EL MILAGRO DE LA VIRGEN DEL BUEN VIAJE, LEYENDA DE PESCADORES


Pescadores atrevidos, que fiados en las frágiles tablas de un barquichuelo, con los remos y con las redes os lanzáis al mar, buscando el sustento de vuestras familias; si queréis saber dónde tenéis un refugio en días de tempestad, leed despacio y con atención.
 
Niñas de la playa, que tenéis a vuestros padres expuestos a las inclemencias y peligros de un mar turbulento y agitado, donde buscan, entre rudos afanes, el alimento para vosotras; si queréis saber cómo podréis ayudar a vuestros padres en casos apurados, escuchad esta historia acaecida ya hace muchos años.


Era el tres de Mayo, fiesta de la Santa Cruz, y aquel día estaba yo como de huésped en el alto y bien situado convento que tienen los PP. Capuchinos en Sanlúcar de Barrameda. La celda que habitaba tenía vistas al mar, y a la hora de salir el sol, echado de bruces sobre el poyo de la ventana, me quedé casi encantado contemplando el magnífico espectáculo que la naturaleza me ofrecía. ¡Qué mar tan apacible! ¡Qué mañana tan deliciosa! ¡Qué céfiro tan suave y tan perfumado con el aroma de las flores! ¡Qué padre tan amante debe ser el que creó todo esto para el hombre ingrato y desconocido!
 
Así pensaba para mis adentros, cunando observé que, acompañado de una joven, subía por la cuesta que da acceso al convento, un hombre entrado en años, llevando una cesta colgada al brazo, y en la mano un cirio de regulares dimensiones.

A veces se perdía de vista entre las verdes y copudas acacias del paseo, para dejarse ver luego entre los claros con su faz tostada por los rayos del sol y su andar mesurado. Dobló la esquina en donde comienza la hermosa explanada de Capuchinos, y pasando por entre la calle de árboles cerca de la Cruz, se llevó la mano al sombrero para saludarla respetuosamente.

Penetró en el patio de los cipreses y se detuvo un momento, sin saber si dirigirse a la iglesia o a la portería; más pasado un instante de vacilación, optó por la última.

Llega, coge el cordón de la campanilla, se detiene otro rato sin saber qué hacer, hasta que por fin llama decididamente.

 
La campana sonó en el interior del claustro, y apenas se extinguió su sonido, percibió el recién llegado un rumor grave, melancólico y solemne, de preces y oraciones que se dirigían al cielo: los religiosos estaban ya en el coro, ofreciendo al Señor las primicias de aquél día.

Algo debió entender nuestro hombre de lo que oía rezar, porque bajó la cabeza sobre el pecho, suspiró como suspira quien se ve libre de un peso que le agobia, y dijo, haciendo coro con los monjes:
 
¡A fúlgure et tempestate libera nos, Dómine!
 
Levantó luego la cabeza, y tomando otra vez la cadena pendiente de la pared, a la derecha de la puerta, volvió a llamar.

-¡Ave María purísima! respondió el portero por dentro, al mismo tiempo que abría el ventanillo para ver quién era.

Cortado se vio mi hombre al oír aquel saludo, y con envidiable franqueza respondió:

-Padre, abra usted la puerta, que le traigo una vela a la Virgen del Buen Viaje y una cesta de pescado a San Francisco.

Se rió el religioso al oír respuesta tan sencilla, y abriendo la puerta recibió con gratitud el presente que se le ofrecía.

-Que la enciendan, mientras oigo una misa en la iglesia; y luego que esté ardiendo hasta que se gaste -dijo el desconocido alargando la vela.

-Será usted complacido -repuso el portero-, y espérese un poco mientras paso el recado al Padre Guardián. ¿Qué quiere usted que le diga?

-¡Nada! que digan pronto misa, que voy a oírla.

Y sin esperar más respuesta se marchó a la iglesia.

Poco después se le veía orando en el templo con fervor extraordinario, derramando abundantes lágrimas ante la Virgen del Buen Viaje.

De todo esto fue informado el Superior del convento, el cual mandó al portero que estuviera á la vista de aquel hombre misterioso, y antes de irse lo invitase á tomar el desayuno, haciéndole entrar en el monasterio.

Así se efectuó; se le dio de almorzar, se le convidó a dar un paseo por entre los árboles de la huerta, y allí obligado mi hombre por las preguntas y ruegos de los religiosos sentados bajo un frondoso emparrado, nos contó su historia.

Niñas de la playa, que tenéis a vuestros padres expuestos a las inclemencias y peligros del turbulento mar, donde buscan entre rudos afanes el alimento para vosotras; si queréis saber cómo podéis ayudar a vuestros padres en lances apurados, escuchad la historia del pobre pescador, que nos la refirió de este modo:
 
A mí, Padres, me llaman el tío Lucas; para servir a Dios y a ustedes; soy un hombre pobre, pero cristiano y honrado, aunque no está bien que yo lo diga. Pertenezco a la gente de mar; soy de oficio pescador, y con él me busco la vida y el pan para mis hijos. Tengo un muchacho que me ayuda en las faenas, y una niña mocita, que es un ángel. Ella me encarga siempre, que cuando pase con la barca por delante de este convento, le rece una salve a la Virgen del Buen Viaje, para que me lo depare feliz, volviéndome a mi casa sano y salvo. Ella misma me hizo con sus manos este escapulario, al cual debo la vida -y al decir esto sacó el tío Lucas de su pecho un escapulario de la Virgen del Carmen y lo besó, derramando dos gruesas lágrimas, que se enjugó con el revés de la mano, y luego continuó.


Yo lo hago todo como ella me lo dice, porque es un ángel; y al pasar por ahí delante, por la barra, el día del ciclón que hundió en los abismos al Reina Regente... -¿se acuerdan ustedes?- pues aquel día recé dos salves, porque vi venir la cosa mala. Me lo daba el corazón, como anunciándome el peligro que me esperaba. Pasé la barra y me colé mar adentro, a pesar de las olas, que jugaban con mi barca.

Unos cuantos compañeros se volvieron atrás y me hicieron señas para que volviera proa a tierra. Yo me la eché de valiente y no quise volver, creyendo que aquello sería un chubasco que pasaría pronto, como otras veces, pero... ¿a qué cansar a ustedes? abreviaré. No había dejado aún atrás el bajo de Sal-Medina, cuando comprendí mi locura y quise retroceder, mas ya era tarde. Sentí rugir sobre mi cabeza un huracán que arrastraba en pos de sí montañas de agua.

Era el vendaval tan horrible, que por dos veces levantó la barca de su lecho de espumas: las olas, amontonadas con el ímpetu del ciclón nos subían a lo alto descubriéndonos las profundidades del mar, contra cuyas rocas amenazaban estrellarnos. Los diablos del infierno parece que se entretenían en remover las aguas, en agitar las olas y en jugar a la pelota con la navecilla. Esta comenzó a hacer agua en medio de aquel espantoso remolino, en el que descendíamos a profundas hondonadas, desde las cuales veíamos con pavor la altura desmesurada de las olas, prontas a caer sobre nosotros y sepultarnos en el fondo del abismo.

Un golpe de mar horrible abrió brecha a babor, hundiendo la barca por el costado opuesto, y al terrible vaivén, caen al agua dos compañeros. No quiero acordarme del grito angustioso, débil y sofocado por el mugir de las olas que exhalaron, porque aquel grito me partió el corazón y me heló la sangre en las venas. No sabia si atender a ellos, a mi hijo medio muerto de espanto, o a la barca, que ya se iba sumergiendo.
 
Comprendí que el peligro era inminente, que no había remedio posible, y empecé a quitarme la ropa. Cuando me vi el escapulario de la Virgen del Carmen en el pecho, este mismo, Padres, este mismo que ven ustedes aquí, (decía esto el tío Lucas mostrando la estampa en la mano, las lágrimas en los ojos y la emoción en el semblante), cuando me lo vi, dije: ¡Madrecita mía, sálvanos, que perecemos!
 
Y para que no se me perdiera nadando, me lo metí por debajo del brazo cruzado al pecho a manera de banda. En esto noté que me faltaba apoyo bajo los pies; porque la barca se hundía, abierta en dos mitades. Me abracé a una de ellas, y por un momento sentí que bajaba y que subía vertiginosamente entre angustias indecibles, hasta que al fin perdí el sentido y no se lo que de mí fue, ni que más pasó.

Cuando volví en mi acuerdo, ¿lo creerán ustedes? estaba en el convento de Regla, acostado en una cama, donde me cuidaban aquellos santos religiosos con el cariño de una madre. ¿Cómo llegué allí?

¿Por qué camino fui? ¿Quién me llevó? ¡No lo sé. Lo que sí sé es que mi salvamento fue milagroso y que debí ser arrojado a la playa por la fuerza misma del oleaje, puesto que allí me encontraron abrazado a un trozo de mi barca. ¡Pero qué milagro! El cordón del escapulario se había enganchado y enredado fuertemente a uno de los clavos que en el madero había, de tal modo, que sin herirme sostenía mi cabeza flotando sobre las aguas; a esto debí el no haberme ahogado y el haber salido a la playa a pesar de hallarme sin sentido.
 
¿Cómo no se rompió éste frágil cordón? ¿Quién lo enganchó en aquél clavo? ¿Quién me sostuvo a flote? ¿Quién hizo de aquella tabla almohada para mi cabeza?... ¡La Virgen Santísima! ¡Ella quiso salvarme, y nada más!

¡Ella fue quién me libró de la muerte y de la voracidad de los peces; la que, por caminos para mí desconocidos, me llevó a su convento de Regla!

Entre tanto mi niña lloraba sin consuelo, creyéndose huérfana para siempre. Los días que estuvo sin saber de mí, fueron para ella de una angustia mortal. En el silencio de la noche, en medio de la lluvia o al pálido fulgor de las estrellas, salía de casa, e impulsada por el dolor, se acercaba a la playa a ver si divisaba mi barquilla o la de algún compañero que noticias de mí le diera; y al encontrarse allí sola con un mar embravecido que amenazaba tragarse la tierra, rompía a llorar sin consuelo. A veces el deseo le hacia confundir el hirviente espumaje de las olas con las velas de mi falucho, y entonces gritaba con angustia: ¡Padre! ¡Padre! y el ruido despiadado de las ondas sofocaba aquel grito amoroso de angustia y de dolor.

Yerta de espanto vuelve a casa, y allí el sueño huía de sus ojos, como si se complaciera en atormentarla; mas al fin cayó rendida bajo el peso del dolor en el letargo de la pesadilla. Durmiendo y llorando, y más llorando que durmiendo, estaba mi niña, cuando soñó que la Virgen del Buen Viaje, acompañada de San Francisco de Asís, se acercaba a ella, la miraba con cariño, y le decía: No llores más, hija mía, que yo te restituiré a tu padre; ya está salvo en la casa de este mi siervo... (y era verdad, que entonces ya estaba yo a salvo en el convento de Chipiona).

- Pues si es así, Madre mía, replicó ella, la primera cesta de pescado que mi padre saque del mar se la ofrezco a San Francisco, y aquel día iremos a tu templo, oiremos una misa en el altar, y te dejaremos allí una vela encendida, símbolo de nuestra gratitud y de nuestro amor.

Y... ¡ya no digo más! Ayer fue la vez primera que salí de nuevo al mar, y hoy he venido aquí a cumplir la promesa de mi hija; y ahora, con permiso de ustedes, me retiro, que ella me estará esperando allá afuera. Y con esto dio el tío Lucas fin a su relato.


Pescadores atrevidos, que liados en las frágiles tablas de un barquichuelo, con los remos y las redes os lanzáis al mar, buscando el sustento de vuestras familias; si queréis saber dónde tenéis un refugio en día de tempestad, acudir a la Virgen, llevad su escapulario al pecho, y rezadle una Salve al comenzar vuestra faena.

Niñas de la playa, que tenéis a vuestros padres expuestos a las inclemencias y peligros de un mar turbulento y agitado, donde buscan, entre rudas faenas, el alimento para vosotras; si queréis que vuelvan libres a vuestro hogar, pedid por ellos a la Virgen y no los dejéis marchar a la mar sin que lleven pendiente al cuello el escapulario de María.



0 comentarios:

Publicar un comentario

SÍGUEME EN FACEBOOK