Dos huérfanas de padre y madre a su salida del colegio en que se habían educado en la capital, fueron a vivir al lado de su abuela materna la marquesa de Beaumont, que en el Poitou, habitaba el antiguo castillo de sus padres.
La marquesa cuya salud no era muy fuerte a causa de sus muchos años, se había aislado completamente en su retiro y raras veces salía de él, cosa que no dejaba de parecer bastante triste a sus nietas que estaban acostumbradas a la sociedad de las alegres compañeras de colegio.
Así es que Berta y María recordaban con pena los años de sus estudios y a menudo suspiraban al pensar en la dichosa existencia que sin duda habrían alcanzado cerca de sus padres, si la muerte no se los hubiese arrebatado algunos años antes de su salida del convento.
- Nuestra pobre madre nos amaba tan tiernamente, que no hubiera pensado sino en proporcionarnos toda clase de distracciones, decía Berta reclinando su frente meditabunda sobre el hombro de su hermana, mientras que ahora nos vemos condenadas a pasar nuestra juventud en este viejo castillo, en el que no oímos mas que las quejas y sermones de una abuela afligida por continuos padecimientos.
-¡Oh! si al menos nos fuera dado permiso para recibir a algunas amigas y devolverles sus visitas, respondió María... Pero nuestra abuelita, nos prohíbe esta sencilla distracción, con el pretexto de que no es conveniente que dos jóvenes como nosotras salgan únicamente acompañadas de un aya.
-La vieja Claudina que a nuestro lado tiene ese cargo, ¿no tiene una edad bastante respetable para servirnos de dueña en tales casos? añadió Berta; pero inútil será que se lo hagamos presente a nuestra abuela; su determinación está irrevocablemente tomada: quiere que estemos a su lado como prisioneras de guerra, y todo cuanto le objetemos a fin de alcanzar un poco de libertad, solo servirá para que nos dirija nuevas reconvenciones y severos cargos.
Estas conversaciones, a menudo repetidas, venían a agriar poco a poco el genio de ambas huérfanas, así es que no tenían con su digna abuela ninguna de esas consideraciones y atenciones, que tan preciosas son para la achacosa vejez, sobre todo cuando proceden del corazón de nietos tiernamente amados.
Varias veces ya la marquesa de Beaumont, había llorado a solas la frialdad e indiferencia con que sus nietas la trataban, dejándola sola después de las comidas, no preguntando jamás si se sentía aliviada o no, y hasta manifestando cierta impaciencia cuando algún acceso de tos le asaltaba delante de ellas.
Sin embargo, la pobre enferma no les había regañado nunca respecto de esto. Se limitaba a suplicarles que se entretuviesen en tocar el piano y cantar, en dibujar, pintar algún cuadro o hacer algunas delicadas labores de mano, a fin de que su aislamiento se les hiciera mas llevadero y precisamente estos sanos consejos eran los que Berta y María consideraban como enojosos sermones.
Afortunadamente para la abuela y sus nietas, una circunstancia imprevista no debía tardar en traer un cambio completo a los deplorables sentimientos de estas últimas.
Paseaban un día ambas hermanas en el parque, quejándose como de costumbre de su triste y monótona existencia, cuando distinguieron dos niños que del otro lado de la reja, parecía las contemplaban con admiración.
- No es verdad, Francisco, que son tan hermosas como las santas del paraíso celestial? decía la niña a su hermano.
- Sí, pero mami y el señor cura dicen siempre que las santas son particularmente hermosas a causa de su buen corazón, respondió el niño, y nosotros no sabemos si esas jóvenes del castillo lo tienen.
Berta y María oyeron perfectamente la conversación de los niños, se ocultaron no lejos de la reja, en un sitio en el cual podían oír todo sin ser vistas.
-¿Acaso se pueden tener facciones tan delicadas, y ojos tan azules como el cielo y ser uno malo? respondió la niña. No las has mirado con bastante atención, hermano mío; de lo contrario pensarías como yo, que tienen buen corazón.
- Entonces cuando vuelvan a pasar preciso es que les pidamos algunos sueldos, dijo Francisco; ellas no nos los negarán tal vez; y así está noche podremos hacer una buena sopa a nuestra pobrecita madre, que tan mala está en su cama. Cómo tú eres la mayor, Margarita, tú les hablaras; y si esas lindas señoritas son tan buenas como tú te imaginas, otra vez seré yo quien venga a implorar su caridad.
-¡Tomad, tomad, queridos niños! exclamaron en este momento Berta y María llegándose a la reja como por encanto; y dos bolsillos fueron vaciados al mismo tiempo en las temblorosas manos de los niños.
-¡Oh! que el cielo las bendiga a ustedes, buenas señoritas! balbuceó Margarita con voz ahogada por la sorpresa, la emoción y la alegría; después, mirando a su hermano, que aturdido de verse dueño de semejante riqueza, estaba inmóvil sin despegar sus labios, le dijo:
-¿por qué no das gracias a estas caritativas señoritas, mi querido Francisco? y al mismo tiempo enjugó con la punta de su delantal dos gruesas lágrimas que resbalaban por las mejillas de su hermano. Vamos ¿por qué lloras así? ¡Cuanta va ser la dicha de nuestra pobrecita madre al ver que le llevamos tanto dinero!
-Id pronto a ver a vuestra madre, amiguitos, les dijo Berta con acento lleno de ternura; cuidadla bien y tratad de venir a menudo a vemos; jamás os negaremos nuestros socorros.
El hermano y la hermana saludaron con afecto a las encantadoras y bondadosas señoritas del castillo, y luego echaron a escape por el camino que conducía a su casa.
-Id pronto a ver a vuestra madre, amiguitos, les dijo Berta con acento lleno de ternura; cuidadla bien y tratad de venir a menudo a vemos; jamás os negaremos nuestros socorros.
El hermano y la hermana saludaron con afecto a las encantadoras y bondadosas señoritas del castillo, y luego echaron a escape por el camino que conducía a su casa.
No hay alegría ni satisfacción que puedan ser comparados a las que nos hace sentir el cumplimiento de una buena acción, de una obra de caridad.
Esto es lo que Berta y María se dijeron, así que hubieron partido los niños de la reja y continuaron su paseo por el parque.
-Oye, hermana, decía Berta a María, desde hoy es preciso que cambiemos nuestro modo de vivir. Seis meses han pasado desde que entramos en el castillo y todo este tiempo lo hemos pasado en llorar nuestro aislamiento, sin pensar que en él pudiéramos encontrar un medio de embellecerlo y hacerlo llevadero. La Providencia, al mandarnos esos dos pobrecitos, acaba de darnos una admirable lección; aprovechémosla, mi querida hermana, y en lo sucesivo erijámonos en decididas bienhechoras de todos los desgraciados de las cercanías.
-Dices bien, Berta, respondió María. Vamos a comunicar nuestros proyectos a nuestra abuelita, que no dudo los aprobará, y desde mañana iremos con Claudina a las mas pobres chozas con el fin de repartir socorros y consuelos a los afligidos.
La marquesa de Beaumont no pudo contener una exclamación de sorpresa cuando sus nietas vinieron a sentarse junto a su cama.
-¿Qué queréis, hijas mías? les dijo; ¿en dónde habéis dejado vuestra acostumbrada tristeza? ¿cómo es que hoy os veo rebosando de alegría?
-Vamos a contarle todo, querida abuelita, respondió Berta sonriéndose; pero antes es preciso que nos perdone todas las faltas que hasta hoy hemos podido cometer con usted.
-¿Algún ángel del cielo se os ha aparecido sin duda durante el paseo? preguntó la buena marquesa con voz enternecida por la emoción.
En todo caso, benditas seáis por la satisfacción y la alegría que derramáis en mi alma; y, creedme, hijas mías, vuestras cariñosas palabras han borrado ya de mi corazón las penas que le afligían. Para mi no existe ya otra cosa que lo presente y lo porvenir, el tiempo pasado, pasado queda.
Berta y María imprimieron cada una un beso sobre la pálida frente de su digna abuelita. Después Berta contó cuanto acababa de sucederles, y terminó por contar los hermosos proyectos por ellas formulados, proyectos que su hermana consideraba como si fueran suyos.
-¡Que el cielo os mantenga en esas generosas ideas, hijas mías!-dijo entonces la anciana; sus bendiciones han sido derramadas en vuestros espíritus en el momento mismo en que vuestra caritativa mano se tendía para socorrer el infortunio, seguid pues mereciéndolas, y yo os ayudaré en todas vuestras buenas obras.
A la mañana siguiente, en vez de estarse en la cama basta las diez de la mañana, conforme a su costumbre, Berta y María trabajaban ya desde los primeros albores del día.
Habían pensado en la dicha que experimentarían en vestir a sus jóvenes protegidos cuando volviesen a verlos, así es que se ocupaban en prepararles sus trajes.
Después de haber desayunado con alegría, cosa hasta ahora para ellas desconocida, en compañía de su abuela, cuya conversación les pareció amable, Berta y María se dispusieron a emprender, acompañadas por su aya Claudina, sus primeras obras de beneficencia.
-Que Dios os guíe y proteja, mis queridas hijas, les dijo la marquesa de Beaumont, cuando se presentaron a decirle que iban a salir.
-No se inquiete abuelita, pronto estaremos de vuelta, le respondieron abrazándola con ternura, siguieron a Claudina, cuyas manos se alzaron varias veces hacia el cielo como para darle gracias del cambio salutífero que se había realizado en el corazón de sus queridas señoritas.
Los pájaros cantaban entre el follaje, las flores se abrían risueñas a los rayos del sol, y los arroyuelos parecía que se complacían en susurrar alegres y juguetones entre las crecidas yerbas del prado. Probable es que en cualquiera otra circunstancia Berta y María no habrían reparado en aquellos encantos de la naturaleza, pero en aquel momento, la idea de la generosidad llenaba su alma con una nueva existencia, y ambas gozaban de toda la ventura que el Creador de todo les brindaba en sus obras.
-Si ustedes quieren, mis queridas señoritas, les dijo la vieja Claudina, yo las llevaré a casa de la pobre Marta; es una buena mujer a quien el peso de los años tiene abatida.
La vejez le ha privado de la vista, y vive sola en aquella cabaña que allí se ve cerca del bosque.
Te seguiremos a cuantas partes quieras llevarnos, mi querida Claudina, le contestó María. ¿No nos has dicho que tú acompañabas a nuestra madre, cuando iba a visitar a los pobres de la comarca? Guíanos pues, sé guía como lo has sido para ella.
- Ese recuerdo es precisamente el que me obliga a conducirlas a ustedes a casa de la anciana Marta, mis queridas señoritas, respondió Claudina; ¡con que alegría va a recibirnos! sobre todo a ustedes, a las dignas sucesoras de aquella que tantos beneficios le ha prodigado!
Con cuánta gratitud va a hablar de la anciana marquesa de Beaumont y de su hija la buena madre de ustedes, a quien debía los recursos necesarios para mantener su numerosa familia, a la cual no podía educar con su pobre trabajo.
Pensando de este modo, llegaron a la cabaña de la desventurada ciega.
-Vengo a anunciaros una visita que estoy segura va a causaros gran satisfacción, mi querida Marta, dijo el aya dirigiéndose la primera a la ciega.
-¡Ah! ¿es usted señora Claudina? respondió la anciana. Que el cielo la bendiga, porque siempre que viene a verme, es para mi bien.
-Y si yo le dijera que las dos hijas de su antigua bienhechora la señorita de Beaumont, que han salido del colegio hace seis meses, viven en el castillo de su venerable abuela, ¿me agradecería por tan buena noticia, amiga mía? Así habló Claudina después de decir con un gesto a las huérfanas que no despegaran sus labios.
-¿De veras? exclamó la pobre ciega dejando caer de su temblorosa mano el uso con que hilaba en aquel momento. ¡Ah! si yo pudiese oír su voz, estoy segura que vendría a recordarme la de su generosa madre cuando venia a mi humilde choza a traerme la abundancia y el consuelo.
Nosotras venimos a reemplazarla si esto es posible, buena anciana, exclamaron entonces ambas hermanas con acento de ternura.
- Gracias, Dios bondadoso, gracias mil por esta gracia que vuestra misericordia me concede, balbuceó la vieja Marta, llorando a lágrima viva. Denme ustedes el consuelo de dirigirme aun su benéfica palabra, ángeles de consuelo, repuso después de un momento de silenciosa alegría, durante el cual la pobrecilla babia tendido sus brazos en la dirección de las jóvenes, tal como si hubiera tratado de bendecirlas. Logre yo oír de nuevo el eco de esas voces que en mi corazón despiertan recuerdos que le hacen renacer a la vida y a la esperanza.
-Pobre anciana, respondió Berta con el acento de la mas profunda piedad, en adelante mi hermana y yo cuidaremos de usted como lo hacia nuestra buena madre, y a menudo vendremos a esta casa.
-Usted no puede permanecer sola de ese modo, añadió María; nuestra querida Claudina encontrará fácilmente alguna buena joven que vele y la acompañe mientras que nosotras cuidaremos de que nada falte en este albergue tantas veces pisado por nuestra madre. Mientras tanto, tome esta pequeña cantidad, como si nuestra madre viniera a ofrecérsela. Queremos seguir cuanto nos sea dado su caritativo ejemplo.
-¡Oh! que el cielo recompense en venturas todo el bien que hagáis a los desgraciados, compasivas señoritas! replicó la ciega.
Aunque mis ojos estén cerrados a la luz, creo ver en ustedes la figura tierna y encantadora de la noble mujer a quien deben ustedes la existencia. Estaba tan hermosa con su rubia cabellera, sus ojos azules y expresivos, sus facciones risueñas, su tez blanca y sonrosada, que al verla pasar el dintel de nuestra puerta se nos figuraba a todos presenciar la aparición de un astro radiante de bondad, de un ángel del cielo.
Fácil es de adivinar que esta primera excursión de las huérfanas vino a exaltar su celo caritativo, a consolidar su amor por las buenas obras. Rogaron a Claudina las condujera a otras pobres cabañas, y no regresaron al castillo sino cuando el sol, al declinar hacia el ocaso, les advirtió que el momento era llegado de llevar también algún consuelo a su abuelita.
Pronto se divulgó por la comarca la beneficencia que animaba á las jóvenes castellanas.
La anciana Marta, podía pasearse apoyada en el brazo de una honrada joven, que le prodigaba los mayores cuidados. Muchos ancianos, mujeres y niños, recibían regularmente socorros que los libraban de la indigencia en que largo tiempo se habían visto envueltos; por fin, una escuela que las huérfanas mandaron construir, con el concurso de su buena abuelita, colmaba la medida de sus beneficios y se esperaba que pronto una iglesia vendría a elevar su campanario en medio de los esparcidos caseríos que dominaba el castillo de Beaumont.
En efecto, la marquesa y sus nietas habían concebido este proyecto, y de el se ocupaban seriamente, pero esperaban, para poder llevarlo a cabo, la respuesta de un venerable sacerdote que la marquesa de Beaumont conocía, y a quien ella había escrito suplicándole se tomase el trabajo de elegir un buen plano al efecto. Al mismo tiempo se le ofrecía guiar a las almas de la futura iglesia, así que estuviese terminada.
En cuanto a los dos niños que sin saberlo, habían sembrado en el corazón de las huérfanas la fecunda semilla de todas aquellas buenas obras , inútil es decir que seguían alcanzando una gran parte de sus beneficios.
Habían llegado a ser los amigos de los nobles habitantes del castillo; así es que se les veía siempre decentemente vestidos, lo mismo para ir a la escuela, que para asistir los domingos a la iglesia.
Su madre, ya completamente restablecida volvió con ardor al trabajo, y así lograba economizar una parte de los regalos que las jóvenes hermanas le hacían.
Seis meses después, la iglesia estaba completamente terminada, y para celebrar la festividad, no se esperaba sino la presencia de las personas necesarias a su consagración y sobre todo la llegada del buen pastor que había elegido la marquesa de Beaumont.
-Acabamos de idear una nueva cosa, querida abuelita; ¿nos promete acoger nuestro proyecto favorablemente, como los anteriores? dijeron cierta mañana Berta María, llegándose con cariño a su abuela.
-¡Sois muy exigentes, señoritas ¿no estáis aun satisfechas? respondió la anciana sonriéndose.
-Anticípenos su aprobación al menos por esta vez, abuelita, y le prometemos que nunca mas volveremos a molestarla, repuso María.
-Vamos, vamos, hijitas, comunicadme ese proyecto, y si es razonable, yo os otorgaré mi consentimiento para que sea llevado a cabo.
-¿Nos consentirá, querida abuelita, sublevar el castillo el día de la consagración de nuestra iglesia? preguntó Berta riéndose.
-¡Ah! os veo venir, exigentes niñas; desearíais celebrar ese acontecimiento en numerosa compañía; ¿pero que diría mi castillo si de repente se viese invadido por una turba de convidados después de la soledad en que ha vivido hace diez años?
- ¿Y si los convidados que nosotras le destinamos, no fuesen otros que los habitantes de las humildes cabañas a quienes no cesa de mirar compasivo desde su majestuosa altura? añadió Berta con jovial prontitud. ¿Cree usted abuelita, que el serio, el noble y tanto tiempo solitario castillo, se negaría a recibirlos? ¿qué no los albergaría con placer en ese día tan solemne?
-Sois unos ángeles, mis queridas nietas, respondió la anciana marquesa abrazando con efusión a las dos rubias huerfanitas. Organizad, disponed la fiesta como mejor os parezca; os doy mis mas amplios poderes para ello, y os declaro señoras absolutas del castillo. Sublevadlo como habéis dicho, con tal de que vuestros convidados queden satisfechos, yo no me opondré, no me quejaré de nada por grandes que sean los estragos que hagáis a esta respetable mansión de mis padres.
Tan pronto como el sacerdote recibió su nombramiento de mano del señor obispo de Poitiers, se apresuró a ponerse a las órdenes de la anciana marquesa de Beaumont; y bien se puede suponer con qué santo regocijo había sido recibido, así en el castillo, como por los habitantes de la comarca.
El siguiente domingo, una gran multitud entró en la iglesia para arrodillarse con recogimiento y asistir a la imponente ceremonia de la consagración.
La señora marquesa de Beaumont, se hizo conducir en coche con sus nietas, y tuvieron la dicha de unir sus plegarias a las del venerable sacerdote y a las de todos los fieles, a fin de pedir con fervor para la nueva parroquia, las preciosas bendiciones del cielo.
Mas de trescientos convidados se reunieron en el castillo, en donde un espléndido banquete había sido preparado por las jóvenes hermanas. Por último, un divertido concierto y unos hermosos fuegos artificiales quemados en el parque, cerraron este día que tan gratos recuerdos debía dejar en los corazones de cuantos tuvieron la dicha de hallarse presentes.
Actualmente Berta y María, viven en París; pero no por eso se olvidan de sus protegidos del Poitou. Todos los años van al castillo de Beaumont a pasar una temporada, al lado de su venerable abuela, que vive aun a pesar de sus achaques, y se consagran siempre con el mismo fervor a visitar los pobres de las cercanías.
Si las huérfanas son felicitadas por sus caritativos actos, responden sonriéndose que no los consideran como gran cosa, puesto que sus mas santas alegrías y satisfacciones las encuentran en este manantial inagotable y bendito: la caridad.
-Acabamos de idear una nueva cosa, querida abuelita; ¿nos promete acoger nuestro proyecto favorablemente, como los anteriores? dijeron cierta mañana Berta María, llegándose con cariño a su abuela.
-¡Sois muy exigentes, señoritas ¿no estáis aun satisfechas? respondió la anciana sonriéndose.
-Anticípenos su aprobación al menos por esta vez, abuelita, y le prometemos que nunca mas volveremos a molestarla, repuso María.
-Vamos, vamos, hijitas, comunicadme ese proyecto, y si es razonable, yo os otorgaré mi consentimiento para que sea llevado a cabo.
-¿Nos consentirá, querida abuelita, sublevar el castillo el día de la consagración de nuestra iglesia? preguntó Berta riéndose.
-¡Ah! os veo venir, exigentes niñas; desearíais celebrar ese acontecimiento en numerosa compañía; ¿pero que diría mi castillo si de repente se viese invadido por una turba de convidados después de la soledad en que ha vivido hace diez años?
- ¿Y si los convidados que nosotras le destinamos, no fuesen otros que los habitantes de las humildes cabañas a quienes no cesa de mirar compasivo desde su majestuosa altura? añadió Berta con jovial prontitud. ¿Cree usted abuelita, que el serio, el noble y tanto tiempo solitario castillo, se negaría a recibirlos? ¿qué no los albergaría con placer en ese día tan solemne?
-Sois unos ángeles, mis queridas nietas, respondió la anciana marquesa abrazando con efusión a las dos rubias huerfanitas. Organizad, disponed la fiesta como mejor os parezca; os doy mis mas amplios poderes para ello, y os declaro señoras absolutas del castillo. Sublevadlo como habéis dicho, con tal de que vuestros convidados queden satisfechos, yo no me opondré, no me quejaré de nada por grandes que sean los estragos que hagáis a esta respetable mansión de mis padres.
Tan pronto como el sacerdote recibió su nombramiento de mano del señor obispo de Poitiers, se apresuró a ponerse a las órdenes de la anciana marquesa de Beaumont; y bien se puede suponer con qué santo regocijo había sido recibido, así en el castillo, como por los habitantes de la comarca.
El siguiente domingo, una gran multitud entró en la iglesia para arrodillarse con recogimiento y asistir a la imponente ceremonia de la consagración.
La señora marquesa de Beaumont, se hizo conducir en coche con sus nietas, y tuvieron la dicha de unir sus plegarias a las del venerable sacerdote y a las de todos los fieles, a fin de pedir con fervor para la nueva parroquia, las preciosas bendiciones del cielo.
Mas de trescientos convidados se reunieron en el castillo, en donde un espléndido banquete había sido preparado por las jóvenes hermanas. Por último, un divertido concierto y unos hermosos fuegos artificiales quemados en el parque, cerraron este día que tan gratos recuerdos debía dejar en los corazones de cuantos tuvieron la dicha de hallarse presentes.
Actualmente Berta y María, viven en París; pero no por eso se olvidan de sus protegidos del Poitou. Todos los años van al castillo de Beaumont a pasar una temporada, al lado de su venerable abuela, que vive aun a pesar de sus achaques, y se consagran siempre con el mismo fervor a visitar los pobres de las cercanías.
Si las huérfanas son felicitadas por sus caritativos actos, responden sonriéndose que no los consideran como gran cosa, puesto que sus mas santas alegrías y satisfacciones las encuentran en este manantial inagotable y bendito: la caridad.
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