piedra en que estaba el galán, después abrirse el techo de la cueva, arrojando de sí a la hermosura, y cerrándose en el instante, y luego un trueno espantoso que hizo que cada uno se retirase frenético de espanto a sus moradas que una lluvia torrencial estuvo punto de sepultarlas.
Cuando a la mañana siguiente se dirigieron al lugar de la catástrofe, solo ruinas encontraron, un inmenso montón de piedras, y el agujero que aún existe. La puerta de hierro, la terrible anciana, y los extraños seres cuyas voces se escucharon, todo había desaparecido.
En el sitio donde se colocara el caballero para la evasión de su adorada, no existía el más ligero vestigio. Solo se notaba como unas rayas en forma de cruz, que a deshora se cubrían de una luz tenue.
La cueva fue desde entonces objeto de terror, que se aumentaba en los aniversarios del suceso, por aparecer la sombra de una espantosa bruja con formidables garras en las manos, que se retorcía dando gritos de rabia y desesperación ahuyentándose solo cuando brotaba la claridad misteriosa.
Todos se figuraban, que era el alma en pena de la condenada vieja, y la luz un emblema de la pureza y protección celestial dada a su victima.
Todavía puede visitarse el lugar descrito, y si preguntáis a los que allí moran, os responderán que se conoce por el nombre de la Cueva de la Macaca.
0 comentarios:
Publicar un comentario