LEYENDA DE LA VIRGEN DE LAS ESPINAS FLORIDAS


Cuarenta y tres años hacía que se ostentaba triunfante sobre las torres y almenas de la antigua Sion el glorioso estandarte de la cruz.

Cuarenta y tres años hacia que habían fundado el reino de Jerusalén aquellos valientes y piadosos caballeros, que fueran al Oriente acaudillados por Godofredo de Bouillón y sus hermanos Balduino y Eustaquio, por Raimundo conde de Toscana, por el de Tolosa Boemundo y su sobrino Tancredo.

La fama de las conquistas del feroz Noradino, sultán de Siria y Egipto, había llegado hasta el nuevo reino de los cristianos, los que no dudaban que pronto vendrían contra ellos los infieles ansiosos de dominar en aquellos santos lugares, que como rico tesoro, procuraban con gran empeño su cuidado y defensa los cruzados.


A pesar de la resistencia desesperada que hicieran éstos en la ciudad de Edessa, no lograron impedir que tan pronto como el infiel pensara en hostilizar a los cristianos, se llegase a apoderar de ella para ir a sitiar luego la ciudad de Jerusalén.

Pronto la noticia de tan terrible desgracia  se extendió por toda Europa.

Animados de un gran entusiasmo religioso los monarcas y señores de los estados cristianos, acordaron ir auxiliar a sus hermanos, y a impedir que el nuevo reino cayese en poder del sectario del Corán.

Heraldos del rey de Francia iban de castillo en castillo anunciando una segunda cruzada.

La hermosa castellana que alegre al lado de su esposo pasara tan dulces horas oyendo contar a su querido caballero la relación de lo que al ir a otras guerras viera en lejanos países, y de las proezas con que en ellos se distinguiera; triste, mientras aquel limpiaba sus armas y organizaba sus gentes, se ocupaba en bordar con gran esmero la banda que había de adornar el pecho del cruzado.

El silencio de los bosques era interrumpido por el belicoso sonido del clarín de las batallas, convocando a los cristianos para ir a pelear contra los hijos de Mahoma.

Cerca de la mas elevada cumbre del monte Jura, se alzaba en aquellos tiempos un feudal castillo hasta donde también llegaba la nueva del descalabro de las armas cristianas en Oriente.

Grande fue la algazara, grande la animación y movimiento que en su cuadrado y extenso patio producían los muchos pajes y escuderos de los nobles señores que con el ilustre señor de aquella pequeña fortaleza habían de reunirse en breve con el piadoso rey de Francia Luis VIII.

Juntos, irían a la Tierra Santa, juntos pelearían contra el infiel que trata de profanar con su impura planta lugares tan dignos de respeto y veneración.

Si impacientes aguardan en el patio los escuderos y pajes a sus señores, no menos impacientes se encuentran estos arriba en una de las vastas salas del castillo.

¿Por qué tarda tanto en unirse con ellos el ilustre castellano?

¿Acaso temeroso de ya no volver a su feudal morada, retarda el momento de tener que abandonarla?

¡Oh, no, contra su voluntad se halla en bella cámara detenido por su amada esposa que no quiere dejar partir a su señor para la guerra sin estrecharle contra su corazón, sin dirigirle antes algunas tiernas palabras de cariñosa despedida:

- Adiós, mi querido señor y caballero, dice con lágrimas en los ojos la afligida castellana; marcha luego a reunirte con tus deudos y amigos, parte con ellos pronto hacia el Oriente. Tus nobles hermanos se hallan en gran peligro en Tierra Santa. No debe pasar en ociosidad estos preciosos momentos, quien se precie de buen caballero y se tenga por verdadero cristiano.

En la corte te espera nuestro piadoso monarca; ve al instante a juntarte con él y muéstrale a su lado todo tu gran valor, toda tu fe y entusiasmo al entrar con esa cruz roja en tu pecho en reñido combate contra los infieles.

Mucho, mi querido caballero, es el amor que mi corazón te profesa. Yo lloraré todos los días al verme ausente de mi muy amado esposo, pero no pretendo detenerte, que amo también mucho tu limpio honor de valiente guerrero. Mis ojos mirando siempre al cielo implorarán al Dios de los ejércitos que te dé la victoria sobre tus enemigos, y te traiga otra vez al castillo para amorosa salir a recibirte en mis brazos


- Ruega, si, al señor, le contestó  el noble caballero, ruega que venza en la batalla y logre castigar el loco atrevimiento de los contrarios de la cruz.

- Sea esta pobre banda bordada por mis manos, le interrumpió su esposa, dulce prenda del cariño que te debo. Con ella entrarás en la pelea, con ella visitarás aquellos santos lugares, donde tanto padeció por nosotros el divino Salvador. Que ella te recuerde en todas partes y a todas horas a la solitaria castellana que aguarda ansiosa tu vuelta, rogando por ti a la amorosa madre de los cristianos la santa Virgen María.

- Adiós, dijo por fin el caballero desprendiéndose con dolor de los brazos de la noble dama.

- Adiós, repitió ésta acercando sus labios a los de su esposo y estampando en ellos un puro beso de amor.

- ¡Adios! murmuró algunos instantes después, viéndole acaudillar a sus gentes y desaparecer lejos de la montaña.

Era una tarde de esas bellas y apacibles del invierno cuando se halla próximo a ceder su turno a la alegre estación de las flores.

Triste y melancólica se paseaba por una de las avenidas del castillo la solitaria castellana, que ya no espera al esposo amado, que ya no aguarda vuelva otra vez a sus brazos el caballero que fuera al Oriente a conquistar los Santos Lugares del poder de los infieles.

Desgraciada, en verdad, había sido la expedición que ordenara a aquellas lejanas tierras el piadoso rey de Francia Luis VIII.

Una peste cruel y terrible había diezmado en pocos días las huestes cristianas, y muchos de los valientes caballeros cruzados que se libraran del azote de semejante calamidad, habían sido victimas del alfanje mahometano en las pequeñas escaramuzas que tuvieron con los infieles. Dios, sin duda, para castigo de nuestros pecados no quiso que los cristianos fuesen dueños de aquellos venerandos sitios donde se obraran los principales misterios de nuestra adorable religión.

La antigua Sion, la ingrata Jerusalén volvió a pagar su deicidio yendo a parar a manos de los infieles.

Con la triste nueva de tan lamentable desgracia, llegó al castillo la de la muerte del valiente cruzado, que tuvo lugar en la toma de la desdichada Jerusalén. Dolor profundo fue el de la amante esposa, al saber tan desconsoladora noticia.

Pero si su dolor fue grande, como verdadera dama cristiana, grande fue también su resignación.

Dos años habían trascurrido desde que el triste mensajero de tan fatal desgracia había llevado el dolor y el luto al castillo.

Dos años hacía que los pobres de las aldeas vecinas de aquellos montes, bendecían a la Providencia que por mano de su piadosa castellana tantos beneficios les enviaba.

La santa la llamaban todas aquellas pobres gentes que veían en la noble castellana tanta caridad, tanta virtud.

Había la piadosa señora visitado aquella tarde a algunos infelices, que enfermos y privados de todo recurso perecieran tal vez en medio de su miseria, si no procurase la viuda del cruzado aliviar su triste suerte con continuas limosnas y dulces palabras de consuelo.

Sola, sin ningún paje que la escoltara, paseaba como hemos dicho por una de las avenidas del castillo, cuando al llegar cerca de un matorral de espinas, sorprendida por un extraño fenómeno, abandonó las meditaciones en que iba preocupado su espíritu para observar con detenimiento lo que en aquel matorral de espinas veía.

Uno de esos arbustos a pesar de la estación en que entonces se hallaba, estaba ya cargado con todos los adornos de la gentil estación de las flores.

Admirando semejante prodigio, se acercó la noble castellana para observarlo con mas atención y cerciorarse de que no era aquello falla visión de sus ojos, producida acaso por la nieve que en el matorral hubiera aún sin derretirse.

Llena de gozo y alegría al convencerse de que no le había engañado la vista, pudo contemplar el arbusto coronado de infinitas estrellitas blancas con varias líneas encarnadas.

Con gran cuidado arrancó un ramo de aquellas hermosas flores, y con él en sus manos entró después en el castillo, ofreciéndoselo a la Virgen que veneraba en su capilla ú oratorio.

Todo el resto del día, sin explicarse la causa, experimentó la señora de la feudal mansión una especie de dulce alegría que la consolaba en medio del dolor y pena que todavía experimentara por la pérdida de su valiente esposo.


Impaciente al siguiente día porque llegase la hora de ir a visitar a sus queridos pobres, no olvidó pasarse por la misma avenida que el día anterior, y viendo con alegría también florido el matorral del propio modo cogió otro ramo de espinas floridas para consagrarlo a la Virgen Santísima.

Todas las tardes procuraba ir al matorral para regresar al castillo con un nuevo ramo de aquellas hermosas flores.

Presurosa, temiendo la sorprendieran en su camino las tinieblas de la noche, se dirigía una tarde al matorral, no queriendo, a pesar de ser la hora avanzada por haberse detenido mas de lo que acostumbraba con los pobres, entrar en el castillo sin presentar a la Señora su acostumbrado ramo de flores.

Los últimos crepúsculos vespertinos desaparecieron, sin embargo, antes que la ilustre y piadosa castellana llegase al matorral de las espinas floridas.

Era valiente y animosa la noble viuda del caballero cruzado, pero como se hallaba a bastante distancia del castillo, y eran muchas las partidas de bandidos que infestaban aquellas cercanías, temió caer en poder de éstos si no apresuraba mas su paso.

Una luz clara y pura que alumbró de pronto toda la extensión del camino, puso en sumo cuidado a la noble señora, creyendo que pudiera provenir de alguna parada de bandidos, en cuyo poder caería si pronto no huía hacia su feudal morada.

Dudosa entre acercarse al matorral por las acostumbradas flores o volverse sin demora al castillo, se detuvo un instante en el camino, pero notando que la luz provenía del mismo matorral de las espinas floridas, aunque bien comprendió que la estación no permitía aún se desarrollasen esas luciérnagas cuya luz llega hasta nosotros en las agradables noches del caluroso estío; ya libre de temores se acercó al matorral y admirando el prodigio pero sin poder explicárselo se atrevió como los demás días a tomar su ramo de flores, que mas vino él a las manos de la piadosa castellana que ellas fueron a tomarlo.

Se encaminó con gran ligereza al castillo, penetró luego en su oratorio u capilla, y postrándose ante la Virgen María, le ofreció con respeto el ramo de las espinas floridas, y después de orar breves instantes, se retiró a su aposento donde permaneció largas horas, pensando en lo que le sucediera aquella noche.

No dudando de que lo que había visto era algún otro prodigio obrado por la celestial Señora, quiso al día siguiente volver al matorral a la misma hora que fuera en el anterior, pero acompañada de un antiguo escudero de su esposo y del viejo y sabio capellán del feudal castillo.

Lo propio que había sucedido la tarde última aconteció aquella, viniendo una luz pura, suave y clara a alumbrar toda la avenida del castillo, notándose perfectamente que aquella luz provenía del matorral donde iba la noble señora a coger ramos para adornar su capilla.

Detuvieron sus pasos la ilustre castellana y sus dos acompañantes, y creyendo que la luz que veían en el matorral debía ser luz hermosa enviada por los cielos, se postraron los tres de rodillas y adoraron al Señor humildes y reverentes.

Después se levantó el viejo capellán, y entonando un himno que tiene compuesto la iglesia para ciertas ocasiones, solo, dirigió respetuoso sus pasos hacia el matorral.

Se acercó a las espinas floridas, puso sus manos sobre ellas, y sin el menor esfuerzo pudo separarlas, presenciando entonces todos un magnífico espectáculo.

En medio de las espinas floridas se hallába una tosca y sencilla imagen de la Madre del Salvador de los hombres, pintada por pincel no muy diestro y vestida con modesto lujo, pero esparciendo toda ella aquella hermosa luz que con tal claridad les alumbraba.

- ¡Seais siempre bendita y alabada, oh amorosa Virgen, madre de todos los cristianos! ¡Dios te salve Virgen pura, llena eres de gracia! dijo con gran emoción el anciano sacerdote.

- ¡Salve, Virgen pura, salve! repitió la noble castellana.

- ¡Salve, Virgen María, salve! Murmuró con religioso fervor el viejo servidor del caballero cruzado.

A la salutación que a la Santísima Virgen le hicieron sus tres humildes siervos se unió la de la naturaleza toda, que con misteriosas armonías saludó también a la soberana de los cielos, a la Reina de los ángeles.

Tomando por último el capellán la santa imagen, y sacándola de entre las espinas floridas, empezó a recitar varias oraciones a la Virgen, oraciones que pronunciaba en alta voz contestándole algunas veces la señora y el viejo escudero.

Fue la vuelta al castillo una verdadera procesión, pero procesión sencilla, al par que sublime y poética, que hacían solo aquellas tres piadosas personas conduciendo a la imagen de María a la capilla de la feudal morada que se alzaba sobre la alta cumbre del monte Jura.

Allí aquella imagen tan milagrosamente hallada en el matorral de las espinas floridas, tendría albergue digno donde poder recibir las adoraciones de las gentes del castillo y de las demás que habitaban las pequeñas poblaciones vecinas.

Si, todos los habitantes de la mansión feudal acudieron presurosos a adorar humildemente a la Virgen que fue colocada en el oratorio de la ilustre castellana.

Infinitas luces alumbraron toda aquella noche a la imagen de las espinas floridas que muy pronto fue adornada por la piadosa viuda con una rica diadema.

Hasta muy cerca de la madrugada se oyeron resonar en el castillo los cánticos de los fieles que obsequiaban a María, con ellos manifestando a la excelsa Madre de los cristianos su gratitud y alegría por haber querido presentar ante ellos su sagrada imagen de un modo tan maravilloso.

Mas hubieran permanecido los fieles en el castillo si no temieran abusar de la amabilidad de su señora.

Por fin, se retiraron deseando que llegase luego el siguiente día para otra vez ir a adorarla, para otra vez mostrarla cuánto agradecían el favor especial que les concedía el cielo.

LA HUÍDA DEL CASTILLO.

Apenas la ilustre y noble señora de la feudal fortaleza se hubo despertado a la mañana del siguiente día, cuando ansiosa de contemplar la imagen de la Virgen Santa que encontrara en el matorral de las espinas floridas donde tantas veces fuera a buscar ramos para adornar su capilla, entró en ésta, siendo grande su sorpresa cuando al querer sus ojos fijarse en ella vio que la imagen había desaparecido.

En vano miró por todos lados la capilla: allí estaban las velas odoríferas que la alumbraran en la pasada noche; allí estaba el altar donde se pusiera a la Virgen, tal como se había dejado, pero la Virgen había desaparecido. Dio voces la noble viuda, acudieron al momento el capellán y los sirvientes, admirándose tanto o mas que la ilustre señora al no ver en su altar la imagen de la Señora; se esparcieron  todos por el castillo buscando por todas partes la sagrada imagen, pero ésta no aparecía.

- Santísima Virgen, exclamó el anciano sacerdote, elevando sus ojos al cielo, si somos indignos por nuestras culpas y pecados de albergaros donde podáis recibir íntimamente nuestras humildes plegarias, nuestras sencillas adoraciones, reverentes os suplicamos nos perdonéis y volváis a honrar con vuestra presencia este feudal castillo, cuyos ilustres señores, muriendo en defensa de la fe algunos de ellos, bien claro os han manifestado su religiosidad.

- Madre y Señora mía, añadió fervorosa la noble dama del castillo, si alguno ha osado profanar este lugar bendecido por los venerables ministros de vuestra santa Iglesia; si alguno torpe y atrevido ha llegado hasta vos y os ha alejado del humilde trono que os había formado sobre ese altar nuestra sincera devoción, confundid al malvado y dejaros ver otra vez en este sitio para que volvamos a bendeciros y alabaros

Una luminosa idea la hizo interrumpirse de pronto, y dirigiendo sus pasos seguida de sus fieles servidores por la larga avenida que conducía al matorral de las espinas floridas, se sorprendieron todos al llegar a este, viendo la sagrada imagen de la Virgen, que abandonando el castillo, había huido a aquel paraje solitario donde tuviera por dosel de su altar y trono el puro cielo de las montañas, donde el cadencioso gorjeo de las aves la saludara todos los días al salir el astro luminoso y al hundirse en Occidente, donde las flores la enviasen sus preciosos perfumes y deliciosos aromas.

- ¡Reina de los ángeles, Soberana de los cielos! habéis hecho bien en alejaros de mi castillo, exclamó la dueña del mismo delante de la sagrada imagen; no es digna morada vuestra aquella antigua fortaleza, habiendo ya sido por otros habitada; vos queréis tener aquí vuestro trono para oír desde él al pecador que venga a pediros el perdón de sus culpas y a rogaros en sus peligros y adversidades. Lo tendréis, pues, Virgen María; yo haré que en este mismo sitio se os edifique un magnifico templo donde las gentes de mi castillo y las de los pueblos vecinos os tributen con toda solemnidad el culto que se merece la Santísima Madre de Jesucristo, la amorosa protectora y abogada de todos los cristianos.

Poco tiempo tardó en llevarse a efecto la promesa de la piadosa e ilustre castellana.

En la vertiente occidental del monte Jura podían aún verse, hace pocos años, ruinas de la hermosa iglesia y del magnifico monasterio de Nuestra Señora de las Espinas Floridas.

Terminada la edificación de esta célebre iglesia y antiguo monasterio, la ilustre fundadora reunió en él algunas virtuosas mujeres para que, viviendo en comunidad, se dedicaran durante toda su vida a cantar las glorias de María, tributándola continuas alabanzas.

La misma noble castellana abandonó su feudal mansión para encargarse como superiora del gobierno del nuevo monasterio.

Allí pasó el resto de su piadosa y caritativa vida, rogando al Señor por el alma de su querido esposo, del valiente cruzado que muriera peleando contra los impuros sectarios del Corán.

Los muchos milagros que obró aquella santa imagen rodeó el monasterio de una gran fama, siendo infinitos los peregrinos que venían a visitarlo y a adorar a la amorosa Madre de los Pobres.

Los reyes y poderosos de la tierra distinguieron también con mil ricos dones e infinitos privilegios la iglesia y monasterio donde tantas veces fueron a postrarse ante el milagroso altar de la Virgen de las Espinas Floridas.




 

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