Oh mi amado San Sebastián:
Tú, que tanto favor alcanzaste de Dios,
tanta fe y caridad,
que llegaste a sacrificar tu vida
por obedecer a sus deseos
y socorrer ayudando fielmente
a tus hermanos cristianos.
Ahora que vives junto
a Dios escucha las plegarias y súplicas
de los que te invocan
con gratitud, fe y devoción,
acudiendo a ti desde los campos,
pueblos y ciudades.
Glorioso mártir de Cristo,
alcánzanos de Dios que,
confesando nuestra fe,
acojamos el Reino anunciado por Jesucristo
con verdadero espíritu de penitencia
y vivamos como hijos de Dios.
Que nuestros hogares sean
verdaderos templos de amor
en donde florezca la santidad,
reinen el bienestar, la alegría y la paz.
Que en nuestro trabajo
reinen la justicia y la concordia.
Líbranos de todo egoísmo y maldad
para que, fraternalmente unidos,
vivamos en esta hermosa tierra
que Dios nos ha dado
de acuerdo con los valores del Reino:
especialmente la verdad, la justicia y el amor.
San Sebastián mártir glorioso,
lleva nuestros ruegos ante Dios
y concédenos tu especial intercesión
para que podamos obtener lo que aquí pedimos:
(Hacer tu Petición)
San Sebastián, atiende nuestras plegarias,
ayúdanos a conseguir lo que solicitamos
y danos fuerza y confianza,
para que siguiendo tu ejemplo de fe,
esperanza y caridad,
podamos alcanzar la vida eterna
que Jesús promete
a los que perseveran hasta el fin
y para que bajo la protección de María,
nuestra Madre, lleguemos a Él,
fuente de eterna felicidad.
Amén.
Martirio de San Sebastián
La siguiente composición, escrita por el poeta cubano Eugenio Florit, tiene como tema el martirio de San Sebastián, o sea el momento en que el santo, amarrado al tronco de un árbol, fue asaeteado por sus enemigos. La poesía que reproducimos es muy conocida y famosa, pero conviene que nuestros lectores la lean con atención, observando las imágenes que el poeta (poniéndolas en boca del propio San Sebastián) emplea para designar a las flechas, a quienes llama "palomitas de hierro", "pequeños querubines de alas tensas" y "tibias agujas celestiales". He aquí, según la poesía, lo que dijo San Sebastián cuando le atravesaban el cuerpo a flechazos.
Sí, venid a mis brazos, palomitas de hierro;
palomitas de hierro, a mi vientre desnudo.
Qué dolor de caricias agudas.
Sí, venid a morderme la sangre, a este pecho,
a estas piernas, a la ardiente mejilla.
Venid, que ya os recibe
el alma entre los labios.
Sí, para que tengáis nidos de carne
y semillas de huesos ateridos;
para que hundáis el pico rolo
en el haz de mis músculos.
Venid a mis ojos, que puedan ver la luz;
a rnis manos, que toquen forma imperecedera;
a mis oídos, que se abran a las aéreas músicas;
a mi boca, que guste las mieles infinitas;
a mi nariz, para el perfurme
de las eternas rosas.
Venid, sí, duros ángeles de fuego,
pequeños querubines de alas tensas.
Sí, venid a soltarme las amarras
para lanzarme al viaje sin orillas.
¡Ay! Que acero feliz, qué piadoso martirio.
¡Ay! Punta de coral, águila,
lirio de estremecidos pétalos.
Sí. Tengo para vosotras, flechas,
el corazón ardiente, pulso de anhelo,
sienes indefensas.
Venid, que está mi frente ya limpia
de metal para vuestra caricia.
Ya, qué río de tibias agujas celestiales.
Qué nieves me deslumbran el espíritu.
Venid. Una tan sola de vosotras,
palomas, para que anide dentro de mi pecho
y rne atraviese el alma con sus alas...
Señor, ya voy, por cauce de saetas.
Sólo una más, y quedaré dormido.
Este largo morir despedazado
cómo me ausenta del dolor.
Ya apenas el pico de estos buitres me lo siento.
Qué poco falta ya, Señor, para mirarte.
Y miraré con ojos que vencieron las flechas;
y escucharé tu voz con oídos eternos;
y al olor de tus rosas
me estaré como en éxtasis;
y tocaré con manos que nutrieron
estas fieras palomas;
y gustaré tus mieles con los labios del alma.
Ya voy, Señor.
¡Ay! Qué sueño de soles,
qué camino de estrellas en mi sueño.
Ya sé que llega mi última paloma...
¡Ay! ¡Ya está bien, Señor,
que te la llevo hundida
en un rincón de las entrañas!
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