Situada en estrecho valle, al parecer lugar nada a propósito para la fundación y crecimiento de una capital, es de difícil acceso, tanto que con reducido número de gente es posible hacerla inexpugnable.
Por el lado del suroeste se llega a ella por un escarpado sendero, y por el de levante, por un desfiladero sumamente angosto que lleva el nombre de Es-Sik, la hendidura, y no es en efecto sino una quiebra en la enorme mole de rocas que sería dividida en dos mitades por alguna conmoción violenta, dejando entre ambas una especie de pasadizo de dos kilómetros y medio de largo por cinco o seis metros de anchura, con la particularidad de describir numerosas revueltas.
A ambos lados de la cañada que lo precede se ven grutas sepulcrales y monolitos, desprendidos de las peñascosas laderas, y por el centro serpentea un arroyo cuyas aguas derivan del Ain-Musa, fuente que, según tradición local, brotó milagrosamente por mandato y al impulso de la vara de Moisés. A igual causa se debió también, dicen los naturales, la hendedura antes dicha, cuya entrada oriental es en realidad imponente; a unos treinta metros de altura atraviesa de una peña a otra la atrevida bóveda de un puente-acueducto que con las pilastras y hornacinas para estatuas que la adornan le dan el aspecto de triunfal y grandioso vestíbulo.
Sigue el camino por entre dos inmensos muros de roca, de cien metros de altura en varios sitios, muros que a veces parecen juntarse en su parte superior hasta el punto de interceptar casi la vista del cielo y por lo mismo la claridad del día.
El riachuelo que surca la cañada penetra y corre murmurando a lo largo del Sik, donde en otro tiempo estuvo encauzado en un canalizo lateral abierto en la peña, entre cuyas baldosas, rotas o fuera de lugar, han arraigado y crecido lozanos grupos de adelfas. De esta manera, en medio de una semioscuridad, anda el viajero unos treinta minutos para experimentar gratísima sorpresa al verse de pronto inundado de luz y a su resplandor ver un monumento incomparable en su conjunto lo mismo que en los pormenores.
Lo llaman los árabes Khazneh-Faraun (tesoro de Faraón), por creer que un faraón de Egipto guardó en aquel sitio sus tesoros. La inesperada aparición del bello edificio, que debe a su situación en la confluencia del Sik con otro desfiladero la luz deslumbradora que lo baña, tiene mucho de fantástico y ha causado la admiración y el embeleso de cuantos lo han visto.
Construido con una piedra rojiza en la que alternan el color de la púrpura con rosados matices, consta de una soberbia fachada de dos cuerpos, ricamente ornada con columnas corintias, variadas esculturas, bajo relieves y estatuas.
Dice el duque de Luynes que debajo del friso en que apoya el cuerpo superior existe un grupo de estilo egipcio degenerado, símbolo de Isis, formando un disco sostenido por dos cuernos de vaca con dos espigas a los lados.
M. Palmer, por el contrario, manifiesta que después de muy detenido examen ha podido convencerse de que aquel grupo es sencillamente una lira, y añade que con las nueve figuras en bajo relieve representadas en el cuerpo superior, vestidas con túnica corta, no son amazonas, como así se ha dicho varias veces, sino las nueve musas. Esto le induce a opinar que el monumento, dedicado al dios de la música y de las artes liberales, era el Museo de Petra.
En lo interior contiene un gran salón y algunos aposentos de menos importancia.
Desde el Khazneh—Faraun, el Sik, cuya dirección, a pesar de sus revueltas, era antes al oeste, se inclina hacia el norte durante unos cuatrocientos metros. En los verticales muros que lo forman se ven a derecha e izquierda labrados nichos y sepulcros, algunos de los cuales se distinguen por su belleza, y en seguida se encuentra al paso un gran teatro abierto en la inclinada falda de rojizo collado en el punto en que el Sik tiene mayor anchura. Constaba de treinta y tres filas de gradas y podía contener cuatro mil espectadores; el escenario, arruinado en gran parte, estaba adornado con columnas, como lo atestiguan varios pedestales aun subsistentes.
Dominando a las gradas superiores se abren una serie de grutas sepulcrales que parecen ser anteriores al teatro. Más allá de este singular edificio la cañada y el arroyo que por ella corre tornan la dirección del norte, y la primera va ensanchándose hasta terminar en un valle en que está situada la ciudad propiamente dicha, la cual ocupaba al septentrión y al mediodía ambas márgenes del riachuelo que atraviesa el valle de este a oeste para perderse en otro desfiladero erizado de maleza, por ahora inexplorado.
Encerrada entre el anfiteatro de, montañas que la circuye, dista mucho de hallarse en el perfecto estado de conservación que muestran las necrópolis inmediatas, y se comprende que así sea, ya que están abiertas éstas en la peña y es aquélla obra de fabrica.
Sus principales ruinas pertenecen a templos convertidos sin duda en iglesias llegada que fue la época cristiana; a un foro, a dos puentes, a un arco triunfal, a un grandioso edificio llamado por los naturales Kars-Faraun (castillo de Faraón), y a gran número de casas de las que restan los paredones.
Al sudoeste se encuentra dominada la ciudad por alto cerro, en cuya cumbre se levantaría seguramente la acrópolis, y las enormes y tajadas rocas que por el este la limitan ofrecen a la admiración del viajero soberbios monumentos funerarios que por sí solos bastarían a acreditar el esplendor y opulencia de la antiquísima ciudad. Todos han sido profanados y sin duda esparcidas al viento las cenizas que guardaban; pero los sepulcros, en su conjunto y en sus principales adornos, permanecen casi intactos, con sus columnas dóricas, jónicas o corintias y con sus esculpidas cornisas y dinteles.
A unos tres cuartos de hora al noroeste de Petra, después de ascender con trabajo por muchos escalones labrados en la peña, se llega a una vasta meseta artificial en la que se alza un templo que lleva por nombre Ed-Deir (el convento). Consagrado en su origen al culto gentílico, fue iglesia en la época cristiana.
Su fachada se asemeja a la del Khazneh-Faraun, pero todo él es de proporciones más grandiosas e imponentes. En la cima de inmediata colina otra explanada, a la cual se llega también por medio de escalones, sostiene otro templo, del que quedan todavía columnas y un magnífica hornacina en la pared de una sala. Desde allí, dominándola desde una altura de cuatrocientos metros, abraza, la mirada todo el perímetro de la ciudad, que en el fondo del valle aparece como silenciosa y aletargada en sus ruinas cuando en otros tiempos hubo de mostrarse tan llena de vida, de ruido y movimiento.
Desiertos están sus templos; no resuena ya en su teatro la voz de los actores ni la gritería del público, y hasta sus sepulcros se ven vacíos y profanados. ¿Qué ha sido de aquellos altivos y opulentos nabateos que sólo por Roma pudieron ser subyugados? pregunta al llegar aquí, poseído de pavoroso asombro, el viajero Guerin.
Por el comercio enriquecidos, dice, hicieron de su capital el asilo de su independencia y quisieron que fuese una de las más bellas ciudades del mundo. Al mirar los soberbios sepulcros que para sí labraron en las rocas a alturas de muy difícil acceso, se podría pensar que por lo menos gozarían tranquilos la posesión de la tumba; mas no ha sido así. Los sectarios de Mahoma que llegaron a aquel lugar, los Lyatheneh, tribu codiciosa y feroz que no ha dejado sin remover una de aquellas cuevas con la esperanza de descubrir en ellas ocultos tesoros. ¡Y cosa singular y digna de ser observada! A la vista de los espléndidos mausoleos que no han podido guardar los restos de sus cadáveres, el monte Hor, allá en lontananza, conserva intacto en una de sus cumbres el Oaly de Neby-Haraun; el hermano de Moisés ha sido respetado en su sepultura cuando las mortales cenizas de todo un pueblo no han podido librarse de los ultrajes y la profanación.
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