LA VENGANZA


Hace ya veinte años que pasó, y lo recuerdo todo como si fuera ayer.

Elisa, la simpática Elisa, último vástago de una familia noble y piadosa, seguía obrando el bien con la misma constancia y el mismo placer que todos sus antepasados. Perdió a su madre cuando aun no contaba cinco años, y la pobre se crió solita al lado de su buen padre, que cuidaba de ella con el vigilante esmero con que cultiva el jardinero una planta querida, objeto de su cariño.

Por dichoso cual ninguno se hubiera tenido don Ricardo, (que así se llamaba su padre) si hubiera logrado hallar para ella un marido virtuoso que la hiciera feliz, tratándola con afectuosos desvelos; pero nadie se atrevía a pedir su mano, porque tenía Elisa la desgracia de inspirar un amor ciego y apasionado a Mascarita, hombre impío, bebedor habitual, pendenciero y blasfemo como él sólo. Tres veces había pedido Mascarita a Elisa por esposa y otras tantas había suplicado ella a su padre, con los ojos llenos de lágrimas, que no la entregara en manos de aquel revolucionario, cuya sola mirada la hacía estremecer de miedo.


D. Ricardo cedió fácilmente a los ruegos de su hija, porque no quería confiar la suerte de aquel pedazo de su corazón a un monstruo que llevaba pintadas en su frente señales de reprobación; mas esta negativa hirió el orgullo de Mascarita, y contribuyó grandemente a exasperar su pasión, por lo cual determinó apoderarse de su presa, sirviéndose de todos los medios que le proporcionaba su perversidad.

Ansiosa Elisa de sustraerse no sólo al amor, sino también a las miradas de aquel hombre que continuamente la acechaba, se resolvió a entrar en un convento. Muchas lágrimas costó al padre la resolución de su hija, pero tuvo que resignarse ante el horrible dilema que le hacía Mascarita de casarse con ella, o hacerla pedazos para echárselos a su perro.

El día de la Virgen de Agosto ingresó en el convento, y desde entonces tocios los días visitaba D. Ricardo la iglesia para oír, lleno de gozo y derramando dulces lágrimas, la voz vibrante y sonora de Elisa, que cantaba, al son del órgano con tanta melodia como canta el jilguero entre las flores, con tanta suavidad como cantan las vírgenes en el Cielo el himno de los conciertos angélicos.

Tanto corno gozaba el cristiano pudre, oyendo la voz de su hija, otro tanto rabiaba el impío Mascarita cada vez que pasaba por las puertas del convento, desde donde llenaba de insultos, injurias y amenazas a las in0centes religiosas. Su odio a la Religión y su atrevimiento llegó hasta el extremo de meter por el torno un anónimo que entre compases, escuadras y signos masónicos, decía: Holgazanas.·. bribonas.·. zorras.·. ya me lo pagaréis.·.
 
Cuando llegó a noticias de Elisa lo que el anónimo decía ella so rió y redobló sus cantares a la manera que lo hace el pajarillo cuando se ve libre de los lazos del cazador.


Hace ya más de veinte años que oía yo su armoniosa voz, y la recuerdo como si fuera ayer.

Cincuenta días después de haber entrado Elisa en el convento, estallaba la revolución setembrina, fraguada en los antros de la masonería. Topete la inició a bordo de la fragata Zaragoza en la bahía de Cádiz, la secundó la guarnición de Sevilla al mando del General Izquierdo, y se pusieron al frente de ella Serrano y Prim, a quienes ya Dios ha juzgado. El resultado de todo fue el destronamiento de Isabel II, el desquiciamiento del orden Social y una terrible persecución contra la Iglesia de Cristo.

Por de pronto, todas las poblaciones formaron juntas revolucionarias encargadas de cometer atropellos y barbaridades sin número; y la de... S...  se aventajó con mucho a todas las demás. Basta con decir que Mascarita figuraba en ella y no en el postrer lugar, y que los demás individuos todos eran conocidos por su ideas impías e irreligiosas.
 
En vez de dedicarse como era natural a los asuntos políticos, la citada junta se dedicó con persistencia diabólica a los asuntos religiosos. Los curas, las monjas y las iglesias fueron el objeto preferente de la saña y del odio de Mascarita, propulsor y atizador de todos los acuerdos. Cincuenta templos mandaron cerrar en la popul0sa S...; suprimieron parroquias, arrancaron de las calles las cruces e imágenes sagradas, y derribaron iglesias monumentales para convertirlas en tabernas, clubs o casas de vencindad.

Pero el objeto preferente de la venganza de Mascarita fue el convento que encerraba a la desdeñosa Elisa.

A los tres días de constituida la junta, recabó él de su compañeros la orden para el derribo del convento, la cual comunicó inmediatamente a las religiosas, para que lo desalojaran en el término de veinticuatro horas. Otra orden fue enviada a un convento cercano para que por fuerza admitieran en aquella bóveda otras cuantas lechuzas más; (así decía el grosero papel) y ambas órdenes fueron entregadas ya muy entrada la noche. El desconsuelo de las dos comunidades, al leerlas, no es para contarlo y por eso renunciamos a describirlo. Sólo diré que aquella noche fue noche horrible.

Más de veinte años hace que pasó, y la recuerdo como si fuera ayer. ¡Tan honda impresión causó en mi alma!

A las doce de la noche la plazuela del convento estaba llena de curiosos, y yo entre ellos. Se oyó a lo lejos el sordo ruido de carruajes que venían llenos y escoltados por voluntarios federales, más o menos borrachos; eran los que habían de conducir a las monjas a otro convento, porque así lo disponía la junta revolucionaria en nombre de la libertad, o mejor diré, porque así lo dispuso la ira y el despecho de Mascarita. Este miró su reloj que marcaba las doce y cinco minutos; y dando un puntapié descomunal a la puerta del convento, gritó:

¡Ciudadanas! como dentro de cinco minutos no esté abierta esta puerta, la derribaremos por fuerza.

Un sollozo desgarrador acompañado de mil gemidos lastimeros contestó al malvado. Las religiosas esperaban juntas en el coro la hora de la partida, y postradas por última vez ante los altares, se despedían de aquellas imágenes queridas.
 
- Adiós, nido de mis amores decía una -¿Cuánto más dulce me sería sufrir la muerte, que salir de tu sagrado recinto?...

- ¡Ay Dios mío! -clamaba otra- Por qué nos persigue el mundo? ¿Porqué ha jurado sacarnos de aquí y derribar nuestro santuario, sin dejar en él piedra sobre piedra? ¿Qué le hemos hecho al mundo? ¿No oramos todos los días para que Dios derrame sobre él sus bendiciones? ¿No se respetan ya en el mundo a las esposas castas? Pues, esposas somos del Cordero, ¿por qué no se nos respeta a nosotras que a nadie hacemos mal?


Y otra decía:
 
- ¡Adiós, soledad querida, que no volveré a pisar más! Adiós, celda solitaria, testigo de mi dicha durante largos años: Adiós! Y tú, claustro silencioso, nido de cándidas palomas, adiós! Adiós, mansión santa, morada de dulcísimos recuerdos; ¿es posible que para nosotras estuviera guardado el ver destruido este santuario de las vírgenes del Señor? ¡Ay! desventuradas de nosotras! ¿Qué hicimos, Dios mío, para merecer así el odio de la revolución? ¿Es acaso algún crimen aspirar a vivir olvidada de los hombres? ¿Pues, qué tempestad es esta que viene tan a deshora a convertir en ruina las moradas de la quietud y el silencio?

Viendo que se tardaban, mandó Mascarita a la fuerza armada que derribara la puerta; y los golpes de la piqueta y del hacha vinieron a aumentar los gritos y el llanto de las religiosas que se acercaban hacia a ella.
 
- ¡Ya vienen! ¡ya vienen! murmuraron los curiosos al oírlas; y vieron al mismo tiempo que la puerta caía al suelo sacada de sus quicios. La escena que allí tuvo lugar era digna de ponerse en grabados para vergüenza y afrenta eterna de la revolución.

Dos largas filas de mujeres de todas edades, cubiertas con velos negros sobre sus hábitos pardos, cada una con una vela en la mano y un crucifijo en la otra. Al frente de ellas se veía una de majestuosa estatura, con un báculo en la mano, como si fuera la pastora de aquel rebaño.
 
- ¡Hijas mías, -dijo, haciendo un esfuerzo para serenarse-hijas mías, vamos pronto! Tal vez esto señores son inocentes como nosotras, y obedecen con grande pena a órdenes superiores; salgamos, hijas mías, y no los molestemos más.

Con estas palabras se captó la Abadesa la benevolencia de todos los que la oyeron, y corrió por entre la multitud un rumor de aprobación.
 
- ¡Ciudadana! -gritó una voz- esas palabras revelan un corazón inocente y sufrido, digno de mejor suerte que la de esta noche.
 
Al oír las monjas tales palabras en elogio de su Abadesa, los sollozos entrecortados y el llanto comprimido estallaron de nuevo.

- ¡Vamos, hijas mías! volvió a decir la Prelada, empujando suavemente hacia la puerta a la anciana que tenía al lado.

La religiosa se puso de rodillas y, antes de salir, besó con dolor aquellos umbrales que había prometido no volver a pasar más, ni viva ni muerta. Las demás imitaron su ejemplo, y todas tristes y llorosas se fueron acomodando en los coches. La última que salió fue la Abadesa, que con el corazón partido de pena entregó la llave del convento al soldado que estaba más cerca, diciéndole: Tome usted, y que se cumpla sobre esta casa la voluntad santa de Dios.

¡Oh, qué voz aquélla! Más de veinte años hace que la oí, y la recuerdo como si fuera ayer.

El miliciano, joven de buen corazón, estaba enternecido, y se le cayó la llave de las manos, mientras decía con voz azorada y en su lengua natal: Señora, yo no sirvo pá esto; lo que se ha hecho con ustedes, es una indignidá.
 
Mascarita, que se había desencajado los ojos, buscando a Elisa, preguntó a la Prelada:
 
- ¿Han salido todas?

- Todas.

- ¿Y Elisa?

- Apenas se recibió ayer la orden, las novicias marcharon a sus casas; y Sor Elisa era novicia.

Mascarita dio una patada en el suelo y soltó una blasfemia satánica que no derribó de espaldas a la santa religiosa, porque no la entendió:
 
- ¡Maldita sea mi suerte! -añadió- Derribé el nido y se me fue la pájara. ¡Mal rayo la parta!

Los coches se pusieron en camino, y pocos minuto después llegaban las religiosas al otro convento.

Toda la comunidad con su Priora al frente salió a recibir a las pobres desterradas, a la puerta del claustro, donde las esperaban con los brazos abiertos.

Las infelices se arrojaron a ellos, y allí, sobre aquellos corazones hermanos, dejaron correr libremente las lágrimas del dolor y el llanto de la gratitud.

Cuando entró la última, se cerró apresuradamente la puerta del claustro hospitalario, y los conductores quedaron poseídos de un respeto y temor involuntario.

Dentro quedaban las lágrimas que Dios bendice, el infortunio que Dios consuela, el sufrímiento que Dios premia, la caridad y la religión que ennoblecen al hombre; y fuera quedaban la irreligión, el egoísmo que envilece y degrada, la impiedad que escandaliza, la tiranía que atormenta y la maldad que Dios castiga.

El castigo del impío Mascarita no se hizo esperar.

Apenas salieron de su convento las religiosas, asomó la cabeza por el estrecho y larguísimo claustro que la vista descubría, y sonrió con la forzada y amarga sonrisa de un condenado. El fue el primero en violar aquel sagrado recinto, entrando en él apresuradamente.

Apenas había dado quince pasos por el obscuro tránsito y sintió miedo en el corazón; anduvo otros quince y vislumbró una claridad dudosa que salía al parecer de una puertecilla entreabierta. Se dirigió allá Mascarita, se quedó inmóvil, al encontrarse con una imagen de la Madre de los Dolores, en ademán de quererse limpiar las lagrimas con un pañuelo.

Aquel semblante tan triste y aquella cara tan dolorida fue una muda reprensión para el impío, que sintió vergüenza en el rostro, y temblor en todo su cuerpo, porque le pareció que la devota imagen le decía:
 
« Malvado, tú eres la causa de mi dolor! ¿Qué has hecho de mis hijas?»
 
Apartó, confundido, la vista de aquella imagen, y al dar media vuelta, tropezaron sus ojos con un fondo negro en el cual se destacaba una blanca calavera sostenida entre dos huesos, bajo los cuales se leían estos versos:

Mortal, mira y considera
con atención cúal estoy:
Lo que tu eres, yo era...
¡Tu serás lo que yo soy!

El temblor de Mascarita subió de punto, al leer la fatídica redondilla coronada por aquella calavera, lúgubre trofeo de la muerte; pensó que ésta le iba a echar encima sus brazos descarnados, y huyó como un niño, sin saber por dónde. Al comenzar su carrera dió con la frente en una esquina del claustro que había profanado, y cayó al suelo herido y helado de espanto. ¡Oh, cuán horrible estaba aquel hombre! Veinte años hace que lo vi y lo recuerdo como si fuera ayer.

Al día siguiente envolvía una nube de polvo el convento y las casas vecinas. La piqueta demoledora de aquellos bárbaros del siglo XIX derribaba aquel magnífico edificio, objeto de la venganza. Mascarita quiso tener el horrible placer de ver desplomarse la bóveda de la iglesia, y a la hora señalada apareció entre los escombros del templo, con la frente vendada. Ansioso miraba con el reloj en la mano, para contar los segundos que la inmensa mole emplearía en su caída; y al efectuarse ésta, arrastró tras de sí toda la bóveda del templo que enterró al impío entre sus gigantescas ruinas.

Allí espiró el desgraciado Mascarita.

Cuando las monjas supieron esta desgracia, rogaron por el alma de su perseguidor, y cantaron en el coro aquel salmo que comienza así:
 
"Dios de las venganzas es el Señor ..."
¿Y Elisa y su padre?

No puedo dar razón de ellos, porque no los he vuelto a ver. En aquel mismo año de la revolución comencé mi vida de peregrino, y salí de mi patria cuando el referido convento estaba a medio derribar.

Veinte años después he pasado por allí, y he visto con asombro que la superficie del convento está hecha una plaza solitaria, que lleva por nombre este sarcasmo: Plaza del Progreso. Mas observé que debajo de ese letrero estaba escrito con letra de lápiz muy pequeña, este otro que encierra toda la verdad: Masónico.


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