Antonio, ¿a dónde vas con esa carga de ramas y flores? ¿Vas a poner en tu casa algún mes de María?
-No, hombre; es para adornar la cruz de la calle, porque como estamos a tres de Mayo, día de la Santa Cruz, mi madre se ha empeñado en hacerle un arco de ramas y flores, y me han mandado a la huerta a traerlos. Vente conmigo, Evaristo, y me ayudarás a componerla, que de la Cruz huye el Diablo.
Evaristo y Antonio tomaron la calle arriba, y cuando llegaron frente al nicho que ocupaba la Cruz en la pared de la acera, se quedaron parados con la boca abierta, escuchando un conjunto de voces humanas, unas chillonas y cascadas como de gente anciana, y otras vibrantes y sonoras como de niños, formando un coro que rezaba de esta manera:
- Jesús, Jesús, Jesús, Jesús, Jesús... Pero, madre, ¿cuándo se acaba esto?
- Cállate, chiquillo, ¡arrastrao! Jesús, Jesús, Jesús, Jesús, Jesús...
Y así pasaba el rosario veinte veces repitiendo a cada decena la antífona: "Vete, enemigo infernal, y en la hora de mi muerte no me vengas a tentar", tras la cual repetían diez veces ¡Jesús! viniendo a formar el número de mil.
Terminado el rezo, comenzó entre las rezadoras el cuchicheo.
- Señora Rosario, parece que es usted muy devota de la Cruz?
- Hija, como que de la Cruz huye el Diablo y como mi confesor me tiene dicho que un rosario sin cruz no vale nada, me aplico a llevar mi cruz, siéndole muy devota para valer algo y una de las cosas que con más gusto enseño a mis hijos es a persignarse y santiguarse con toda devoción. Ven tú, Teresita, ven acá y dile a esta señora por qué te haces la cruz en la frente.
- Pues cuénteme usted el cuento de los monjes que pegaron al Diablo...
- Chiquilla, tú a cualquier cosa le llamas cuento; no es cuento eso sucedió.
- Pues cuénteme usted que sucedió...
- No, antes dime tú primero: ¿cuál es la insignia y señal del cristiano?
- La Santa Cruz, porque es figura de Cristo crucificado por quien fuimos redimidos en ella.
- A ver, Teresita; ¿cuántas cruces haces tú para persignarte?
- Cuatro; la primera en la frente para que me libre Dios de los malos pensamientos; la segunda en la boca para que me libre Dios de las malas palabras; la tercera en el pecho para que me libre Dios de los malos deseos; y la cuarta de la frente a la cintura, y del hombro izquierdo al derecho diciendo:
"En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
- ¿Y para hacer las otras tres cruces como dices?
- Por la señal de la Santa Cruz, de nuestros enemigos líbranos, Señor y Dios Nuestro.
- ¿Y de qué enemigos le pides tú al Señor que te libre?
- Del diablo vestido de mona.
- No, criatura; eso no es lo que dice el Catecismo.
- Pues lo digo yo... y cuénteme usted ya el cuento.
- Pero, chiquilla, si no es cuento es un ejemplo de la vida de un Santo.
- Pues cuénteme usted el ejemplo, decía Teresita cada vez más alto, reuniendo alrededor de su madre a todas las chicas que allí había. Viendo, pues, la señora Rosario que todos la miraban en silencio, esperando oír de sus labios alguna cosa de edificación, tomó la palabra y comenzó a decir:
Pues, señor, fue San Leufrido abad de un Monasterio que tenía muchos monjes, entre los cuales había la santa costumbre de reunirse en la iglesia a recibir la bendición del Prelado, antes de irse a dormir. Esta ceremonia la hacían en el presbiterio, donde el santo abad se sentaba en una silla, y los demás pasaban delante de él, haciéndole profunda inclinación, en señal de sumisión y obediencia.
Sucedió, pues, que enfermó San Leufrido y no pudo bajar una noche a la iglesia para asistir con la comunidad. El demonio, deseoso de burlarse de los monjes, y de que todos le hicieran reverencia, aprovecha la ocasión y tomando la figura y el hábito del santo abad se metió entre todos, y se colocó en la silla prioral, muy repanchigado y lleno de autoridad.
Iban los monjes, según costumbre, pasando por delante y haciéndole cada cual su reverencia, cuando acertó a bajar el enfermero que venía de la celda de San Leufrido, mandado por él, para que dijera a los religiosos que aquella noche no podía bajar. Ve otro abad sentado en la silla y se espanta. ¿Qué esto? ¿Si estaré yo soñando?
Vuelve muy de prisa a la celda del abad y se lo encuentra como lo había dejado.
- Padre, ¿qué milagro es éste? Acabo de dejarte aquí y te encuentro sentado en la iglesia; vuelvo de la iglesia y te hallo aquí. Si puedes estar a un mismo tiempo en dos lugares, ¿por qué me mandaste a decir que no podías bajar?
San Leufrido, iluminado por Dios, entendió al punto lo que era aquello. Se levanta corriendo, acude a la iglesia y de paso cierra todas las puertas y ventanas haciendo en cada una de ellas con la mano la señal de la cruz; y cuando ya las tuvo todas de ese modo aseguradas, entró en la iglesia, haciendo la misma operación con la puerta por donde entró.
Apenas le vio, empezó a temblar el demonio que se había fingido abad; y no sin razón, porque San Leufrido empuñó unas buenas disciplinas, a vista de lo cual el demonio perdió la figura de monje, y tomó la de mona.
Comenzó el abad a darle azotes, la mona a chillar, los monjes a reír, y, San Leufrido venga a dar golpes.
Salta la mona de la silla, va corriendo a una puerta, ve en ella la señal de la cruz y se vuelve atrás de un brinco. Pasa por entre los monjes, y unos le dan disciplinazos y otros con la punta del pie. Llega el diablo a otra puerta, vuelve a ver la cruz, y vuelve a brincar, como si llevara un cohete atado al rabo; y San Leufrido detrás de él con el azote en la mano, y los monjes riéndose a más no poder.
Así anduvo rodeando la iglesia, sin atreverse a salir por ninguna puerta; y viéndose acosado del santo abad, se coge el muy tuno a la soga de la campana, y subiéndose por ella se salió por el agujero de la bóveda, donde San Leufrido no había hecho la señal de la cruz; y tan lleno de miedo iba, que llevó consigo el cordel, temiendo que el abad le siguiera.
Así que se fue el demonio, tomó la palabra el Santo y le explicó a los monjes cómo Nuestro Señor había permitido todo aquello para que vieran por experiencia la virtud de la santa cruz, pues con ella todas las puestas están cerradas para el demonio.
Ojalá lector mío, que tú cierres a ese maldito con la señal de la cruz todas las puertas de tu alma, para que no pueda nunca hacerte mal, y vivas siempre seguro de sus asechanzas infernales, que de la cruz huye el Diablo.
-No, hombre; es para adornar la cruz de la calle, porque como estamos a tres de Mayo, día de la Santa Cruz, mi madre se ha empeñado en hacerle un arco de ramas y flores, y me han mandado a la huerta a traerlos. Vente conmigo, Evaristo, y me ayudarás a componerla, que de la Cruz huye el Diablo.
Evaristo y Antonio tomaron la calle arriba, y cuando llegaron frente al nicho que ocupaba la Cruz en la pared de la acera, se quedaron parados con la boca abierta, escuchando un conjunto de voces humanas, unas chillonas y cascadas como de gente anciana, y otras vibrantes y sonoras como de niños, formando un coro que rezaba de esta manera:
Vete, enemigo infernal,
y en la hora de mi muerte
no me vengas a tentar:
Porque el día de la Cruz
dije mil veces Jesús.
- Jesús, Jesús, Jesús, Jesús, Jesús... Pero, madre, ¿cuándo se acaba esto?
- Cállate, chiquillo, ¡arrastrao! Jesús, Jesús, Jesús, Jesús, Jesús...
Y así pasaba el rosario veinte veces repitiendo a cada decena la antífona: "Vete, enemigo infernal, y en la hora de mi muerte no me vengas a tentar", tras la cual repetían diez veces ¡Jesús! viniendo a formar el número de mil.
Terminado el rezo, comenzó entre las rezadoras el cuchicheo.
- Señora Rosario, parece que es usted muy devota de la Cruz?
- Hija, como que de la Cruz huye el Diablo y como mi confesor me tiene dicho que un rosario sin cruz no vale nada, me aplico a llevar mi cruz, siéndole muy devota para valer algo y una de las cosas que con más gusto enseño a mis hijos es a persignarse y santiguarse con toda devoción. Ven tú, Teresita, ven acá y dile a esta señora por qué te haces la cruz en la frente.
- Pues cuénteme usted el cuento de los monjes que pegaron al Diablo...
- Chiquilla, tú a cualquier cosa le llamas cuento; no es cuento eso sucedió.
- Pues cuénteme usted que sucedió...
- No, antes dime tú primero: ¿cuál es la insignia y señal del cristiano?
- La Santa Cruz, porque es figura de Cristo crucificado por quien fuimos redimidos en ella.
- A ver, Teresita; ¿cuántas cruces haces tú para persignarte?
- Cuatro; la primera en la frente para que me libre Dios de los malos pensamientos; la segunda en la boca para que me libre Dios de las malas palabras; la tercera en el pecho para que me libre Dios de los malos deseos; y la cuarta de la frente a la cintura, y del hombro izquierdo al derecho diciendo:
"En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
- ¿Y para hacer las otras tres cruces como dices?
- Por la señal de la Santa Cruz, de nuestros enemigos líbranos, Señor y Dios Nuestro.
- ¿Y de qué enemigos le pides tú al Señor que te libre?
- Del diablo vestido de mona.
- No, criatura; eso no es lo que dice el Catecismo.
- Pues lo digo yo... y cuénteme usted ya el cuento.
- Pero, chiquilla, si no es cuento es un ejemplo de la vida de un Santo.
- Pues cuénteme usted el ejemplo, decía Teresita cada vez más alto, reuniendo alrededor de su madre a todas las chicas que allí había. Viendo, pues, la señora Rosario que todos la miraban en silencio, esperando oír de sus labios alguna cosa de edificación, tomó la palabra y comenzó a decir:
Pues, señor, fue San Leufrido abad de un Monasterio que tenía muchos monjes, entre los cuales había la santa costumbre de reunirse en la iglesia a recibir la bendición del Prelado, antes de irse a dormir. Esta ceremonia la hacían en el presbiterio, donde el santo abad se sentaba en una silla, y los demás pasaban delante de él, haciéndole profunda inclinación, en señal de sumisión y obediencia.
Sucedió, pues, que enfermó San Leufrido y no pudo bajar una noche a la iglesia para asistir con la comunidad. El demonio, deseoso de burlarse de los monjes, y de que todos le hicieran reverencia, aprovecha la ocasión y tomando la figura y el hábito del santo abad se metió entre todos, y se colocó en la silla prioral, muy repanchigado y lleno de autoridad.
Iban los monjes, según costumbre, pasando por delante y haciéndole cada cual su reverencia, cuando acertó a bajar el enfermero que venía de la celda de San Leufrido, mandado por él, para que dijera a los religiosos que aquella noche no podía bajar. Ve otro abad sentado en la silla y se espanta. ¿Qué esto? ¿Si estaré yo soñando?
Vuelve muy de prisa a la celda del abad y se lo encuentra como lo había dejado.
- Padre, ¿qué milagro es éste? Acabo de dejarte aquí y te encuentro sentado en la iglesia; vuelvo de la iglesia y te hallo aquí. Si puedes estar a un mismo tiempo en dos lugares, ¿por qué me mandaste a decir que no podías bajar?
San Leufrido, iluminado por Dios, entendió al punto lo que era aquello. Se levanta corriendo, acude a la iglesia y de paso cierra todas las puertas y ventanas haciendo en cada una de ellas con la mano la señal de la cruz; y cuando ya las tuvo todas de ese modo aseguradas, entró en la iglesia, haciendo la misma operación con la puerta por donde entró.
Apenas le vio, empezó a temblar el demonio que se había fingido abad; y no sin razón, porque San Leufrido empuñó unas buenas disciplinas, a vista de lo cual el demonio perdió la figura de monje, y tomó la de mona.
Comenzó el abad a darle azotes, la mona a chillar, los monjes a reír, y, San Leufrido venga a dar golpes.
Salta la mona de la silla, va corriendo a una puerta, ve en ella la señal de la cruz y se vuelve atrás de un brinco. Pasa por entre los monjes, y unos le dan disciplinazos y otros con la punta del pie. Llega el diablo a otra puerta, vuelve a ver la cruz, y vuelve a brincar, como si llevara un cohete atado al rabo; y San Leufrido detrás de él con el azote en la mano, y los monjes riéndose a más no poder.
Así anduvo rodeando la iglesia, sin atreverse a salir por ninguna puerta; y viéndose acosado del santo abad, se coge el muy tuno a la soga de la campana, y subiéndose por ella se salió por el agujero de la bóveda, donde San Leufrido no había hecho la señal de la cruz; y tan lleno de miedo iba, que llevó consigo el cordel, temiendo que el abad le siguiera.
Así que se fue el demonio, tomó la palabra el Santo y le explicó a los monjes cómo Nuestro Señor había permitido todo aquello para que vieran por experiencia la virtud de la santa cruz, pues con ella todas las puestas están cerradas para el demonio.
Ojalá lector mío, que tú cierres a ese maldito con la señal de la cruz todas las puertas de tu alma, para que no pueda nunca hacerte mal, y vivas siempre seguro de sus asechanzas infernales, que de la cruz huye el Diablo.
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