LA AMANTE DE LA EUCARISTÍA, LEYENDA


 

En el nombre de María Inmaculada comienza la leyenda de La Amante de la Eucaristía.

Trini... la llamaron los hombres; pero yo la llamé siempre la Enamorada del Sacramento. Se crió oculta a los ojos del mundo, como la violeta entre las zarzas o como el lirio entre las espinas, exhalando en derredor suyo el grato aroma de la virtud; y a los ojos de cuantos la miraron pareció siempre hermosa como la sonrisa de un ángel, pura y encantadora como las alboradas de Mayo.
 

Los espíritus celestes habían fabricado en el corazón de Trini, un nido de amores, amores divinos y ella moraba en su nido abstraída por completo de las cosas de la tierra. Muchas veces siendo niña soñaba cosas del Cielo, y con esos sueños la visitaba el Hijo de la Virgen envuelto en un velo transparente y misterioso.

Una noche la dijo: Apártate del mundo, hija mía y yo te daré a gustar los frutos del árbol de la vida: véncete a ti misma y te daré a gustar el maná escondido, que sólo gustan las almas vencedoras de sus tres mortales enemigos, mundo, demonio y carne.

Trini... sintió el alma inundada de júbilo santo, y desde entonces comenzó a sentir hastío de las cosas de la tierra, y deseos de las del Cielo. Nunca recordaba aquel sueño venturoso, sin sentir en su alma un ansia indecible y un deseo insaciable de recibir a Jesús Sacramentado.

Su primera comunión fue un éxtasis de amor divino, semejante a los de Teresa de Jesús o Catalina de Siena; y en él percibió la voz del Amado de su alma que le decía como la Esposa de los Cantares: "Levántate, amiga mía, paloma mía, amada mía; ven del Líbano del mundo a la mansión de mis escogidas, y allí serás coronada con diadema de gracia..."

Pronto conoció ella los peligros que la vida del siglo le ofrecía, peligros que al mismo tiempo eran impedimentos para la comunión frecuente; persuadida de que las dulzuras del maná escondido que Cristo le prometió, no podía gustarlas en medio del mundo, se resolvió a dejarlo, para obtener la dicha de comulgar con mayor frecuencia.

Escogió para su morada un convento, cuyas religiosas pasan el día entero ante la presencia de Jesús Sacramentado, relevándose unas a otras en ese oficio de ángeles; y cuando llegó a la morada de paz que había escogido, se dedicó en el secreto de la soledad y del silencio a corresponder cuanto pudo a las finezas del amante Corazón de Jesús.
 
Todo el tiempo que la obediencia le dejaba libre, lo pasaba delante del Sacramento de amor, bendiciendo la mano misericordiosa que la apartó del siglo y la separó del camino de los pecadores; donde sólo se encuentran fantasmas de felicidad que se burlan del hombre, perfidia, seducción y engaños que acibaran los tristes días de su existencia.

Toda de Dios, y viviendo ya para El solo, gemía de amor delante del santuario, como gime la paloma en la espesura de un bosque; con sus gemidos consiguió la comunión diaria, y entonces se la vio permanecer días enteros delante del altar santo, y levantarse de noche, cuando todas dormían, para velar al Amado de su alma.

Allí, con las manos sobre su pecho que ardía en llamas del amor santo, e inclinada graciosamente como el tallo de azucena cargado de flores, se la veía orando entre la sombra de las columnas que rodeaban el santuario, iluminadas con los resplandores de la vecina lámpara, o con los rayos de la luna que atravesaban las vidrieras del templo, y en el silencio de la noche se la oía exclamar con una voz tan dulce como la del ángel de los consuelos:
 

"¡Oh Jesús amado! Cuán bien se encuentra mi alma suspirando junto a ti! Quién pudiera estar siempre postrada, adorándote aquí, donde los hombres ingratos te tienen olvidado! Oh si me fuera dado amarte por los que no te aman! Oh, corazón mío; si no me sirve para amar el amor de mis amores, ¿para qué te quiero yo dentro de mi pecho? ¡Ay, amor mío y dulce Esposo de mi alma! ¡Cuán gratas son las noches que paso en tu divina presencia! ¡Cuán breves parecerán las horas de la eternidad dichosa a los que contemplan tu amor y tu hermosura! Y por el contrario, ¿Cuán amargos y tristes son para mi alma los días que vivo alejada de tu presencia divinal ¡Cuán horrible debe de ser el infierno, donde nadie pueda amarte! ¡Ay amor, amor, dulce amor mío! ¿Quién puede vivir lejos de ti? Ah! Escucha por piedad las súplicas de tu sierva; muera yo delante de tu tabernáculo deshecha en lágrimas, o que se acabe mi vida ardiendo de amor, después de haberte recibido sacramentado!"

Y las horas corrían presurosas, y la noche adelantaba en su carrera, y la luz del alba hallaba a la Enamorada del Sacramento delante de los altares, adorando al objeto de su amor, al blanco de todos los suspiros que brotaban de su pecho. Y así pasaron los días, las semanas y los meses, hasta que el Dios de las misericordias, que se complace en llevar a las almas santas por el camino de la amargura hasta la cima del Calvario, envió a su sierva una prueba terrible, que le sirvió de purgatorio en vida.

Le sobrevino cierta dolencia que le produjo una gran debilidad de estómago, y el médico del convento la sujetó a un régimen medicinal que la privó de comulgar por muchos días. Resignada con la voluntad divina, se le oía decir muchas veces: "Con tal que pueda suspirar a l0s pies de mi Amado, su amor endulzará mis penas y será el bálsamo de mis males. El conoce mis ansias. El sabe lo que sufro, El ve lo que padezco, y esto le basta a mi corazón."
 
Pero alimentada diariamente con el pan de los fuertes, cuando le faltó aquel manjar de vida, comenzó a desfallecer, perdió su habitual alegría, se le cubrió de luto el alma, se agravaron sus males, la palidez se apoderó de su rostro, y el abatimiento de su corazón. Como la flor criada junto a las corrientes de las aguas languidece, se pone mustia, y se marchita, cuando se seca el arroyo de donde tomaba su frescura y lozanía, así iba languideciendo Trini... con la falta del celestial alimento que formaba las delicias de su alma.

Entonces más que nunca solía regar su lecho con dulces lágrimas y abandonándolo en medio de la noche, iba a prosternarse delante del sagrario que encerraba el objeto de su amor, el imán que irresistiblemente la atraía. Y con tiernos sollozos, que imitaban al arrullo de la tórtola en lo interior de las selvas, gemía delante de su Amado, derramando en su presencia los afectos más tiernos del alma.

«¿En dónde están, Señor, aquellos días venturosos en que gustaba a tu mesa las delicias del pan angélico y del vino que engendra vírgenes? ¿Qué se hicieron de aquellos momentos felices en que yo sentía palpitar tu corazón de fuego dentro del mío, tibio y helado? ¿Por qué me veo privada ahora del único consuelo que en el mundo tenía? Esta privación tan triste a que me veo reducida, sólo sirve para aumentar mi amor y hacerme morir de pena. ¡Ay, amor mío! abrevia tú los días de mi peregrinación sobre la tierra.»

Entretanto se iba consumiendo y apagando aquella preciosa vida, con el continuo ardor de una tristeza santa, y sus fuerzas se extinguieron de tal modo, que un día encontraron a la fervorosa novicia desmayada al pie de los altares. Los médicos dijeron que si no mudaba de aires, era inevitable su muerte, y la Comunidad tuvo que hacer el sacrificio más doloroso, permitiendo que aquella santa hermana saliera temporalmente de su seno.

¿Y quién podrá decir el desconsuelo de Trini cuando le comunicaron la determinación de los facultativos?

Rogó, suspiró, lloró y pidió mil veces de rodillas que le dejaran morir en un rincón del sagrado claustro, antes que salir al mundo que para siempre abandonó; pero fue preciso obedecer y tornar a la morada paterna. ¡Pobre flor trasplantada del jardín del claustro al desierto del siglo!

Esta última prueba de la bondad divina casi puso término a la existencia de Trini, pues apenas llegó a su casa, conoció que de ella no saldría. Se preparó para morir con la resignación del justo y la alegría de un santo; y cuando sintió un día que sus fuerzas le abandonaban, llamó a su madre y con voz moribunda le habló así:
 
- Mamá querida, dentro de poco dejaré de existir, y sólo viviré en el Cielo y en la memoria de ustedes. Un favor voy a pedirle, quizá el último que usted podrá concederme, y es que me traigan cuanto antes al Amado de mi alma, al Dios de las misericordias que se da por viático a los que parten de este mundo para el otro.

- Mujer, ¿Y había yo de negarte esto?

-No es eso, mamá; lo que quiero es que esta sala, donde voy a recibirlo por última vez, se adorne como si fuera un templo; que se derramen perfumes por toda ella, y que desde la puerta, hasta aquí, venga Jesús por un camino cubierto de alfombras y sembrado de flores, a reposar por última vez sobre este corazón que sólo por El palpita y vive.

Los deseos de la amante de la Eucaristía fueron cumplidos.
 
Aquella misma tarde un coro de jóvenes piadosas alfombraban con ricas telas el pavimento de la casa, cubriéndolo de flores y regándolo con lágrimas de ternura que brotaban de sus ojos; y el Dios tres veces Santo penetraba pocos minutos después en la morada de su fiel sierva.

Cuando Trini... vio que se acercaba a su lecho, se estremeció de gozo, y hubo que detenerla para que no se precipitara de él, cayendo de rodillas ante el augusto Sacramento. Lo recibió con piedad de ángel y con ardor de serafines, quedando poco después en dulcísimo delirio con los brazos cruzados sobre el pecho, cual si estrechara entre ellos al Dios de amor.

El sacerdote recitaba al mismo tiempo una plegaria tan dulce como el arrullo de una madre, cuando acaricia en su seno a su hijo pequeñito; y al reflejo de la luz que despedían los cirios benditos, se vio palidecer aquella frente tan hermosa como la esperanza. Una sonrisa, apacible como el ambiente del paraíso y sombría como la majestad de la muerte, cruzó por sus labios. Estos se abrieron como para imprimir un beso en un objeto muy querido y en aquel ósculo divino el alma se escapó del cuerpo y voló al Cielo, como vuela radiante de alegría el ave prisionera al ver abierta la puerta de la dorada jaula que de cárcel le servía.

Uno de sus brazos pendía lánguidamente del fúnebre lecho, y el otro doblado sobre el pecho, sujetaba una estampa del Corazón de Jesús en la cual estaban escritas estas palabras: "Por El viví y por él muero".
 
Así murió de amor en la flor de sus días la amante de la Eucaristía. ¡Oh si supiéramos imitarla!

¡Oh si amáramos como ella al Sacramento del amor!

¡Trini... ! ¡Trini...! alma santa que de Dios gozas, ruega por nosotros, ruega para que algún día te veamos allá en el Cielo.
 
 
 
 
 

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