LEYENDA DEL BUENO DE FRAY ANTONIO, QUE TRABAJABA POR DOS Y VALÍA POR MÁS DE UNO


Válgame el bendito patriarca San José, el que se venera en la iglesia parroquial de este título en Granada, y cómo se hallaba en olor de santidad la buena de la tía Sebastiana, la moradora en el n.° 4 de la calle de Bocanegra, en el año del Señor de 1614, solo por el hecho de ser madre y procreadora del lego más querido y más popular de la entonces opulenta orden de San Francisco, Casa Grande, y por cuya sensible muerte, vestía riguroso luto tiempos hacía, no solo en el traje, sino en lo íntimo de sus entrañas.
 
Y no le faltaban razones para ello, aparte de lo que naturaleza dicta ante tan estrecho vínculo, pues tanto en el seno de la familia, como en el convento, sus cualidades le hacían ser una especie de héroe legendario entre sus compatriotas, por mas que su nombre quedara envuelto en las tinieblas del olvido, del que nosotros pretendemos sacarle; partidarios decididos como se nos llama de escudriñar los rincones olvidados de este destruido Albaicín, orgullo un tiempo por su industria y sus moradores, de la hermosa sultana que vive de lo que fue, con harto dolor de sus amantes hijos, y grano el más robusto y saludable de aquella Granada de rubíes, de los que cada uno era un populoso barrio, sus hojas millares de Cármenes floridos, y su corteza un cinturón de mil torres que como pétalo coronaba una maravilla: la Alhambra.
 

 Pero volvamos a nuestro asunto. Fray Antonio era en el comienzo de hace cuatro siglos, joven todavía, por más que no pudiera calificársele de adolescente; grueso, de elevada estatura, facciones agradables y pronunciadas. Aunque su instrucción no estaba descuidada, jamás quiso pasar a mayores, ni menos ordenarse de misa, pues su vocación se satisfacía con ser hermano limosnero, y ayudar con su asiduo trabajo a la manifestación de los padres graves, y a el mayor brillo de la orden y de la Iglesia.
 
¿De qué provenía su fama, sus simpatías, y ese don especial para obtener donde quiera que llegaba tan abundantes colectas?
 
En unos borrosos apuntes que tenemos a la vista, se describen así algunos de sus acontecimientos en el mundo.

Se cuenta que una mañana de Marzo, más fría de lo que ser debiera, marchaba detrás de su robusto jumento, cuyos enormes capachos esperaban llenarse en los cortijos limítrofes a Pinos de Genil.
 
La noche anterior habla llovido, y al atravesar el vado de Aguas Blancas, encontró una pobre mujer pidiendo auxilio con voz enronquecida por la pena. Al pasar el rio en una endeble caballería con su niño en brazos, tropezó la bestia, cayendo al agua, y este fue arrebatado por la corriente, que a pocos pasos lo depositó exánime en unos matorrales de la margen derecha.
 
La oleada cenagosa lamía el terreno, y la criatura estaba a punto de perecer. Fray Antonio se desnudó de su hábito y aboyándose en el grueso bastón que formaba su única compañía, entró animoso en las aguas.
 
Aunque fuerte como un San Cristóbal, un hoyo oculto en medio del rio, que formaba un peligroso remolino, le arrebataba para sumergirle. La cabeza es lo que ya quedaba fuera, cuando haciendo un vigoroso esfuerzo, pisó terreno más firme, y nadando llegó a las matas.
 
Cogió en brazos al chico, le suministró unas gotas de cordial que a prevención llevaba siempre en el bolsillo, y cuando la madre acudía a darle las gracias, el hijo le tendía los brazos reanimado, y el buen lego aligeraba su borrico para excusarse de tan cariñosos testimonios. Pero la mujer con el júbilo de hallar en salvo a la prenda de sus entrañas, no quiso dejar así el lance y tomando un atajo, volvió al pueblo refiriendo al vecindario tan desinteresado heroísmo.
 
Cuando Fray Antonio entró en Pinillos, las aclamaciones y vítores, se cruzaban con los abrazos y los convites, y excusado es añadir que la carga de limosna se completó con las provisiones más escogidas del lugar.
 
Otra vez se quedó a dormir en un inmenso cortijo de la sierra.
 
Celebraban el bautismo del primer vástago del labrador, que era fecundo en parentela, y por este motivo el sexo débil, entre mozas y ancianas estaba representado por más de treinta individuas. Cenando estaban en la enorme cocina de la casa, y los hombres, en especial los que habían trasegado a su estómago el fruto de las viñas del collado de enfrente, elogiaban sus habilidades ante el concurso, tanto que hubiera podido creerse que se estaba delante de los siete sabios de Grecia.
 
 
Un pastor sabía más de estaciones que Copérnico, un gañán daba noticia de los granos de trigo que tendría la cosecha inmediata, y un vaquero afirmaba que sus reses sabían hablar, aunque solo de hocicos para adentro. Todas las miradas se fijaban en el fraile, que escuchaba en silencio tamañas atrocidades, y a quien correspondía que la Iglesia quedase en lo mas alto del campanario.
 
Para volver por los fueros de su clase y dar una lección a los incrédulos, tomó la palabra afirmando, que si los anteriores aseguraban tales conocimientos sin achacarlos a permisión divina, él con la ayuda de Dios iba a obrar un estupendo milagro.
 
—¿Queréis, dijo, encarándose con las hembras, quitaros una docena o media de años?
 
—Sí, sí, respondieron en coro.
 
—Yo lo puedo y ahora estudiaremos la manera.
 
—¿ Con los hombres no reza semejante mandamiento?
 
—No llega a tanto mi poder.

—¿Y para qué apetecerá el tío Gazpacho, deshacerse de arrugas? preguntó con sorna una mozuela que cuidaba de los corrales.
 
—Para matrimoniar contigo, desvergonzada, respondió colérico el aludido, porque si no, los pavos de tu manada van a ser tus únicos pretendientes.
 
—Chitón, que lo primero nos importa más, habló una viuda que todavía se apretaba fuerte el nudo de la castaña. ¿Qué nos costará eso, Fray Antonio?.
 
—De balde, hijas, de balde; yo lo hago para que conozcáis lo que puede el de allá arriba.
 
—Pues contra más pronto mejor, murmuraron las hembras formándole corro.
 
—Estoy corriente, mucho silencio y principio la operación. No se escuchaba el ruido de una mosca.
 
El fraile pidió un canuto de hoja de lata que servía para guardar las bulas, y desdoblando un cuadernillo de papel que en unión de un tintero de cuerno, llevaba en la manga izquierda, ordenó que se le acercasen una a una todas aquellas mujeres.
 
—Habéis de decirme, y cuidado con faltar por nada a la verdad, aquí en público y con voz alta, los años que cada una tenéis.
 
—¿Pero en público? interrogó la mayoría.
 
—Sí, señoras, y tan recio corno si cantarais unas seguidillas.
 
No había más remedio que obedecer. Cada una fue refiriendo su edad, que el fraile anotaba con sus nombres y apellidos escrupulosamente en los papeles. Es más, les hacía a cada prójima figurar una cruz en el pliego, después de su confesión, como seña inequívoca de que el guarismo saliera de sus labios.
 
—Esto no es posible, decían los zagales, pues bonito fuera que la tía Coscolina, que pasa de los setenta, se quedase mozuela y quisiera emparentar conmigo.
 
—Cállate, hombre, le contestaba otro por lo bajo, los frailes saben mucho.
 
Acabada la faena, Fray Antonio guardó los apuntes muy bien liados dentro del canuto, y pegó con cera derretida las tapaderas.
 
—Ahora a dormirnos tranquilamente; esta olla necesita veinticuatro horas para hervirse, y mañana a la noche sabremos todos si cumplo o no cumplo mis promesas.
 
¡Con qué ansiedad esperaban la vuelta del fraile Antonio!
 
 
Cuántas veces se asomaron a la cercana colina, por si descubrían sus venerables hábitos talares!
 
Y la coincidencia fue, que aquella velada Fray Antonio converso más de lo de costumbre con el Sr. Cura, y aún parece que estuvo dos ratos revolviendo librotes en la sacristía.
 
Por fin llegó la apetecida hora, cenaron en comunidad, y después de la debida acción de gracias, el fraile puso una mesa delante de su sillón y más con sorna que gravemente, colocó en la tabla el canuto, y otro rollo pequeño de papeles. 
 
—Acérquese Manija, la de los Cavarme. Quietas, que yo iré llamando una a una. La interpelada se acercó algo confusa.
 
—Veamos, seguía el lego, anoche confesaste que tenias treinta y cinco años; como según la partida de bautismo que me han facilitado en la parroquia, naciste diez años antes, he aquí como he obrado el milagro, rebajándote esa decena, que te costará una limosna de otras tantas pesetas, para la obra de San Francisco.

—La mujer no acertaba por donde esconderse.
 
—Maruja, la del tío Perico, que venga. Tú tenias anoche veinte primaveras, y como quiera que reza en el registro treinta y cuatro, esos catorce serán tu multa y véase, como queda hecho el milagro.
 
Los hombres se morían de risa, pero a las tres o cuatro interpeladas, lo movieron a barato, diciendo que era un engaño y trataron de arrebatarle los papeles a Fray Antonio.
 
—Silencio, ganado de tormenta, les dijo, poniéndose de pie, el milagro se ha verificado y consiste en que se descubra la vanidad y la pequeñez de nuestros espíritus. Para no enterar a sus convecinas, cada cual disminuyó su tiempo, pero la verdad se ha hecho camino, que los años y los bienes Dios los da y Dios los quita: Pagad una limosna para el convento, y vayan a la lumbre los escritos, y que esta broma os enseñe en adelante vuestros deberes.
 
La solución fue del gusto de todo el sexo femenino, y aunque dio mucho que hablar después a los mozuelos la treta del fraile, la memoria es frágil, todo se borra y hasta algunas pretendieron que la quita de edades se había verificado, pues muy pocas aseguraban pasar de los cuarenta.
 
En otra ocasión, como siempre su cometido era andar por los campos, tuvo la desgracia de encontrarse con una banda de malhechores.
 
Traía de los cortijos de los montes, provisiones en abundancia, y el que las disfrutaran otros distintos de los que eran sus destinatarios, no le gustaba en absoluto. A la fuerza tuvo que detenerse, y acercándose al capitán le preguntó si no hubiera medio de continuar su camino sin menoscabo. Reflexionó el bandido, y le dijo:
 
—Uno encuentro. Hace años que no hemos escuchado un sermón, predícanos, y si gusta te dejaremos libre y con recompensa.
 
Pareció muy bien lo expuesto a la tropa, y Fray Antonio montado en su caballería hizo de tripas corazón, empezando en esto, términos:
 
—Hermanos míos, el asunto de mi plática será demostraros que en todas las cosas menos en una, sois muy semejantes a Jesucristo.
 
—Corriente, bravo, dijeron enorgullecidos con la comparación. Veamos cómo es eso...
 
—De este modo. Nuestro divino Maestro anduvo huyendo y sufrió persecuciones de la justicia, como a vosotros ocurre.
 
—Verdad, contestaron.
 
—Padeció hambre y sed.
 
—Lo mismo.
 
—Fué azotado cruelmente.
 
—Ay, ay, exclamaron algunos restregándose las espaldas.
 
—Fué escarnecidoy calumniado.
 
—Como nosotros; que nos llaman ladrones.
 
—Pues bien, añadió el fraile, en todas estas cosas os parecéis. Veamos en la que sois distintos. Jesucristo murió crucificado, pero vosotros...

—¡Qué, qué!
 
—Alcanzareis distinto fin. Será en la horca.
 
No gustó el último punto a los ladrones; pero el fraile arreó la bestia, y allí se quedaron para digerir bien o mal la metáfora.
 
No era solo en los pueblos donde se referían las aventuras del célebre lego sino que también en la ciudad recuerdan entre otras, una muy famosa, en que fue el protagonista.
 
Cuentan de una santurrona vieja y rica, pero maniática y supersticiosa, que fatigaba continuamente al padre guardián, afirmándole que un Santo Cristo de la iglesia de San Gregorio el Alto se dignaba hablarla, y lo que es más, hacerle pedidos de dinero y comestibles.
 
El sacerdote la regañó severamente y hasta le prohibió acercarse a él con semejantes falacias; pero ante la insistencia de la mujer, y temeroso de mayor escándalo, la respondió que tomaba el asunto por su cuenta y que nada hiciera sin consultarle.
 
En efecto, tuvo conferencias con el párroco, verificaron observaciones, indagaron en la sacristía, pero no se supo más, sino que la beata rezaba diariamente ante la divina imagen, que salía de las últimas del templo, y eso después que la zapeaba un monaguillo grandullón encargado de las llaves.
 
Pasaron dos meses y la santurrona vino a San Francisco, muy quejosa de que sin duda por haber revelado el secreto, se habían cortado las relaciones con la divinidad. Se alegró de ello el guardián cuando a la siguiente tarde volvió con la música de que ya se habían renovado las peticiones y que ella estaba pronta a seguir depositando en el balcón de su cuarto, como ya lo había hecho en veces anteriores, todos los efectos que le pedían.
 
Perdía ya la paciencia el buen padre, y figurándose algún extraño embolismo, se le ocurrió comisionar al lego para que lo descifrase. Bien enterado del caso, Fray Antonio se disfrazó al día siguiente, que como no era festivo era escasa la concurrencia a dicho templo, y al quedarse en él la beata sola, se ocultó en un oscuro confesonario. Desde su apostadero podía observar sin ser visto.
 
A poco la vieja, empezó con sus aspavientos y lloriqueos, a pedir al Salvador del mundo se dignara decir lo que había de procurarle a la noche siguiente. La respuesta fue pronta. Una voz bastante fresca y mundana se oyó que dijo:
 
—Pon dos jamones y cinco doblones, en el guardapolvo de tus balcones.
 
—Seréis servido, milagroso Señor, mandad a vuestra humilde esclava. Y persignándose se alejó la falsa devota henchida de satisfacción.
 
Enseguida las ropas de la Dolorosa que estaba al pie del Crucificado se movieron y apareció una cara sonriente que pertenecía a Lucas, el acólito más truhán de todos los de su especie. Cerró las puertas creyéndose solo, y Fray Antonio se salió por las tapias del cementerio.
 
Al sonar las Ánimas de aquella noche, el fraile se apostó en la calle de la Mina, donde moraba la Águeda. Cuando el silencio reinó en el contorno, con pasos quedos, el acólito se apareció, subiéndose al no elevado balcón de la casa. Poco tardó en bajar con la preciosa carga, pero al volver la esquina dos robustos brazos le aliviaron de ella y dándole dos soberbios puntapiés, le dijeron:
 
—Este es el premio, galopín, de jugar con las cosas sagradas. No te llevo a la Inquisición porque me da lástima de tu edad e inexperiencia.
 
Se quedó el monago más muerto que vivo, jurando en su interior no andar en tratos con beatas, pues a un milagro atribuía haberse descubierto sus tretas, y Fray Antonio entró triunfante con la conquista en la celda de su guardián, a quien refirió lo sucedido.
 
Ese mismo celo por ser bien justo y obtener donaciones, y el amor a sus semejantes ocasionaron su sentida muerte.
 
Al llegar un verano al cortijo de la Granja, que se encuentra después de pasado el pueblo de Albolote, vio al labrador, que era muy amigo suyo  y al resto de su familia, presa de las calenturas malignas, que allí se padecen en esa época del año.
 
Les asistió con toda la unción cristiana, hasta dejarles fuera de peligro, poro agarró el pernicioso virus y antes de una semana era velado por sus hermanos en religión.

No hace mucho que sostuve un largo diálogo con un antiguo tejedor de lienzos de la Casa de los Toribios, quien al enseñarme las ruinas de la que fue vivienda de la Sebastiana, se daba aires de descender de primo de Fray Antonio, sosteniendo que el mote de Fraile y Medio le provino, de que trabajaba por dos y valía por más de uno.



 

0 comentarios:

Publicar un comentario

SÍGUEME EN FACEBOOK