LA TUMBA DE AARÓN EN PETRA

 
Antes de dejar para siempre el campamento de Cades entabló Moisés negociaciones con el soberano de Edom para alcanzar de él, por benevolencia o por dinero, paso por su territorio, lo cual le fue negado. Entonces movió su campo y lo trasladó al monte Hor, que está en la raya de la tierra de Edom, y es la montaña culminante en la cordillera de este nombre.
 
Los escasos viajeros que hasta su cumbre han llegado ensalzan a porfía el extenso e imponente panorama que se descubre desde los dos picos que la rematan, en uno de los cuales se alza el Ualy Neby-Harun, santuario musulmán por el aspecto, aunque construido con los restos de un edificio más antiguo.


Consiste en una estancia abovedada que no recibe más luz que por la puerta, en cuyo centro se ve un sarcófago de mármol amarillento, cubierto con un paño rojo y encima de él un empolvado turbante. Pero en la cripta, según los árabes, se encuentra el verdadero sepulcro de Aarón, pues el monumento superior no pasa de ser su cenotafio.
 
A ella se baja por una escalera de dos tramos, y también en el centro, resguardado por una verja de hierro, existe el sepulcro, o sea un semicilindro de mampostería cubierto con un paño negro. En el cenotafio se lee en caracteres cúficos una inscripción en la que, después de la obligada fórmula de alabanza a Dios y a Mahoma su profeta, se expresa que el ualy fué restaurado por Ech-Chimani, hijo de Mahoma-Kelaun, sultán de Egipto, en virtud de orden de su padre, en el año 739 de la egira.
 
Así, pues, en la cumbre de aquel solitario monte que se eleva sobre el nivel del mar mil trescientos veintiocho metros, reposan en la oscura cripta del descrito santuario los mortales restos del hermano de Moisés. Y de todos modos, consérvense o no sus cenizas, es cierto que su memoria permanece en aquel monte inalterable al través de los siglos.
 
Levantado por los israelitas su campamento de Cades y llegados al pie del monte Hor, destinado desde aquel día a la celebridad, establecieron allí sus tiendas, y el Señor, según el sagrado texto, dijo a Moisés:
 
«Toma a Aarón y a su hijo con él, y los llevarás al monte de Hor. »Y después de desnudar al padre de su vestidura, se la vestirás a Eleazar su hijo. Aarón morirá allí.»
 
Cumplió Moisés el divino mandato, y luego que Aarón hubo espirado en la cima del monte descendió con Eleazar; el pueblo lloró por él treinta días.
 
El sepulcro de Aarón fue desde la más remota antigüedad objeto de piadosas peregrinaciones: en la Edad Media hubo en aquel sitio un monasterio llamado de San Aarón, el cual fue visitado por Julio de Chartres, en la expedición emprendida en el año 1100 por Balduino I, entonces conde de Edesa, y existía aún en 1217, en cuanto en él pernoctó el peregrino Thietmar al dirigirse de Chubek al monte Sinaí.
 
Caído en poder de los musulmanes, lo transformaron en ualy como antes, y los árabes de hoy acuden a su recinto para orar y ofrecer sacrificios, que consisten en la inmolación de un cabrito o un carnero.
 
Cuarenta y tres kilómetros de una tierra agreste y desolada separan la fuente llamada Ain-Kadis de las ruinas de la ciudad Abdeh, la Eboda de Ptolomeo.
 
Situada en una altura que en forma de promontorio se adelanta por el valle de Marrah, ofrece todavía los restos de dos recintos separados, el de una fortaleza y el de la población. Al pie del collado se extendería una especie de arrabal, así lo hacen creer los paredones que aun quedan en pie. En los alrededores se observan vestigios de cultivo y principalmente de viñedos.

 
Siguiendo hacia el este y a unos diecisiete kilómetros se hallan las extensas ruinas de Sebaita, que a juzgar por ellas fue ciudad de importancia y fortificada. Se ven aún los restos de tres iglesias datando probablemente del siglo IV o V de nuestra era, de un monasterio, de una robusta torre y de un gran número de casas, con una cisterna en cada una.
 
Según M. Palmer, el nombre de Sebaita es idéntico etimológicamente al de la ciudad  de Zephath, o sea torre de guarda, mencionada en la Biblia. Dice ésta que los guerreros de las tribus de Judá y de Simeón exterminaron a los cananeos que moraban en Zephath y dieron a esta ciudad el nombre de Hormah, que equivale a Anatema.
 
Hasta las inmediaciones de la misma ciudad fueron los israelitas perseguidos y acosados por los amalecitas y los cananeos cuando, a pesar de las prescripciones de Moisés, salieron a guerrear del campamento de Cades.
 
Se andan otros seis kilómetros y se llega al Kharbet el-Mechrifeh, consistente en un recinto construido con grandes sillares y flanqueado por torres, dominando desde elevado cerro todo el llano de Sebaita. Esta fortaleza, abandonada hace mucho tiempo, estaría aún ocupada en la época cristiana, en cuanto que se ven en su interior los restos de una iglesia, de la cual se conserva parte del ábside semicircular.
 
La región en que ahora estamos del presente relato se llamó en lo antiguo Negeb, o sea distrito del mediodía, interpuesta entre la Judea meridional al norte y el desierto de Tih al sur. Cultivada en gran parte y sembrada de poblaciones, distaba mucho de ser un desierto como es hoy sin otros moradores que algunas tribus nómadas, habiendo quedado yermas las tierras y arruinadas las ciudades.
 
Rohaibeh, a diez y siete kilómetros de El-Mechrifeh, fue otra de estas poblaciones. La ciudad que allí se elevó se llamaba Rehoboth. Isaac abrió un pozo en el lugar que tiempo después ocupó, pozo al cual dio el nombre que se transmitió luego a la ciudad, así como el pozo de Bir ech-Cheba, debido a su padre Abraham fue origen, atrayendo a la población de las cercanías, de la ciudad así llamada.
 
Rebohoth hubo de existir aún en la época cristiana, pues se ven en su recinto las ruinas de una iglesia, y las cisternas y los pozos, ya de mampostería ya abiertos en la roca, datan al parecer de antigüedad remotísima.
 
Uno de los pozos, cavado en el Ued el-Rohaibeh y cubierto con una obra, en el día casi destruida, pasa por ser el mismo que abrió Isaac y que llamó Rehoboth, palabra que en la Vulgata se traduce por Latitud (anchura), por haber el Señor ensanchado y hecho crecer sobre la tierra el poderío del patriarca.
 
Más considerables y extensas que las de Rohaibeh son las ruinas llamadas Kharbet el-Khalasah que en las márgenes del uadi de igual nombre y a quince kilómetros de las anteriores ocupan un espacio cuyo perímetro no baja de tres.
 
Junto al uadi se halla un pozo construido con sillares muy bien labrados, estando los de la boca gastados y con visibles señales del roce de las cuerdas por medio de las que se ha sacado el agua durante tan largos siglos.
 
De los muros que rodeaban la ciudad y de las torres que los flanqueaban se ven todavía notables vestigios, cimentados algunos en altillos naturales que se aprovecharon para fortificar la población y ponerla a cubierto de las correrías de las tribus nómadas, que sin duda serían entonces tan rapaces como lo son ahora.
 
Dentro del recinto de la muralla se ven gran número de compartimientos que indican el lugar y las dimensiones de otras tantas casas en el día arrasadas; entre ellas se distinguen por su mayor superficie los edificios públicos.
 
Elusa fue el nombre de la antigua ciudad que, situada al sur de Bersabé, se encontraba por lo tanto fuera de los límites propiamente dichos de la Tierra Santa. No se habla de ella en la Biblia, pero el geógrafo Ptolomeo la menciona entre las poblaciones de Idumea, al oeste del mar Muerto.
 
La Tabla de Pentinger coloca a Elusa a setenta y una millas romanas al sur de Jerusalén, en el camino de esta ciudad a Memfis, y por lo mismo la distancia de unas veintitrés horas de marcha que media entre Kharbet el-Khalasah y la ciudad santa, corresponde perfectamente a aquel dato.
 
En la Vida de san Hilarión, escrita por san Jerónimo, se cuenta la llegada del venerable anacoreta a la ciudad de Elusa en ocasión en que una gran fiesta había congregado al pueblo en el templo de Venus. Convertida al cristianismo Elusa fue sede episcopal, sufragánea de la tercera Palestina o Palestina saludable, y en las actas de varios concilios constan los nombres de cuatro de sus obispos.
 
Cinco horas de marcha y llegaremos a la Tierra prometida, a la antigua Bersabé. Durante ellas, y aun antes, todo anuncia al viajero que va dejando a sus espaldas la Arabia Desierta.
 
La vista puede descansar de vez en cuando en el verdor de un prado, en campos cultivados, en grupos de arbustos y árboles. A su paso encuentra pastores y reducidas caravanas que se dirigen de un lugar a otro. Para el que ha pasado largos días no viendo a seres humanos sino para temerlos, son las sensaciones que aquello produce por todo extremo agradables. Las fronteras de la civilización no están lejos.




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