LA CARIDAD DE SAN ANTONIO, LEYENDA

 
¡Bendita seas mil veces,
Caridad de San Antonio!
 
La casa del señor Joaquín y de la señora Andrea era una bendición de Dios, según decían los vecinos de Sanlúcar. El, capataz de viñas, y hombre de buen humor, andaba siempre tan contento, como aplicado al trabajo. Ella, mujer hacendosa y muy cristiana, estaba siempre alegre y sonriente a pesar de las amarguras de la vida; y sus tres hijos parecían tres rosas de Mayo, y eran la envidia de las otras madres, porque habían salido dóciles y trabajadores, modestos y de tan buenos sentimientos, que estaban de non en todo el barrio.


El mayor, que era una estampa de su padre, se llamaba Pedro, la pequeña Caridad, nombre muy común entre las mujeres de aquella ciudad, que tienen por Patrona a la Virgen de la Caridad.

La niña era verdaderamente hermosa, tanto de alma como de cuerpo; blanca, rubia, de hermosos ojos azules, y tan sencilla, modesta y candorosa, que sus facciones traían a la memoria los angelitos que pintó Murillo en el gran cuadro de San Antonio, preciosa joya de la Catedral sevillana.

Contaba a la sazón poco más de once años, y quería locamente a su chacho, nombre cariñoso con que distinguía al mayor de sus hermanos, el cual era por otra parte muy digno del cariño que la chiquilla le profesaba. El tuvo siempre para su hermana una ternura casi maternal: no salía una vez al campo, que n0 le trajera a la niña un pájaro o una flor; ni hacía un viaje a Cádiz o a Sevilla, sin que le llevara de regreso un juguete, algunos dulces, un librito, preciosas estampas, o algo que la llenara de gozo y contento.

Se ponía Caridad tan alegre con su regalo, que saltaba de júbilo, y no paraba hasta colgarse del cuello de su hermano y pagarle con mimos y caricias infantiles el obsequio recibido, asegurándole que, cuando fuera mayor, los primeros bordados y labores que hiciera serian para él.
 
Con estas escenas de fraternal cariño estaba siempre la casa de la señora Andrea llena de alegría; pero esta alegría, se iba convirtiendo en tristeza, a medida que Pedro se acercaba a la edad de entrar en quintas. Llegó ese día infausto, que siembra la desolación y el llanto en tantos hogares, y el mozo cayó soldado.
 
Desde entonces se acabó en aquella casa la alegría, y los ojos de Caridad y de su madre no se enjugaban más que cuando veían entrar por las puertas al Chacho, a fin de no aumentar las amarguras de éste, viéndolas llorar.

El día de la entrega entró de nuevo en suerte y le tocó ir a Filipinas. Nuevo pesar en la familia, pesar que llegó a su colmo el día de la marcha. El dolor de la madre se convirtió en desesperación, y su llanto al pie del tren que se llevaba a su hijo era parecido al rugido de la le0na en el desierto, cuando ve moribundos a sus cachorros.

Caridad, traspasada de dolor, no podía llorar; subió al estribo del coche por cuya ventana se asomaba su chacho y, aprovechando el último instante, estampó un beso en su frente y cruzó con él unas palabras que hicieron derramar lágrimas a los circunstantes.


El tren partió, y ella lo vio ir, llevándose a su hermano, al hermano que le traía juguetes de Sevilla, dulces de Cádiz, pájaros y flores de los campos... lo vio ir, y palideció, como si le hubieran sacado la sangre de sus venas.

Ya la niña no se ríe con la risa bulliciosa y alegre de la niñez; apenas juega, y en cambio suspira y llora algunas veces, como quien tiene su corazón de pena herido.

No parece sino que el chacho se ha llevado consigo las risas de Caridad y la alegría de su alma, según anda ella de triste y pensativa.

Pasaban los meses y Pedro no escribía; sólo se supo por su primera carta, que había llegado bien a Manila y que su batallón pronto iría en busca de los rebeldes a las órdenes del General Zabala. Caridad echaba muy de menos las caricias de su chacho, y soñaba con él frecuentemente. Una noche que asomada al balcón, miraba la luna llena, entró de repente en la sala, preguntando a su madre:
 
-¿Mamá, el chacho está muy lejos?

-Sí hija mía; lejísimos, ¡miles de leguas!

-Y desde allí se ve la luna?

-Sí.

-Pero esta misma?

-Sí mujer; dicen que cuando se pone aquí, comienza a salir por aquellas tierras, donde él está. ¿Por qué lo preguntas?

-Para decirle una cosa, cuando le escriba.
 
Caridad volvió a su balcón y, tirándole un beso a la luna. añadió:
 
- Toma, luna, para que se lo des a mi chacho mañana cuando lo veas. Dichosa tú que lo verás quizás dormido en el campamento! Toma otro beso! y otro! y mira que son para mi chacho, que se los des a él; no se los vayas a dar a otro soldado o a un indio, que no me gustan los indios y me dan miedo los soldados; pero de mi hermano no. Que se los des a él y le digas que son míos, y que yo se los mando.

Aquella noche volvió Caridad a soñar con su hermano, y lo vio herido, prisionero, atado los brazos atrás, y con grillos en los pies, como si fuera un criminal.

Vio también a un religioso de San Francisco que con mucha caridad, le curaba las heridas, le quitaba los grillos, rompía las ataduras, y le mostraba el camino por donde debía ir a reunirse con los suyos. Fijó sus ojos en aquel fraile, y reconoció en él nada menos que al mismo San Antonio.

 
Espantada de lo que veía exclamó: ¡Ay que caridad tan grande, caridad de San Antonio, Bendita seas mil veces! y diciendo esto se despertó.

Desde aquel día se entregó la tierna niña a los ejercicios de piedad, con un tesón impropio de sus pocos años; y se dedicaba con especialidad a obsequiar a San Antonio, el Santo de los milagros, persuadida de que, si su hermano volvía a casa, había de ser por un milagro del Santo bendito.

Muchas veces se arrodillaba ante su imagen y le ofrecía llorando hacerle los trece martes, entrar monja en un convento de su Orden, y llamarse Caridad de San Antonio, con tal de que le trajera a su chacho vivo y sano.

Pasó otro año, y Pedro no escribía: la familia lo juzgaba muerto, y como tal lo encomendaban a Dios todos, menos Caridad, la cual no podía creer que su chacho hubiese muerto, por lo que ella sabía de San Antonio. Su fe y su confianza en el Santo fueron premiadas con la siguiente carta de Pedro que recibió la Noche Buena.

Visayas, 12 de Noviembre 1898.

Queridos Padres: en el próximo correo, Dios mediante, salgo para esa. Pueden ustedes figurarse el deseo que llevo de darles un abrazo, después de tres años y medio de dolorosa separación. Como hace tantos meses que no viene correo de España a causa del bloqueo, y yo por otra parte caí prisionero de los tagalos, ya va para dos años que no sé de ustedes.

Quiera Dios que al llegar ahí, los encuentre buenos a todos los de la familia.

A la niña le llevo un mantón de Manila, y otras cosillas curiosas de por aquí. Llevo también mucho que contarles referente a la guerra, a mi cautiverio y a mi libertad. Esta se la debo a un fraile de San Francisco que no he vuelto a ver más. Verán ustedes como fue:

Estaba yo prisionero en Taitai, donde los indios hacían horrores con nosotros, sobre todo con los religiosos. A uno de estos lo martirizaron haciéndolo sentar sobre una bayoneta, colocada para este fin en lo alto de un palo de telégrafo. A otros los ataban a un árbol, y rodeándolo de leña por todas partes, le daban fuego por mano de los otros prisioneros. El jefe tagalo me ordenó que yo incendiara la leña que rodeaba a un Padre de la Orden Seráfica, y me resistí.

Antes morir, como ese mártir (le dije) que ser yo su verdugo. Una paliza me valieron estas palabras, amén de unos grillos a los pies, y no sé que otra cosa en los brazos, que me ataron por detrás.

Así me llevaron a la cárcel mientras los demás prisioneros seguían trabajando en las trincheras y fortificaciones.

Al ponerse el sol oí confusa gritería seguida de nutrido tiroteo, que duró hasta cerca de media noche.

A estas horas no se oía más que el quejido de algún moribundo, el crujir de las casas incendiadas, o el ruido de algún techo que se hundía. De repente veo abrirse la puerta de mi cárcel, y aparecer delante de mí a un fraile que me inspiró n0 sé si asombro o veneración: No hables, (me dijo con voz amable), que es hora de callar y de no perder tiempo. Me desató los brazos, me quitó los grillos, me untó no sé que cosa en las heridas, y me dijo: sígueme que ya estás bueno y salvo. Yo creía ver visiones; le pregunté quién era, y me contestó: No necesitas saberlo, da gracias a Dios por éste beneficio, y cállalo hasta que puedas contarlo a tu familia.

Me llevó en silencio por la obscuridad, hasta dejarme en un camino de herradura, y añadió: Sigue por ahí, que al amanecer hallarás a los tuyos: Y así fue...

Desde entonces las cosas me salen tan a pedir de boca, que, como les digo, pronto llegaré a casa con el favor de Dios. Algunas veces pienso si aquel Padre sería un Santo, por que lo parecía. Se lo digo a ustedes para que den gracias a Dios. Con ésta carta, va un abrazo para cada uno de la familia: el más apretado para Caridad; y ella y ustedes recen mucho para que llegue felizmente casa. su affmo. hijo Pedro.


Al terminar la carta, Caridad rompió a llorar tiernamente. Se acordó de su sueño reconociendo a San Antonio en el protector de su hermano, empezó a exclamar:

¡Caridad de San Antonio,
Bendita seas mil veces!

Al siguiente día se fue a la iglesia para dar gracias al Santo de los milagros, y le renovó la promesa de ser monja y llamarse Caridad de San Antonio.

Cuando Pedro llegó a su casa, encontró a su hermana vestida con hábito de San Antonio, y hecha una mujercita de casi quince años; pero aniñada, sencilla, modesta y candorosa, como la dejó.

Ella le declaró el significado de su nuevo traje, su sueño, y los deseos que tenía de ser monja. El la escuchaba embelesado, convencido de que su libertador había sido San Antonio de Padua, obligado por los ruegos de su hermana, y acariciándola enternecido, le decía:

¡Bendita seas mil veces,
Caridad de San Antonio!

A la niña le agrada oírse llamar así, y Pedro que lo conoce, cuando viene de la calle y la encuentra más atareada con su costura, se acerca por detrás, le coge la cabecita con mucha delicadeza y besándola suavemente en las sienes, le repite al oído con cariño:

¡Caridad de San Antonio,
Bendita seas mil veces!

 
 
 

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