LOS CAMELLOS DE TIERRA SANTA


En Suez, el viajero ha de tomar el camello, nave en aquellos mares de arena, según expresión de un poeta, y diciendo adiós a los dominios del hombre, penetrar en las regiones desoladas del desierto.
 
El viaje a caballo sería mucho más rápido y menos fatigoso; en aquellas inmensas llanuras podría devorarse el espacio, y con sólo el cambio de aires en la marcha desaparecería su monotonía. Esto, empero, no es posible a causa de la falta de agua potable. El virrey de Egipto pudo en verdad, hace ya muchos años, llegar al Sinaí en carruaje; pero esto sólo es realizable para quien pueda hacerse preceder por caravanas que establezcan en diferentes puntos tiendas con las provisiones necesarias.


El camello, que soporta sin gran pena la sed, que no sabe lo que es fatiga, y que apenas se alimenta de otra cosa que de sol y aire, es para la generalidad de los viajeros el único medio de transporte.
 
De dos clases son los que para esto sirven: el hedjin, que por lo común sirve de montura, y el djemel, destinado a bagaje. El último es tardo; siempre al paso, no adelanta más que legua por hora. El hedjin, por el contrario, es muy ligero y andarín; si se le obligara a llevar la carga del djemel, se enfurecería y al fin daría con ella en tierra. Es como si dijéramos el caballo de silla del desierto; su paso duro sacude al jinete y le ocasiona mil torturas; pero abrevia los viajes, y en una hora devora tres leguas.
 
Establecerse en aquella enorme cabalgadura no es la primera vez cosa fácil; montarla sin que se bajara equivaldría a querer pasar de un salto una montaña. Se hace, pues, que el animal se tienda en el suelo para recibir ó dejar al jinete. Una vez éste montado, levanta a medias el animal el cuarto trasero con brusca sacudida que lanza a aquél hacia el cuello; igual movimiento en el cuarto delantero lo despide a la grupa, y el camello, después de balancearse un instante sobre sus cuatro rodillas, se pone al fin de pie con otras dos operaciones semejantes a aquellas y con igual molestia.

Buen gimnasta ha de ser el jinete novel que logre mantenerse en equilibrio; por suerte los guarniciones árabes no olvidan la ingeniosa precaución de fijar en los borrenes de la silla, o mejor basto, un palo perpendicular: sirve el de atrás para cogerse a él cuando el camello se hinca, el delantero para lo mismo cuando se alza: de esta manera evita el jinete caer por la cola o por las orejas de su dromedario. Con un poco de práctica la maniobra da muy buenos resultados.


Mayor destreza requiere el modo de guiar al animal; como no aguanta freno y únicamente tolera una simple cuerda alrededor del cuello, con ella hay que gobernarle, y según la manera de tirarla el hedjin se tiende, se levanta, anda, corre y se detiene. Si el camello tiene genio se halla expuesto el viajero a mil percances; si molido por el trote desea pararse y tira de la cuerda fatal, es muy posible que en vez de lograrlo excite más y más al animal, y que acelerándose el trote piense el infeliz, tales son sus torturas, que va a dejar sembrados a derecha a izquierda sus descoyuntados miembros.


Así, desde que ha pasado a la costa asiática, marcha el viajero por una inmensa llanura de horrible aridez, surcada apenas por suaves ondulaciones del suelo y sembrada de guijarros y peñascos medio enterrados. El sol lanza perpendicularmente sus encendidos rayos; ni una gota de agua, ni el menor arbusto; por todos lados la desolada imagen de la esterilidad. Entonces comprende sin esfuerzo los trabajos que pasaron y el descontento que mostraron los israelitas fugitivos.

 

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