UN MAL AMIGO NOS DAÑA MAS QUE A LA MIES LA CIZAÑA, LEYENDA PIADOSA


Un mal amigo nos daña,
más que a la mies la cizaña.
 
Me hallaba reclinado en el departamento de un coche de segunda, con la mente llena de tristes pensamientos, el corazón oprimido y los ojos a punto de manar lagrimas. Con la confianza que dan la soledad y el ruido de un tren en marcha, repetía claramente algunas palabras de las que oí en la amarga despedida que tanto me habían impresionado; y tan ensimismado iba repitiendo aquellas palabras, que no reparé en que el tren se paraba, la portezuela se abría, y un joven de apuesto ademán tomaba asiento frente a mí.

Me saludó cortésmente, como si quisiera preguntarme a donde me encaminaba, y yo correspondí a su saludo con una inclinación de cabeza que quería expresar estos versos de Lope de Vega:


A mis soledades voy,
de mis soledades vengo,
porque para andar conmigo,
me bastan mis pensamientos.


El, no obstante, con una sonrisa que parecía mezcla de felicidad y remordimiento, me miró y me dijo:

- ¿Qué significa este traje y este báculo?

- Soy pastor de almas, le contesté; he apacentado largo tiempo un rebañito que tengo tras de esas montañas, no lejos de las cumbres de Mariola, y voy a buscar otras ovejas que tengo en distintas regiones.

- Pues el báculo -repuso él- y ese traje con capucha son más propios de un peregrino, que de un pastor.

- También soy peregrino, y lo he sido siempre, y lo seré hasta que me muera; pero juntamente soy floricultor o botánico, y en mis peregrinaciones me ocupo en herborizar, es decir, en buscar por los valles y por los montes, en las vertientes y en los pantanos, flores delicadas y plantas olorosas, cuya virtud y propiedades el mundo necio no conoce. Si puedo trasplantarlas a mis jardines, (que son los jardines de mi Señor,) allá las llevo gozoso; y si no, las cultivo donde las encuentro, las defiendo del follaje que las cerca y allí las dejo, exhalando su fragancia en presencia de Dios que las ha criado.

-Y esos jardines de que usted me habla, ¿dónde están?

-¡Ay! los tengo en las orillas del claro Genil y del famoso Durro, allá en la antigua ciudad de las mil torres: los tengo en las márgenes oliveras del caudaloso Betis; en las extendidas vegas del Segura y Guadalhorce; hasta en las riberas del humilde Cardoner, cerca de la Cueva de San Ignacio, y no lejos de Monserrat, hay jardines con flores plantadas por mi mano. El acordarme de ellas me es tan grato, como le es al avariento recordar el sitio donde tiene seguro su tesoro; pero el acordarme de las flores y plantas que no están en esos jardines, me causa un temor semejante al que experimenta el avaro, cuando recuerda el lugar donde tiene su dinero mal seguro.

Tal vez usted, mi buen compañero, no entienda este leguaje, per0 no importa, ellas lo entenderán, yo haré llegar a sus oídos esta conversación, aunque me cueste mucho; y me daré por bien recompensado, si logro arrancar una sonrisa de sus labios, un latido vehemente de sus corazones y un suspiro amoroso de sus pechos; pero suspiro que se eleve hacia el cielo, suspiro que agrade al Corazón de Jesús, para quien yo vivo, y para quien viven esas almas, flores de este árido desierto que llamamos mundo.


Durante la conversación, el rostro de mi compañero se había inmutado, los rayos de felicidad habían desaparecido de sus labios, y se notaban en su semblante las huellas del remordimiento. Sentí deseos de saber las desgracias de mi prójimo para remediarlas, y hasta le indiqué que me dijera la causa de su visible mudanza, pero se excusó con el poco interés de su historia, la cual me dijo que se reducía a la secreta lucha de sus pasiones. Le insté a que me la contara, puesto que, contra lo que yo creí, había él entendido mi lenguaje y después de un momento de suspensión y de silencio, entre los vaivenes y el ruido de los coches, me habló de esta manera.

- «No puedo empezar mi historia sin rubor; la paz que refleja su frente a pesar de la tristeza que la cubre, y las palabras que acabo de oírle, hacen que me avergüence de la agitación de mi alma, y del desorden de mi vida.

Yo fui en otro tiempo una de esas flores de que usted acaba de hablarme; me crié rodeado de almas inocentes, vigilado por una madre tan amorosa como cristiana, y mi infancia y mi juventud fueron envidiables. Recuerdo, como si fuera ayer, el día de mi primera comunión, que fue por cierto el más hermoso de mi vida.

Aquel día sentí que la fe se apoderó de mi alma, que mi corazón se había puesto en comunicación directa con Dios, a quien tiernamente amaba sobre todas las cosas. Vi abrirse ante mis ojos un camino hermosísimo, tan hermoso como desconocido; yo presentía que era aquél el camino de la santidad, y ardía en deseos de lanzarme por él. Me di a una vida de oración y de retiro, impropia de mis cortos años, los libros devotos no me satisfacían ni para leer ni para rezar, y dejándolos en el suelo, pasaba horas enteras arrodillado, orando con fervor, derramando lágrimas de gozo, y con mis lágrimas vertía también mi alma en presencia del Eterno, consagrándole mi vida.

Pedí y obtuve ingresar en el Seminario de "..." donde pasaba los días entre delicias inefables. El estudio me era fácil, y el tiempo que me sobraba lo invertía en la oración. Comulgaba los domingos y a veces tres y cuatro días seguidos, y en las comuniones sentía que la gracia circulaba por mis venas, mezclada con la sangre, y que Jesucristo palpitaba en mi pecho, llenando con su divinidad mi ser todo entero.

Yo me abrasaba en transportes de amor divino: no dormía ni necesitaba el sueño; apenas comía y andaba casi sin sentir el peso de mi cuerpo: llevaba cilicios a raíz de la carne, y sus crueles punzadas me producían una sensación agradable y placentera.

Era bueno sin pensarlo, y edificante sin pretenderlo ni esforzarme para nada.


Así pasaron algunos años, que han quedado impresos en mi mente de manera de fugitivo sueño; y creo que sus consuelos y bienandanza no sería inferior a la del paraíso terrestre. Entonces para mí todo era tranquilo y todo risueño. A todas horas veía ante mis ojos el cielo abierto; la Purísima y los ángeles me sonreían en todas partes, con más cariño que mi madre y hermanitos en días de vacaciones.

Entonces veía las cosas de otro modo: la tierra era para mi una estación de espera, donde aguardaba el tren que había de llevarme a mi patria, que para mí era el cielo. Y como cuando uno es feliz es también amable y alegre, yo lo era tanto que arrastraba en pos de mi los corazones. Sacrificarme por Dios eran mis deseos, sin pretender por ello otro galardón ni recompensa más que su amor. Yo nadaba en delicias, y mis alegrías no tenían limites en aquellos tiempos de fe. ¡Cuán diferente soy ahora!

El fastidio llena de amargura mis días; el tedio me mata, los remordimientos me persiguen y los pesares me devoran, desde que perdí la fe, ó desde que perdí la gracia, que la fe no la he perdido del todo, por más que lo he procurado.

Unas vacaciones salí del Seminario, y no he vuelto más: me arrastraron... y comencé a correr el camino de las diversiones y placeres, sin haber uno por criminal que sea, que yo no lo haya gustado.

¿Qué me queda por ver ni por disfrutar en el mundo? y mientras más veo y más gozo, más fastidio y más sed de placeres devoran mi corazón. Cuando he logrado llenar el abismo de un día, me pregunto con horror con qué llenaré el del siguiente...

Desprecio a la humanidad, maldigo mi suerte y quisiera esconderme mil estadios bajo tierra, para no sufrir lo que sufro. Algunas noches se apodera de mí el insomnio, y con él un pesar horrible y espantoso, mezcla de tristezas, de remordimientos y de hastío de la vida, la que hubiera dejado ya, si no me quedara un resto de fe en el fondo del alma. Y ese pesar rebosa de amargura, cuando cuatro brutos y cuatro malvados, que se me venden por amigos, me dicen que soy feliz, porque con mis riquezas puedo proporcionarme todos los placeres y satisfacer todos mis deseos,»

Al llegar a este punto de su triste historia, mi interlocutor estaba visiblemente emocionado; se llevaba la mano a la frente como para aquietar las negras ideas que bullían en su cabeza; y cuando iba a continuar su relato, el tren disminuyó la marcha y él se dispuso a bajar, a tiempo que yo le decía:

- Horrible transformación ha sido la de usted en sólo veinte o veinticinco años que contará ¿Quién le ha transformado? ¿Cuál ha sido la causa? Y él me contestó, saltando en tierra.

-Un mal amigo... una mala compañía!

Entonces recordé la máxima con que encabecé este relato, y me propuse escribirla, para enseñanza de mis lectores, e instrucción de mis ovejas, pues, como dejo indicado, soy, aunque indigno, Pastor de almas.

¡Alerta, pues, con las malas compañías! porque es harto sabido que un mal amigo nos daña más que a la mies la cizaña.



 

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