RELATOS Y LEYENDAS DE PETRA, LA CIUDAD DE LOS NABATEOS


En tiempo de las Cruzadas fue Petra patrimonio de los guerreros cristianos; los maravillosos monumentos, hasta los que llegan hoy los viajeros de ánimo resuelto, estaban entonces comprendidos en los dominios de la cruz.

El Uadi-Musa, era sitio de recreo para los compañeros de Reinaldo de Chatillon, señor de Mons Regalis o Montreal, y sin duda que los caballeros latinos hicieron resonar con sus trompas de caza las peñas en que se asientan el Khazneh-Faraun y Ed-Deir.


En el año 1187, cuando el sultán Saladino con terrible furor arrollaba y destruía los reinos y señoríos cristianos, salió de Damasco para proteger la caravana que de Siria se dirigía a la Meca y Medina, y atravesando la Arabia Petrea puso asedio con toda su hueste a Kerak. En vano la combatió, pero poco tiempo después, bloqueada la plaza y exhausta de víveres y defensores, abrió sus puertas a los musulmanes.

Al embestir a Kerak, se proponía Saladino vengar el agravio que Reinaldo de Chatillon infiriera al islamismo al avanzar con sus guerreros, guiado por árabes beduinos por él alistados, hasta las puertas de la Meca y Medina, con el propósito, dice un autor arábigo, de arrebatar el cuerpo de Mahoma y acabar así para siempre con las peregrinaciones musulmanas.

El caballero Reinaldo, que de este modo atacó la religión de la Media Luna en su más venerado santuario y que antes, para recobrar la ciudad de Helis, en las riberas del mar Rojo, hizo construir en Kerak barcos que luego llevó a lomo de camellos hasta la playa, llenó con la fama de su belicoso esfuerzo las comarcas orientales, y aun hoy se conserva memoria de él en la tienda del árabe errante.

Si alguna vez, por su mismo ardor, comprometió los intereses cristianos, bastó para borrar sus faltas todas el heroísmo de su muerte; hecho prisionero junto con el rey de Jerusalén y otros muchos caballeros en la funesta jornada de Tiberiades,  Saladino quiso que los principales cautivos le fuesen presentados, para lo que se armó una espaciosa y magnifica tienda en el centro del campamento.
 
Al rey Guy de Lusiñán le trató con afabilidad y mandó que le sirvieran de beber, y como el soberano, después de aplicar los labios a la copa, la presentase a Reinaldo que se hallaba a su lado, le detuvo el sultán y dijo:

—«No puede ese traidor beber en mi presencia, porque va a morir.»

Y volviéndose al arrogante caballero, le acusó con duras palabras de haber violado solemnes tratados, y le amenazó con inmediata muerte de no abrazar la religión del Profeta por él ultrajada.

Reinaldo, con noble entereza, resistió a tales amenazas; airado Saladino le hirió con el alfanje y a una orden suya se precipitaron los guardias sobre el inerme prisionero.  La cabeza del mártir rodó a los pies del rey de Jerusalén.

La permanencia en Petra no deja de ser expuesta a percances y peligros; así refiere Bourassé la estancia de una noche que allí hicieron él y sus compañeros: 

"Satisfecha nuestra curiosidad nos dedicarnos a buscar un abrigo para pasar la noche, y aunque al llegar a Petra pagamos al jeque un tributo, mediante el cual podría pensar el viajero haber adquirido derecho a su protección y a la de los árabes, sus subordinados, no tardó la experiencia en mostrarnos en cuán poco ha de ser tenida la palabra de los beduinos.


Instalados apenas en una gruta sepulcral, nos vimos asediados por una horrible horda; un centenar de hombres, armados con fusiles, sables, mazas y puñales, profieren contra nosotros toda clase de gritos y amenazas.

Despiden los aceros, blandidos por vigorosos brazos, siniestros fulgores; varios fusiles son dirigidos contra nuestros pechos, y es en vano que entre el tumulto llamemos y busquemos al jeque. ¿Cómo librarnos de aquellas furias cuyos ojos brillan como los del chacal hambriento?

Uno de nosotros indica que quiere hablarles, y al fin guardan silencio; les enseña un bolsillo, y las miradas de todos quedaron fijas en él y todas las manos se alargaron para cogerlo. Les gritamos que el jeque había ya percibido una considerable suma; pero que, esto no obstante, deseosos de descanso, consentíamos en darles otra cantidad a título de regalo, con la precisa condición de que al instante se retiraran.

Aceptado el trató, les dimos el dinero, y entonces comenzó la más repugnante escena que es posible imaginar. A golpes y empujones se derribaban unos a otros a fin de alcanzar la mejor parte; se trabaron porfiadas riñas, hasta que al fin arrumbando los más fuertes con todo, se alejaron y el eco repite murmurando sus últimas imprecaciones.

A punto estábamos de conciliar el sueño cuando otra partida se presenta en la boca de la gruta y reproduce los mismos gestos, la misma gritería, las mismas amenazas.

Fingíamos al principio no prestar atención a sus voces, pero su furor iba creciendo por momentos hasta que se adelantó un árabe muy alto y robusto e impuso silencio a la multitud, diciendo que él era el jeque y reclamaba el tributo a que están sometidos los extranjeros que pernoctan en Petra.

Por falsedad lo tuvimos y con, nuestra negativa tomó el tumulto alarmante carácter; quizás todo ello era fingido y no pasaba de comedia, mas para que no acabase en tragedia entregamos la suma reclamada. Entonces nuevas contiendas, nuevas riñas, y los beduinos se alejaron.

Al fin, podíamos gozar del reposo de que tan necesitados estábamos; pero no, por tercera vez los árabes vuelven a la carga. ¿Qué recurso nos quedaba, infelices viajeros, rodeados de salteadores armados, sino resignarnos a pagar por tercera vez?

Así nos lo aconsejaba la prudencia y así lo hicimos, satisfechos, aunque no se crea, de haber podido librar algún dinero de la rapacidad de gente sin fe ni ley, que atropella por todo, hasta por el asesinato.

Quien una sola vez ha sido testigo y víctima de tales violencias no es fácil que en su vida las olvide y que no tenga por suavizados y favorecidos los más crudos retratos que de la codicia de los árabes se han trazado. Sus alaridos de gozo y de ira al divisar la presa, sus ojos encendidos a la vista de las monedas, sus vestidos en desorden, su barba erizada, temblorosos los labios, ronca la voz, el aliento jadeante, el ruido de las armas, todo ello lo recuerdo como una pesadilla infernal.

La agradable sorpresa y las halagüeñas emociones experimentadas la víspera ante los monumentos de la ciudad quedaron, fuerza es decirlo, algo entibiadas; al asomar el alba dirigimos la última mirada a las portentosas ruinas, y sin divisar un árabe, pues sin duda estarían todos descansando de sus hazañas nocturnas, nos apresuramos a emprender la marcha tomando por el Uadi-Arabah.

Por muchos viajeros y geógrafos se ha dicho y repetido que este valle, que forma como un ancho canal entre los montes, fue lecho del río Jordán, el cual desaguaba en el mar, en el extremo del golfo Elanítico, antes de la tremenda catástrofe que destruyó la Pentápolis, hundiendo a Sodoma y Gomorra en las fétidas entrañas del mar Muerto.

Algunos cerros y collados transversales contradicen, al parecer, semejante opinión, en cuanto habrían detenido la corriente del río; pero quizás formaba éste en aquellos puntos cataratas, o es posible también que fuesen tales colinas levantadas por las fuerzas subterráneas que trastornaron aquella región y abrieron los abismos del mar Muerto.

Con dos horas de marcha se llega de Petra al Djebel-Harun o monte Hor, donde murió el gran sacerdote Aarón. Allí acamparon los hebreos viniendo de Kadech, en la Vulgata Cades, en el día fuente de Ain-Kadis, adonde Moisés condujo directamente al pueblo escogido al dejar el valle del Sinaí, verificando el viaje, según el Deuteronomio, en once jornadas.

Llegado a Cades, se disponía a penetrar en la Tierra prometida por su frontera meridional, cuando el Señor dispuso que a ella se enviasen exploradores que la reconociesen en todas direcciones.

Así lo hicieron, y a su regreso, a los cuarenta días, todos ellos, excepto los llamados Josué y Caleb, se esforzaron en sembrar desaliento entre la muchedumbre, diciendo y repitiendo que si la tierra explorada era rica y feraz, como lo probaban los frutos que de ella traían, entre otros un racimo que habían de llevar dos hombres en un varal, tenía en cambio ciudades grandes y muradas y habitadores valerosos de gigantesca estatura.

Al oír esto, amotinado el pueblo hubo quien propuso tomar otra vez el camino de Egipto; Josué y Caleb procuran en vano calmar los alborotados ánimos. Los gritos de la multitud sofocan sus exhortaciones para que no se perdiera la confianza en Dios, y al fin Moisés, intérprete de la cólera divina, declaró solemnemente que, exceptuados Josué y Caleb, ninguno de los adultos que así desconocían la majestad del Señor, que tantos prodigios obrara por ellos, entraría en la tierra de promisión.

«Perdona ¡oh Señor! había dicho Moisés, el pecado de este pueblo según la grandeza de tu misericordia, así como le fuiste propicio a su salida de Egipto. »

Y dijo el Señor:
 
»He perdonado accediendo a tu ruego.» Juro que se llenará toda la tierra de la gloria del Señor, pero todos los hombres que vieron mi majestad y los prodigios que hice en Egipto y en el desierto, y a pesar de todo me han tentado muchas veces y han desobedecido mi voz, no verán la tierra prometida. En esta soledad yacerán los cadáveres de cuantos pasan de veinte años, exceptuando a Caleb, hijo de Jephone, y Josué, hijo de Nun. Vuestros hijos vagarán por el desierto por espacio de cuarenta años, tantos como días ha durado el reconocimiento. En cuanto a la perversa multitud que contra mí se ha levantado, en este desierto desfallecerá y morirá.»

Y el tremendo fallo tuvo exacto cumplimiento, y cuando con propósito de conculcarlo intentaron los israelitas forzar las fronteras de Palestina permaneciendo Moisés en el campamento de Cades por negarse a seguirles en su loca empresa, fueron derrotados y perseguidos por los amalecitas y cananeos. Entonces volvieron a Cades y de nuevo hubieron de comenzar su triste peregrinación por el desierto que se extiende hasta las inmediaciones de Petra.

Dos años hacía que habían salido de Egipto, y otros treinta y ocho pasaron en esta expiación; durante ellos la generación que se hizo rea desapareció del todo, dejando esparcidos sus huesos por las agrestes soledades a que en nuestro relato hemos llegado.

Transcurrido el tiempo, volvemos a hallar en Cades a los hijos de la generación culpable. María, hermana de Moisés, murió allí y fue enterrada en aquel mismo lugar.

En él ocurrió también el suceso que, por disposición divina, privó a Moisés y Aarón del suspirado honor de introducir a los hebreos en la Tierra prometida.

Para dar de beber a la multitud sedienta y otra vez amotinada golpeó Moisés con su vara una peña de la que brotó una copiosa fuente, que llamó de Meibah o de la Contradicción, por haber murmurado los israelitas contra el Señor; mas por haber dado dos golpes en la roca como si dudara de la omnipotencia de Dios, él y su hermano, que fue partícipe en el acto, incurrieron en aquella sentencia en el momento mismo de estar próximos a ver el logro y fin de sus afanes.

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