LA CONVERSACIÓN DE DOS ÁNGELES, LEYENDA

 
Era el día de la Candelaria. El sol se hallaba en mitad de su carrera, y por gozar de su luz esplendorosa y su calor refrigerante, cosa rara en los días de invierno, paseando, paseando me alejé del pueblo por un camino solitario, pensando en los misterios de aquella festividad...
 
Contemplaba a la Virgen radiante de júbilo con su Niño divino en los brazos, al santo José lleno de gozo, y a los ángeles formando brillante cortejo a su Reina y a su Dios hecho Niño.
 

Me parecía ver el movimiento de la gente que llenaba el templo de Jerusalén, y oír la voz del anciano Simeón que pedía a Dios le dejara descansar en paz, porque había visto nacido el Salvador del mundo.
 
Y como si la palabra descansar hubiera designado el término de mi paseo, me senté al borde de aquel sendero alfombrado de florecillas, entre cuyos aromas se percibía el de la violeta, y el de los primeros lirios del campo.

Temiendo que el sol me dañara, trasladé mi asiento al pie de una corpulenta encina, en cuyas ramas revoloteaba una alegre bandada de pajarillos, como presagiando en aquel día los próximos de la hermosa primavera...
 
Hubo un momento en que mi alma soñadora quiso volar y lanzarse a los espacios, y otro en que incliné la cabeza y cerré los ojos, como si el sueño quisiera acariciarme.

Entonces oí hablar cerca de mí; puse atención y escuché este peregrino e interesante diálogo, que ha dejado recuerdo eterno en mi alma:

- ¿De dónde vienes, compañero?

- De consolar a una familia llena de tribulaciones.

- Pues yo vengo de presentar al Eterno las oraciones de un pueblo, que ha obsequiado hoy de corazón a nuestra Reina, acompañándola en espíritu al templo.

-¡Ah! ¿Te acuerdas tú del día en que se celebró ese misterio y lo que después sucedió?

- ¿Pues no me he de acordar? Apenas le dijo Simeón a la Madre que su Hijo seria signo de contradicción, y que su propia alma sería traspasada con un cuchillo de dolor, los ojos de José se llenaron de lágrimas, el corazón de María se cubrió de luto, y el mismo Niño divino se estremeció en los brazos del sacerdote.

-Y la profecía empezó a cumplirse inmediatamente: Herodes dio en aquel mismo día la orden de que fueran degollados todos los niños de Belén y sus contornos, para envolver en la muerte al Mesías, y la Señora tuvo que escapar con su hijo, como tú le lo ordenaste a José.

-Y ella abrazada, con su dulce Bien, con la frente inclinada sobre el rostro del Niño, aspirando su aliento divino, y contando todos los latidos de su corazón, emprendió el camino del destierro y marchó a Egipto.

-Y al salir de Judea los viajeros se sentaron fatigados bajo un árbol como esta encina, la Virgen colocó al infante en su regazo, y éste se quedó dormido con los labios entreabiertos por una sonrisa tan celestial como amorosa.

-Y al verlo así, ella se derretía y se consumía, como se derrite el incienso arrojado sobre las brasas; y los suspiros de su alma se elevaban al cielo, como el humo del incienso se eleva a las bóvedas del santuario, y al oír los armoniosos latidos del Corazón de Jesús, se quedaba extasiada y como fuera de sí. ¿Lo recuerdas bien?


-¡Sí! entonces era cuando Ella prorrumpía en aquellos coloquios divinos que nos dejaban confusos y anonadados. ¡Hijo mío y Creador mío! tu amor me consume, y este pobre corazón no puede resistir más; pero si no estás contento de mi amor, ¡auméntalo, amor mío! Acaba tu obra y haz que mi vida se transforme y se pierda en ti, como la gota de agua en la inmensidad del mar. Mas déjame que de salida a estas llamas que me devoran... ¿Me dejas que te dé un beso? ¿Me permitirás que te abrace? Rey mío y gloria mía, ¿qué puede hacer por ti tu madre y tu esclava?
 
- Y cuando más ensimismada estaba Ella en la contemplación del infante dormido, vio que de pronto se estremecía el Niño; que su respiración era más acelerada; que su semblante divino se cubría de tristeza, hasta que palideció de repente, y lo bañó un sudor frío como el de la muerte.
 
- Desatinada María lo estrechó sobre su corazón, lo cubrió de besos, juntó su cara con la del Niño, y éste se abrazó convulsivamente al cuello de su madre y escondió el rostro en su seno virginal. Ella lo acaricia, lo llama por su nombre para tranquilizarlo, le pregunta que tiene; y El, poniendo sus labios de coral en el oído de Ella, le repite las palabras de Simeón; "Tuam ipsius animam pertransibit gladius".
 
-¿Y te diste cuenta de la causa que produjo aquella escena?
 
-¡Claro! Vi a varios compañeros nuestros de la más alta jerarquía bajar del cielo, uno con una copa llena de amargura, otro con clavos y un martillo; aquel con una lanza; éste con una corona de espinas; el otro con una cruz enorme, y un azote en la mano. Presentaron al divino infante esos instrumentos, y El comenzó a sentir en su alma desde aquel momento toda su pasión dolorosa. Por esto lloró el Niño Jesús, siempre que derramó lágrimas.
 
¡Ay, si supieran los hombres lo que deben a su Dios humanado, más le amarían y mejor le servirían!

- Vamos a trabajar por ellos, a inspirarles santos y loables pensamientos, ideas generosas y sentimientos nobles, para que amen a Jesús y no se aparten de su último fin.

- ¡Vamos allá!

- ¡Adiós!

- ¡Adiós!

- Pero dónde vais y quienes sois? -pregunté yo sin poderme contener.

- Quienes somos y adónde vamos, lo puedes colegir de nuestra conversación. Tu eres bueno y devoto del Niño Jesús y de su Madre Virgen, otro día volveremos a contarte los misterios de la divina Infancia. ¡Adiós!

- Me voy con ellos, dije para mi, y al hacer un esfuerzo para levantarme, desperté y sólo vi a los pájaros, que asustados con mi brusco movimiento, huían del árbol y se iban a otros no lejanos.

- Y entonces comprendí que había soñado, y en sueño había oído la conversación de dos ángeles, de los mil que acompañaron a la Virgen en la huida a Egipto, y ordenaron a San José la ida y la vuelta del destierro.



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