LA VIRGEN PRUDENTE, LEYENDA


Os voy a contar un sueño misterioso, de esos que llenan el alma devota de celestiales deseos.

No sé si al contarlo estoy despierto o dormido, ni si cuando lo tuve fue velando ó durmiendo; sólo sé que el tal sueño, fue a mi corazón tan delicioso, como la sombra del copudo olivo al segador cansado; tan dulce como las vibraciones de un arpa que, tocada por un querubín, reprodujera en sus notas el más grato episodio de mi vida: sí; de mi vida:
"Que el vivir sólo es soñar
y la experiencia me enseña
que el hombre que vive sueña
lo que es hasta despertar..."

Almas castas, que respiráis el balsámico aroma de la pureza santa; vosotras que de amor divino heridas buscáis con la Esposa de los cantares al Cordero sin mancilla que entre lirios se apacienta; vosotras que lloráis tristes la ausencia del Amado, oíd el relato de mi sueño, tan grato para el alma desolada como el acento lastimero del ruiseñor herido.


Soñaba yo (¡mirad si es sueño!) que este mundo es un destierro donde viven los expatriados hijos de Eva, por delitos que sus padres cometieron.

Siendo, pues, uno de esos pobres desterrados, no sé como, llegó a la mi noticia de que el Dios de las misericordias, en atención a los méritos de su Santísimo Hijo, nos levantó el destierro; pero con la precisa condición de no admitirnos en su reino, si no llegábamos a él por el camino de la in0cencia, o el de la penitencia.

Yo que oigo esto, hago mis preparativos de viaje y me pongo a buscar el camino de la inocencia, porque su nombre fue muy sonoro a mis oídos; pero ¡ay dolor! en ninguna parte lo encontraba.

Pregunté a todo el mundo y nadie me daba razón de él. Sólo los niños, que apenas sabían hablar, lo conocían, y por eso los pobrecitos no podían darme de él muchas explicaciones. Con todo, me dieron las necesarias para conocer que yo estuve un día, ¡dichoso día! en ese camino del cual me había extraviado, alejándome a distancia infinita.

Ya no me quedaba para arribar a la patria más camino que el de la penitencia, y me resolví á tomarlo.

Me despedí de mis amigos, les comuniqué mi determinación, y los exhorté a que me acompañaran. Sólo dos me siguieron; sólo dos tuvieron valor bastante para tomar ese camino. "V" se llama el uno, y "S" el otro.

Los tres emprendimos la marcha conducidos por un guía del cual conserva mi alma gratísimos recuerdos: se llama como el más venturoso de los hijos de Jacob.

Poco tiempo llevábamos de camino, cuando vi cumplida al pie de la letra esta sentencia del Evangelio: Los postreros serán primeros, y los primeros serán últimos.

El último de nosotros se dio tanta prisa a caminar que en pocos días llegó al término del viaje, su alma voló al cielo, donde está rogando por nosotros y animándonos con su ejemplo. Su cuerpo lo dejaremos sepultado en el valle de la encina, y allí espera la resurrección de la carne.

Mi compañero y yo seguimos el mismo camino, aunque no siempre íbamos juntos; pero la providencia que nos exigía el sacrificio de la separación, a veces nos juntaba en ciertos sitios para comunicarnos en él las impresiones de nuestro viaje.


Desde entonces me consideré como peregrino y extranjero en esta tierra de llanto, y caminaba solitario por la senda deliciosa de la penitencia.

Son tan pocos los que van por ella, que a veces se nos pasaban largas temporadas sin encontrar siquiera un peregrino que saludar. Por fin encontré a uno, muy versado en esos caminos que llaman de perfección, y él me dijo que iba bien dirigido; que siguiera por allí, por que aquella senda al atravesar no sé qué desierto, se cruzaba con el camino de la inocencia...

Con esta dulce esperanza seguí mi camino. Y soñaba que iba por una hermosa pradera rodeada de montañas. En ella reinaba un silencio profundo, y todo era allí apacible y delicioso, el clima, el aire, la luz el cielo y las aguas que corrían entre árboles y flores. Apenas se oía más rumor que el alegre murmullo de los arroyuelos, o el susurro que formaban las copas de los árboles movidas por el viento. Jamás creí que el camino de la penitencia atravesara regiones tan encantadoras, y por eso me senté a contemplar su hermosura al pie de una alta roca.
 
Estando, pues, sentado y absorto en la contemplación de tanta belleza, llegó a mis oídos el acento de una voz humana, muy parecida al quejido de una tórtola cuando pierde el casto compañero de su vida.

Y la voz se quejaba de este modo:

"¡Ay Jesús de mi alma! ¡qué larga es tu ausencia! ¡qué dura tu separación! Que tristeza oprime al alma mía, cuando recuerda aquel día feliz en que me hablaste interiormente, diciéndome que sería la esposa de tu corazón. Entonces yo te dediqué mi vida, te consagré mi amor, y me ofrecí por tuya. Tu mandaste al Angel de los consuelos que velara mi sueño para que no lo turbaran las sombras de la noche. Tú me decías entonces palabras que aun resuenan dulcemente en mis oídos: y ahora... ¡ay! ¿para que me atormento pensando en mi pasada felicidad? Yo era dichosa con tu presencia, y eso me hizo dejar el mundo por seguirte: y te seguía como el corderillo a su inocente madre, como el pichoncillo a la paloma que a volar le enseña. Al llegar a este bosque que te separaste de mí, desapareciste a mis ojos, que se anegan desde entonces en triste llanto, y ni vuelves Tú, ni viene el guía que ha de conducirme a tu morada. ¡Oh, qué amarga es la ausencia!"

Dirigí la vista hacia el sitio donde la voz sonaba, y vi una angelical doncella, rubia como el sol cuando amanece, vestida de blanca y larga túnica, ceñida con celeste lazo, y dirigiendo al Cielo una mirada suplicante.

Apenas la ví conocí quien era. Yo nunca hasta entonces la había visto, y ya me era aquella alma conocida. Ignoro cuando ni dónde tuve conocimiento de ella, pero debió ser un día que orando ante un sagrario me dormí, y mi alma en sueño se sintió transportada a misteriosas regiones. Sí, allí sería, porque viéndola, recordé cosas del Cielo, cosas que sólo había visto en los misteriosos sueños con que solía regalarme el divino Corazón de Jesús.

Algo parecido le había pasado, sin duda alguna, a la gentil doncella, porque apenas me divisó entre los arbustos de aquella selva, empezó a exclamar:

- ¡Mi guía! ¡mi guía!

Atónito de lo que oía dije para mí: Caminante perdido en los desiertos de la vida, peregrino y extranjero en esta tierra de llanto, ¿quién me quiere tomar por guía? ¿quién quiere dejarse conducir por mí? ¡Locura! ¡locura! y traté de esconderme, siguiendo solitario mi camino; pero aquel ángel de la tierra me llamaba con acento tan conmovido que me fué preciso esperarla.

Cuando llegó a mí, me llamó su padre y me rogó que la condujera donde me había dicho el Amado de su alma. Animado con estas demostraciones de candorosa y filial confianza, le pregunté la causa de su llanto, los motivos de sus quejas y el por qué se hallaba sóla en aquella deliciosa región. Entonces ella me hizo sentar a su lado y, exhalando de su pecho un dulce suspiro, me contó la peregrina historia de sus divinos amores.

Jóven y niña cual soy, una mañana al despertar la aurora, mi aya me sacó al campo para que contemplara con ella las grandezas del Creador. El sol asomó en el oriente y las aves le saludaron con dulce melodía. Sus rayos descomponían en hermosos cambiantes las gotas del rocío que titilaban ufanas en los pétalos de las flores. Tendí mi vista por la amena vega y exclamé: ¿Quién hizo cuanto en torno nos rodea? Al agua pura del frondoso arroyo, a esta hermosa pradera, a esta brisa, a estas plantas, ¿quién aliento les da? ¿quién les da vida? ¿Quién hizo estas flores? ¿quién con belleza tanta armonizó sus hojas, sus colores, su verdor, su hermosura y su fragancia?


Y mientras yo aspiraba el aroma de una rosa, mi aya me decía:

- Mañana lo tendrás en tu corazón, hija mía. Conságraselo todo, ámalo con anhelo y serás dichosa, con dicha incomparable.

El nuevo día llegó. L0s ángeles de paz debieron rodear mi lecho, durante la noche anterior, porque entre sueños percibí el eco de unas voces que en silencio murmuraban:

- Ella duerme, pero su corazón vela. Cuando desperté de mi sueño empecé a prepararme temerosa para recibir al Amado de mi corazón. Lavé mi alma con el agua saludable de la penitencia, mezclada con lágrimas de mis ojos. La adorné como supe con las joyas de santos afectos, y me acerqué al Sagrario.

Al poco apareció Jesus, bajo un cándido velo, que dejaba entrever los rayos de su gloria, y dijo a mi alma:

- «Levántate, amiga mía, paloma mía, amada mía, levántate, date prisa, y ven conmigo. Ven: recorramos el campo, respiremos el aroma de las viñas florecientes, y abandonemos este mundo seductor.»

Y yo, sin poder remediarlo, me sentí transportada a una región desconocida, y me lancé tras él, como el ciervo sediento a las fuentes cristalinas.

Me pareció que caminaba por una playa de peñascos llena, donde las olas se estrellaban con ímpetu furioso. Pueblos extraños, llanuras polvorientas, bosques enmarañados, todo lo dejamos atrás en poco tiempo, hasta que por fin fatigada, le dije:

- Mi espíritu desmaya; yo no puedo más, ¡Bien mío! Y él, volviendo a mí sus ojos, con dulcísimo acento me respondió:

- Para mí te elegí. Si tú lo quieres, yo tu esposo seré, tú esposa mía; pero mi casa está distante, y el llegar a ella cuesta mucho. Reina te quiero hacer, mas no te obligo; si te quieres volver... Y confundida y animada con estas últimas palabras le seguí por áridas campiñas, por fértiles praderas, por esta tierra fragosa que atrás hemos dejado.

Allá al pié de aquel remanso que se ve a lo lejos, le dije:

- Soy débil, Amado mío, y casi no puedo más. Y El a mi con triste acento:

- Donde empieza mi amor se acaba todo. Al mismo punto, al mismo ser que tenías antes de conocerme, puedes volver con sólo quererlo; ¿si lo quieres hacer?...

Y herido mi corazón con esta palabra, le prometí de nuevo no vivir más que por El y para El. Y andando, andando, llegamos a este bosque a tiempo que el sol se ocultaba tras los árboles del monte; a poco se tomó pardo el azul del cielo, las aves enmudecieron en la enramada, las estrellas brillaron en el firmamento, y la obscuridad cubrió la tierra.

Nos sentamos a tomar descanso al pie de una fuente que nace aquí cerca, cual pudieron hacerlo Isaac y Rebeca en los valles de Madián. Cuando yo pensaba ser feliz a su lado, cuando yo fijé en El la mirada más dulce que despidieron mis ojos, veo que se levanta, desaparece entre las sombras de la noche oscura, y con voz tan divina y cariñosa que enajenaba mi alma, se despidió diciendo:

- Ten siempre fijo en mi amor tu pensamiento, y aguarda aquí sin temor: Yo te enviaré uno de mis siervos para que te conduzca a mi casa...

- Por qué me dejas? ¿por qué me dejas? fué la única frase que salió de mi pecho ahogado por el dolor. Y El con voz grata y consoladora me respondió de lejos:

- ¡Ama y espera!¡ Ama y espera!...

¡Ay qué momento tan triste. ¡Ama y espera! repitió el eco de esas montañas; ¡ama y espera! gimió el aura en torno mío, ¡ama y espera! murmulló el arroyo; ¡ama y espera! resuena siempre en mis oídos.

Desde entonces no hago más que preguntar a las plantas y a las flores si han visto al Amado de mi alma. Conjuro a la amante tortolilla que anida entre los sauces, a que vaya y le diga que sin él de pena muero. Al céfiro blando que mis quejas oye, le digo que vaya a darle parte de mis angustias. Sola en este lugar subo todos los días a lo alto de esa colina a ver si diviso entre las sendas que serpentean por el valle quién me de noticia de mi Amado.

- ¿En dónde está, Padre mío?  ¿Cuándo vamos a su casa? ¿Por cuál senda tiramos? No perdamos tiempo, Padre mío; llévame pronto, pronto!..

Al terminar estas palabras se puso de pie la inocente joven para emprender la marcha. Yo me levanté también. Dónde fuimos y cuanto tiempo echamos, no lo recuerdo bien. Sólo tengo presente que pocos días después estábamos ante un majestuoso y solitario edificio, asilo de la paz y de la inocencia.

Esta es, la dije la casa de tu Amado; ven y verás cuánto le costó el quererte. La conduje a una gótica capilla, por cuyas ventanas entraban fugitivos rayos del sol poniente que venían a colorear las llagas de una devotísima imágen del Corazón de Jesús.

- ¡El es! gritó despavorida. ¡El es! Jesús mío! ¿quién así te maltrató? ¿quién te hizo esas heridas? ¿quién te puso en tal estado?

- El amor, le dije; el amor y la ingratitud. El amor que nos tiene y la ingratitud con que le pagamos.

- Pues, juro amarle siempre! Juro serle siempre fiel! repitió la inocente jóven en un delirio de amor.

Recibí su juramento, en nombre de Dios y la dejé en aquel recinto sagrado entre vírgenes prudentes que estaban con sus lámparas encendidas y preparadas para recibir al Esposo. Allí mismo escribí en un libro de memorias estas palabras:

"Hoy he sacado un alma del mundo: hoy he dejado en la soledad del Santuario a la Virgen prudente".

Ahora sigamos nuestra peregrinación, alma mía y peregrinando sigo...


 


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