Santísimo Arcángel Gabriel:
Tú, que anunciaste a nuestra Madre
el glorioso nacimiento de Cristo
y la llenaste con la bendición divina,
te ruego de acuerdo a la voluntad de Dios
y en el nombre de Jesucristo,
la bendición para todas las mujeres
que con pureza de alma desean un hijo,
para que llegue a ser el bien en el mundo.
Te pido una bendición especial para:…………..
Y para el ser que crece (o crecerá) en su seno,
te ruego tu asistencia directa
y el apoyo de todos tus Ángeles
mientras forman su cuerpo,
para que sea sano
y lleno de todas las cualidades requeridas
para sembrar el amor y evitar el dolor
con una vida activa en este mundo físico.
Llénalos con tu luz de pureza sin igual,
para que con tu iluminación divina
se eleve nuestra consciencia y manifestemos
solo amor hacia toda la humanidad,
para que tus Ángeles puedan estructurar
un mundo armonioso y lleno de felicidad.
Amén.
La Anunciación del Verbo Encarnado
En San Lucas, capítulo primero, se lee: en el sexto mes, –el sexto mes del embarazo de Isabel– fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret a una virgen desposada con un varón de nombre José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. Conviene recordar el esplendor del anuncio a Zacarías, que precede a esta escena.
El evangelista ordena con cuidado los contrastes, de modo que una mirada prevenida lo nota hasta en los detalles. Cuanto más grandes son las realidades evangélicas, Dios las dispone más humildemente. Nazaret es un pueblo muy mediocre, al que no se le nombra ni una sola vez en la Biblia, ni en Josefo, ni en el Talmud. Es un lugar menospreciado. Natanael exclamará: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (Io 1,46). Las casas son como cuevas, excavadas en la roca, húmedas y mal iluminadas. Mariam, en arameo, y no Myrian, que es el nombre hebreo, significa, seguramente, la Señora, la Princesa. La denominación de «Nuestra Señora» sería, pues, la más conforme con la propia etimología. Nombre maravilloso, pero al mismo tiempo un nombre que estaba muy difundido, como también el de Jesús. Nada de extraordinario en apariencia.
El misterio queda a plena luz natural y (el ángel) presentándose a ella le dijo: «Salve, llena de gracia, el Señor es contigo».
Ella se turbó al oír estas palabras, y discurría qué podría significar aquella salutación. La denominación llena de gracia se le da como nombre; es un nombre insólito. Estos son, señalaba Orígenes, «términos nuevos que yo no he podido encontrar en toda la Sagrada Escritura», El sentido inmediato es: «Objeto de todas las complacencias» (Erasmo traduce gratiosa, lo que es adecuado, excepto que omite la nota superlativa).
El nombre, en el lenguaje sacro, tiene siempre un significado intencional y profundo: expresa lo que es la persona. Cuando se sustituye el nombre como en este caso, hay que estar muy atento. La turbación de María viene de este asombroso saludo, como especifica el evangelista. Ella no había reflexionado nunca sobre sí misma, y se asombra al conocer la gracia, el favor que goza ante Dios. Ella tiene más profundo que ningún santo del Antiguo Testamento el sentido de la grandeza de Dios, la emoción sagrada que era tan fuerte en ellos.
Entendemos también la gracia, de la que María está llena, como gracia santificante, porque sabemos que el favor de Dios hacia un alma es seguido de un efecto en ese alma, que es transformada por la acción complaciente de Dios. María tiene la gracia en su plenitud. Una plenitud que será susceptible de crecimiento, porque Dios aumentará la capacidad de recibir. Las otras indicaciones que el Evangelio nos proporciona sobre la actitud personal de María, van en el sentido de este primer anuncio, el más solemne de todos, que se nos da aquí para reconocer en María la digna Madre de Cristo.
El ángel le dijo: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios y concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin».
Aquí el ángel llama a María por su nombre de un modo familiar, que tranquiliza y da confianza. El ángel calma su turbación y le repite que está en gracia.
Sigue un grupo de profecías, sobre las que seguramente María había meditado mucho, y que Gabriel le dice que se realizarán en ella. La más importante era la misteriosa profecía del Emmanuel, que el arcángel le aplica textualmente: «He aquí que la Virgen grávida está dando a luz un hijo y le llama Emmanuel» (Is 7,14).
Se ve que sólo el nombre está cambiado. Emmanuel quiere decir Dios con nosotros, y Jesús, Dios salva: esta expresión indica aún más.
La realización supera a la promesa. Se reconoce después un conjunto de reminiscencias mesiánicas. «Nos ha nacido un niño, y un hijo nos ha sido dado... Grande es su reino, y su paz no tendrá fin; reinará sobre el trono de David y sobre su reino... desde ahora y para siempre jamás» (Is 9,5-6).
Este nombre de Hijo del Altísimo, como se le llamará, indica su naturaleza con toda verdad, porque tiene ese sentido particular que Jesús reivindicará y que se anuncia en el salmo segundo: «Tú eres mi hijo, hoy yo te he engendrado». Dijo María al ángel: «¿Cómo podrá ser esto?, pues yo no conozco varón».
El ángel le contestó y dijo: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por esto el hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios. E Isabel, tu parienta, también ha concebido un hijo en su vejez, y éste es ya el mes sexto de la que era estéril, porque nada hay imposible para Dios.
Dijo María: «He aquí a la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra». La pregunta de María no proviene de una duda; por eso el ángel, que no había admitido la de Zacarías y que había castigado a este anciano por su incredulidad, contesta a su pregunta.
María solicita una luz a la que tiene derecho. Sin duda, su espíritu no alcanzaba todavía la idea de una generación extraordinaria; el Mesías habría podido nacer como cualquier hombre. La pregunta que hace es de una enorme importancia para nosotros, y es ininteligible sin este supuesto: María ha decidido permanecer virgen. ¿Acaso no iba a conocer a un hombre, José, su prometido, por el que podría llegar a ser madre? Puesto que ella se asombra y pregunta, es que entre ella y José se había sellado un pacto, y José había aceptado ser el custodio de su virginidad. Esto nos abre unas perspectivas asombrosas acerca de estas dos almas.
El ángel la tranquiliza. Su virginidad sirve precisamente a los designios de Dios, que es el que se la ha inspirado. Su Hijo no tendrá padre de este mundo. El poder creador de Dios va a apoderarse de ella y la va a hacer fecunda de un niño que será –el ángel lo repite con insistencia– el Hijo mismo de Dios. Esta virtud divina, esta nube que atempera para los hombres la terrible majestad de Dios, esta santidad admirable, tiene, para un alma religiosa alimentada por la Sagrada Escritura, una grandeza singular; el Dios del Sinaí va a descender a la humanidad, y lo va a hacer en silencio.
Los santos nos hablarán de la grandeza de este momento, en el que el ángel espera el consentimiento de María. Estamos en la plenitud de los tiempos. Ella pronuncia el fiat del abandono más humilde, que contiene todo lo desconocido del destino prodigioso del que ella pierde ya la noción. El evangelista no añade más que estas sencillas palabras: Y se fue de ella el ángel. «Nos gusta pensar, escribe el P. Sertillanges, en la primera adoración de María, cuando, segura de su Tesoro, se concentra ardientemente en sí misma para abrazarlo».
Pero el P. Lagrange puede también deducir: «¿Quién dudaría que esa misma tarde, si eso le era exigido por los cuidados ordinarios de la casa, no iría a buscar agua a la fuente, humildemente, olvidada de sí misma?». Tal es, en efecto, la sencillez del Evangelio.
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