EL NACIMIENTO DE UN FRANCISCANO, LEYENDA


En el pueblo de Iniesta, en el siglo XVI, existía una casa señorial en la antigua calle de Santiago, en las afueras del pueblo, qué aún ostenta, en lo que fue puerta de entrada, el escudo nobiliario perteneciente a la ilustre familia de los Espinosa. Se conoce todavía, perfectamente, el oso y el espino en uno de sus cuarteles.
 
Hoy, esta casa, está dividida en varias viviendas, que ocupan familias humildes y hace esquina a la mencionada calle. Además de varias ventanas, hay una pequeña, cerca de la puerta, junto al suelo, a modo de "lumbrera", de un gran sótano de sólida y antigua construcción. Lo más probable es que, en, los tiempos a que se refiere esta leyenda, no tuviera otro medio de luz y ventilación que esta pequeña ventana, protegida por fuertes barrotes de hierro.
 
Aunque la casa está dividida en varias viviendas su sólido y bien construido sótano ocupa toda la extensión de la casa. Es tradicional en Iniesta (y se ha comprobado por varios parciales hundimientos) que a continuación del mismo y todo lo largo de la calle de Santiago, había un estrecho viaducto subterráneo que, partiendo del sótano, llegaba hasta el final de la misma calle, donde estuvo el antiguo Convento de PP. Franciscanos.

Cuando empieza nuestra historia habitaba la prócer mansión D. Pedro de Espinosa. Hacía poco tiempo que se había casado con una virtuosa y hermosa dama de Requena. Eran felices en el breve tiempo que llevaban casados, hasta que...

Un día llegó un pliego sellado y lacrado, llevado por un correo especial, para el Caballero D. Pedro de Espinosa.
 
—Decid a la señora que si puede recibirme en sus habitaciones —dijo D. Pedro a una criada, que partió al punto a llevar el recado.
 
—Pasad, señor, que la señora os espera. Tras el saludo cordial D. Pedro se expresó así:
 
—Ved el pliego que acabo de recibir de Su Majestad Don Carlos I.
 
—¿Y qué os dice en él?
 
—Que me concede su real autorización para que le acompañe a Perpiñán, con las lanzas que pueda llevar.
 
—¿Y tan lejos habríais de marchares?
 
—Tened en cuenta que el Emperador necesita soldados y los espinosa precisan enriquecer sus blasones y sus exhaustas haciendas.
 
—Y casi en la luna de miel, ¿habríais de dejarme sola?
 
—Si no fuera preciso y conveniente no lo haría; pero... tengo que partir, sin más remedio.

La triste y acongojada D. Laura quedó sola con su servidumbre en la casa de Iniesta cuando su marido partió para Perpiñán.
 
Pasaron unos meses. D. Laura no sabía sino llorar y suspirar por el amado ausente. Pedía a Dios el pronto regreso de su esposo y que le bendijera y acompañara en tan dura empresa. Y más esperando ser madre, aumentaba su pena. "Si estuviera D. Pedro", se decía... Si al menos para cuando naciera el niño estuviera de regreso el padre... Con su marido ausente no podía, ser completa su felicidad por el nacimiento del hijo, que tanto les hubiera alegrado en otras circunstancias.
 
Doña Laura envió, una tras otra, varias cartas a su esposo, sin que tuviera contestación...
 
—Espero un niño, que deseo sea como vos...
 
—Ha nacido un varoncito... Se parece mucho a su padre y me consuelo mirándolo, porque creo que os veo a vos. No obtuvo respuesta alguna.
 
—El niño es hermoso y se cría robusto y sano. Tiene solamente en la parte izquierda del cuello un "antojo" en forma de uva, pero no le afea porque está bajo la oreja izquierda y es muy pequeño...
 
—Estoy apenadisima sin noticias vuestras... ¡Dios mío!
 
—¿Es que estaréis herido... o tal vez muerto? La joven madre lloraba viendo a su hijo crecer, y sin noticias de su marido, llegó a creer a D. Pedro muerto.

Cuatro años habían transcurrido, desde que partió de Iniesta el Hidalgo D. Pedro de Espinosa y sin noticias suyas, todos le creyeron difunto. La joven y recatada Doña Laura, se vistió de luto considerándose viuda. Tan solo salía a misa, llevando una vida retirada y casi monjil, cual correspondía a su situación y alcurnia.
 
Otro hidalgo de Iniesta, perteneciente a la familia de los Parra, joven de conducta nada edificante, al verla siempre triste y dolorida, creyéndola viuda, la observaba todos los domingos y fiestas a la entrada y salida de misa, se prendó locamente de ella. Pero Doña Laura, que solamente pensaba en D. Pedro, no dio oídos a su pretendiente.
 
—Se acordará de este desprecio —dijo el joven rechazado.

Una noche oscura y cerrada, que no se distinguían ni los dedos de la mano, el Caballero de Espinosa llegó sin previo aviso a la señorial mansión, le acompañaba, su fiel escudero el que desde niño frecuentaba la casa de los Espinosa, por ser sobrino del Vicario de Iniesta. Tanto él como su tío trataban a esta familia como propia. Con él se había educado y por eso el escudero poseía una cultura muy completa y poco frecuente en aquella época. Mas el afán de aventuras de la juventud y la gran amistad con la Ilustre familia de los Espinosa, fueron motivos suficientes para que su tío (que lo había educado y criado con esmero) le permitiera acompañar al caballero Don Pedro, como escudero, cuando partió para Perpiñán.

De regreso de este largo viaje, al entrar ambos, caballero y escudero, en la señorial mansión familiar, al abrir las puertas, lo primero que vieron fue un hermoso niño que jugaba en el portalón, acompañada de su nodriza.
 
—¡Voto al diablo! ¿De quién es ese niño.,.?
 
—¿De quién ha de ser, señor? De los señores de la casa: del difunto D. Pedro de Espinosa y de su esposa D. Laura.
 
—¡Mentís, bellaca! ¡Don Pedro de Espinosa no tiene ningún hijo! Si acaso, será de la que en mal hora desposé, de Doña Laura.
 
—No sé quién sois —dijo asustada la nodriza--; pero de seguro no conocéis a mi señora, que es la más buena y decente del mundo...
 
—¡Mala pécora, ahora veréis lo que es bueno... y veremos si os libra vuestra señora del castigo que por cómplice, sin duda, de sus infamias os espera!
 
Gritos desgarradores... Ayes de dolor... Al alboroto salieron varios criados, que huyeron despavoridos, creyendo que el señor se había vuelto loco. En esto apareció Doña Laura...
 
—Señor, reportaos! ¿Qué decís, infeliz de mi, que con ansia os esperaba?
 
—¿Me esperabais en amores con otro? Decidme: ¿De quién es ese niño?
 
—¿De quién queréis que sea? Vuestro hijo, nacido a los seis meses de vuestra marcha.
 
—¡Mentís, y vais a pagar cara vuestra osadía y traición...! Ya me avisaron en Perpiñán de vuestros devaneos.

Las ojos del hidalgo echaban chispas de fuego. Su voz bronca y violenta atronaba la casa sembrando el terror y sus labios convulsos dejaban escapar imprecaciones e insultos terribles. Doña Laura cayó desvanecida a los pies del violento esposo, que sin hacerle el menor caso, cogió a la nodriza y la estranguló.

Después tomó a su infeliz esposa, la condujo atada al sótano sujetándola fuertemente en la parte más alejada de la ventana (quizá junto al pasadizo que terminaba en el Convento de Franciscanos, donde actualmente están construyendo el barrio nuevo de Iniesta) y allí la dejó abandonada, sin volver siquiera la cabeza.
 
Al escudero le dijo: Toma ese niño, hijo del pecado, llévatelo lejos y mátalo. No quiero que quede rastro alguno de mi deshonra...
 
El escudero, lleno de espanto, cumplió en parte lo que el Caballero Espinosa le mandaba. Hizo, efectivamente, desaparecer al niño; pero en vez de matar a la inocente criatura, la llevó con el mayor sigilo al convento de Padres Franciscanos. Le explicó al Prior lo sucedido en el más riguroso secreto, el cual se comprometió bajo juramento a guardar durante toda la vida. El era, pues, aparte del escudero, el único depositario de la verdad. La tragedia terrible, ccurrida aquella noche en la morada de los Espinosa, quedó borrada (al menos en el mundo), ya que ni rastro había de nada.
 
—Ya veis, padre (dijo el escudero), que en guardar este secreto va, no solamente la honra del señor de Espinosa, sino también las dos vidas, quizá tres: del niño, la de, vos y la mía.
 
—Id tranquilo, que nadie, ni el mismo niño, sabrá por mi boca, jamás, ni lo sucedido, ni su verdadera identidad. En el Convento queda y de él, probablemente, no saldrá en su vida...
 
—¡Dichoso él, que nunca sabrá la tragedia tan grande, que su inocente persona desató en el corazón de su padre, ni las terribles venganza que ha tomado en seres inocentes.

El señor de Espinosa, metiendo en un coche cerrado a todos los criados de la casa, a los que previamente a su vengaza, habla alejado del lugar de la tragedia, dándoles una importante cantidad de dinero los despidió, dejándoles en lejanas tierras, donde nunca pudieran volver a Iniesta. Y él, desando perder de vista la casa donde se desarrollaron tan terribles acontecimientos, considerando infiel a su esposa, sin ver a nadie, sin decir a nadie una palabra, salió aquella misma noche del pueblo, para no volver nunca, tras cerrar herméticamente puerta y ventanas. Amanecía aquel terrible día, cuando partió con su escudero para Cádiz. De nadie se había despedido. ¡Nadie supo los terribles acontecimientos de aquella luctuosa noche!

En el primer barco que, zarpó para el Nuevo Continente, embarcó el Caballero Espinosa con su Escudero. A la sazón era Virrey del Perú el gran. D. Andrés Hurtado, de Mendoza. Como D. Pedro de Espinosa iba fugitivo, se alistó en las fuerzas del Virrey, su paisano. Entre aquellos esforzados héroes, cuyas proezas más parecen leyenda que Historia, el Caballero Espinosa se destacó bien pronto. No había empresa arriesgada donde él, como voluntario, no tomara parte activa y no marchara en primera línea: en vanguardia.
 
—Es un suicida —decían.
 
—Algo grave debe sucederle, para arriesgar la vida de esta forma.
 
—Parece como si buscara la muerte.
 
—Y hasta las flechas envenenadas le respetan: ni un rasguño.
 
Los días eran terribles; pero ¡ay, las noches! Cuando rendido de cansancio se disponía, a dormir, no podía conciliar el sueño. En su mente recordaba constantemente la voz suplicante de su infeliz esposa:
 
"¡Es tu hijo...! ¡Soy inocente...!"
 
Si se quedaba dormido, más en lánguido sopor que en verdadero sueño, de pronto, cualquier ruido le despertaba. Creía oír los gritos de sus víctimas, a las que él pensaba haber castigado en justicia. En el alma llevaba clavada la mirada de su mujer, que suplicante repetía:
 
"¡Soy inocente! ¡Ese niño es vuestro hijo...!"
 
Los remordimientos, la rabia, le tenían fuera de sí. ¿Qué hacer para acallar sus temores.,.?

Siempre fiel a su señor, el escudero le servia y acompañaba a todas partes. Ningún motivo tenía para desconfiar de él. Pero como era el único testigo de lo ocurrido, allá, en el lejano pueblecito conquense, sin dejar de pensar en su tragedia, empezó a dudar si habría o no obrado con justicia, al acusar a su mujer y mandar matar al niño. Tal vez... ¿quién sabe si aquel anónimo era incierto...?
 
Empezó a observar a su sirviente y la desconfianza se fue, poco a poco, adueñando de su corazón.
 
—Si el escudero contara la verdad al Virrey, ¿qué sucedería?
 
—Lo hecho ya no tiene remedio —se decía—. Ahora es necesario que nadie sepa una palabra de lo que allí pasó... Lo mejor sería inutilizarlo para que no hable. Eliminado él, todo quedará en secreto y podré vivir tranquilo.
 
Y para evitar que hablara, puesto que era el único que podía delatarle, saliendo al campo, lejos del campamento, sin que el escudero pudiera prevenirse ni defenderse, le hirió tan gravemente, que el infeliz cayó al suelo, sin dar señales de vida. Se acercó rápidamente al exánime cuerpo de su fiel servidor y tras un rápido reconocimiento, exclamó:
 
—Bien muerto está. Y si acaso le quedara un soplo de vida, peor para él. Aquí, en plena selva virgen, la sed, la hemorragia, alimañas, se encargarían de libertarme del único testigo de mis desgracias...

Las tropas del glorioso Virrey del Perú, D. Andrés Hurtado de Mendoza, recorrían los extensos territorios de lo que enton-ces se denominaba Reino del Perú. Hurtado de Mendoza, sabiendo que los frailes eran los mejores colaboradores del Imperio, en todas sus empresas, los llevaba, corno hacia su hijo, el Conquistador de Chile y también Virrey, D. García Hurtado de Mendoza, especialmente Franciscanos, a los que estimaba de modo especial.
 
Pues bien, uno de estos frailes que acompañaban a sus tropas, al recorrer los más abruptos y apartados parajes de la selva, creyó escuchar lastimosos gemidos que le parecieron humanos. Pensó que tal vez fuera algún soldado extraviado de sus tropas que, mal herido por alguna flecha envenenada de indios, o mordido por alguna serpiente, se debatía con la muerte.
 
—¿Oís —dijo el Padre a sus acompañantes— esos quejidos lastimeros?

Escucharon con cuidado y efectivamente aquellos eran lamentos humanos.
 
—Corramos a ver si llegamos a tiempo de salvar al herido... Al menos, si no podemos curar su cuerpo, podremos salvar su alma.
 
Entonces, tornando la dirección de donde los gritos procedían, el animoso franciscano empezó a gritar a grandes voces:
 
—¡Animo, hijo mío, que voy hacia ti para ayudarte! Sigue guiándonos con tu voz. Al poco rato, entre la espesa selva, pudieron llegar hasta donde estaba el que tan tristes lamentos profería. Era el escudero del caballero Espinosa. Sangriento, desfallecido, próximo a exhalar el último suspiro, su estado era tan grave que parecía próximo a morir. Una gran herida le atravesaba el pecho y habla perdido mucha sangre.

Inmediatamente, tras una primera cura y darle algún licor reconfortante, para reanimar al herido, éste se dispuso a hacer su confesión al franciscano. Constaba ésta de dos partes: en una sus pecados. En otra, aparte, los terribles sucesos de que había sido testigo y parte, allá en la lejana Patria y que según parecía, habla sido la causa de que su amo y señor quisiera matarlo, para deshacerse del único que hubiera podido delatarle. Con todo detalle y circunstancias quedaron los hechos expuestos.
 
En España, el Prior del Convento de Franciscanos de Iniesta era testigo de cuanto mencionaba. En el mismo escrito levantaba el secreto que él mismo había impuesto al Prior, de que nunca dijera nada a nadie, ni al niño que, si vivía, debiera ser ya un hombre. Nunca éste debería saber su identidad y triste historia familiar. En este secreto —como se recordará— iban tres vidas: la del niño, la del escudero y la del Prior. Todo lo temía ante las bárbaras venganzas que habla presenciado, aunque iban pasados más de veinte años de tan luctuosos sucesos. El franciscano, autorizado por el herido, inmediatamente dio parte, llevando las pruebas al Virrey.

Un Capitán del ejército del Virrey del Perú, D. Andrés Hurtado de Mendoza, vuelve a España cargado de cadenas. Le conducen al pueblo de Iniesta, una vez juzgado en la Chancillería de Granda, por pertenecer Iniesta a esta jurisdicción. Probados plenamente sus delitos —porque además de la confesión firmada por el escudero— el Prior vivía, fue condenado a muerte. Debía ser decapitado en el pueblo donde cometió su primer delito, y en el breve plazo de ocho días.
 
La sentencia tenía que cumplirse en el campo de las ejecuciones, que estaba entonces, precisamente, casi frente a su casa (donde está hoy el cementerio viejo, ya en desuso). El caballero Espinosa —que es el acusado— espera la hora fatal de expiar sus delitos, en los calabozos subterráneos del Castillo. Para que su alma pudiera salvarse, pidieron un confesor.

Mandaron venir un fraile de Ayora. Era Franciscano y se apresuró a llegar pronto para trabajar aquel alma tan descarriada y ver si podía moverle al arrepentimiento. Elocuencia sin igual, razones, en las que ponía el fraile su inteligencia y su corazón, expuso al reo para moverle a penitencia y arrepentimiento. Tan sólo quedaban siete dias para que la sentencia fuera cumplida.
 
El acusado, viendo ya próximo su fin, con todo detalle confesó sus muchas culpas. La fe de sus mayores que dormía en el fondo de su alma, renació de nuevo, bien por las palabras del fraile, bien porque el remordimiento martilleaba constantemente su cerebro y su corazón.
 
—He merecido sobradamente la pena que voy a sufrir —dijo al fin resignado—. Y ahora, con vuestra absolución, quedo tranquilo. Ha sido muy justa mi condena y aunque parezca paradoja, me alegro que me hayan condenado a muerte. Así quedaré tranquilo, satisfaciendo la Justicia humana y la divina.
 
Al arrodillarse el sentenciado y mover la cabeza el fraile para darle la absolución, vio la señal, en forma de racimo, que tenía el confesor, tras la oreja izquierda, en el cuello.
 
—¿Será este el hijo...? Aún resonaban en sus oídos los gritos de la infeliz esposa:
 
¡Es vuestro hijo! ¡Os lo juro! ¡Es vuestro hijo...!
 
Este terrible grito que él creía oir a cada instante y que, cegado por la rabia y los celos, no quiso ni escuchar ni comprobar si era cierto... Entonces se le ocurrió un ardid para averiguar quién era su confesor.

—Sin duda, Padre, vuestra historia no será tan terrible como la mía —dijo el reo.
 
—Yo, aunque joven, también llevo sufrido, sobre todo en pensar que nunca he podido saber quiénes son mis padres.
 
—¿Y cómo es eso?
 
—A los tres años me llevaron al Convento de Ayora, donde me criaron los frailes, y ya no he vuelto a salir de allí.
 
—¿Y no habéis indagado vuestra procedencia?
 
—Si. Pero todo ha sido en vano. Nunca he sabido sino que un hombre me llevó una noche, me entregó al Prior y nada Más he sabido. Allí quedé para siempre. Después fui Profesor en el Convento de Iniesta.
 
Comprendió perfectamente Espinosa que aquel humilde fraile era... su hijo!
 
La historia enlazaba perfectamente con lo expuesto en autos y las declaraciones del escudero. En vez de matarlo,como él le mandó, lo entregó a los frailes bajo absoluto secreto.
 
—¡Qué grande y misericordioso es Dios! —dijo solamente, entre raudales de lágrimas.

En aquel momento volvió a hacer una sincera y sentida confesión de todas sus gravísimas culpas. El confesor le dejó desahogarse y cuando estuvo ya más sereno, se dispuso a ampliar los datos de sus pasados delitos.
 
—¿No quisisteis escuchar a vuestra mártir esposa?
 
—No. Me cegaba la rabia y los celos. La creí culpable, como me decía el anónimo que recibí en Perpiñán. Por eso no quise escribirle. No pensé sino en vengarme.
 
—Y el niño también murió?
 
—Ese fue mi designio, pero la omnipotencia divina lo salvó... ¡Y aún vive...!
 
—¿Y cómo no ha acudido a acompañaros a consolaros en tan triste trance, como el que sufrís y el que aún peor os espera...?
 
—El ignora de quién es hijo. Lo llevaron a los tres años al Convento de Ayora y es fraile franciscano...

En brioso caballo, al saber su identidad, y que el condenado a muerte es su padre —aunque muy justa y merecida la condena— volando más que corriendo, el franciscano va a suplicar da rodillas al gran Rey Felipe II, que le perdone la vida al reo. Consigue la audiencia del Rey, aunque con harto trabajo. Y el gran Monarca de las Españas escucha la dolorosa y triste historia que le cuenta el fraile. Aquel caritativo y magnánimo Rey, tras oir al franciscano, le concede la gracia que le pide: ¡Salvar la vida a su padre!

Volando más que corriendo, vuelve el fraile a Iniesta, llevando el ansiado pergamino del perdón. Pero va a amanecer y aún falta más de una legua para llegar. En el campo de ejecuciones estaba ya todo preparado. Desde el amanecer las campanas de todas las torres del pueblo han empezado su lúgubre tañido, tocando a muerto. La gente se agolpa en las cercanías del Castillo. Quieren ver sacar al Capitán Espinosa, para que se cumpla la sentencia. La Plaza y calles próximas por donde debía pasar el reo, están abarrotadas de gente, no solamente de los vecinos de Iniesta, sino de todos los pueblos cercanos que llevaban incluso a sus hijos a presenciar la ejecución, para que les sirviera de escarmiento.
 
El reo, vestido de negra hopa, montado en un asno, vuelto de espaldas avanzaba lentamente entre la apiñada multitud, hacia el campo de ejecuciones. La fúnebre cabalgata iba precedida de dos Heraldos que, de vez en cuando, al toque de cornetas, voceaban:
 
"Esta es la justicia que manda hacer el Rey nuestro Señor...". "Así se castigan los delitos del sentenciado...". Y unos monaguillos, con sus hábitos correspondientes, llevaban bandejas con negros crespones, y decían: "Una limosna, por caridad, para enterrar y aplicar una Misa por el alma del reo...".
 
La comitiva, lentamente, se iba acercando al lugar del suplicio. Las mujeres lloraban, más que compasivas, considerando la horrible, historia del delincuente, compadeciendo a sus víctimas inocentes, a las que habla sacrificado a su orgullo y vanidad, por unos celos infundados.
 
La opinión unánime era que bien merecida tenía la pena de muerte, el que no había titubeado para matar a los demás. Las campanas seguían tocando a muerto en todas las Iglesias. Ya solamente faltaban unos minutos para llegar al sitio del suplicio. Sabían que el Padre Pedro había ido a Madrid a implorar el perdón del Rey. Pero convicto y confeso, como estaba, todos dudaban que pudiera conseguirlo.
Desde la torre de la Parroquia, los chicos y el sacristán encargados de doblar al reo, divisan una enorme polvareda por el camino que conduce a Iniesta. Como ya era de día claro, vieron un jinete que, a todo correr, velozmente se dirigía al pueblo. Avisaron a los de la fúnebre comitiva, por si pudiera ser el fraile, que partió a caballo para Madrid, a pedir clemencia al Rey.

Ya hablan pasado al campo de ejecuciones, cuando el monaguillo les avisó la llegada del jinete. Justamente en aquel momento se disponían a cumplir la sentencia, cuando apareció, lleno de sudor y polvo sobre el caballo, el Padre Pedro que, agitando el pergamino, les gritaba:
 
—¡Deteneos! ¡Perdón de Su Majestad el Rey...!

Hemos comprobado qua no queda en Iniesta ni un solo descendiente de esta ilustre y desgraciada familia de los Espinosa. Tan sólo el escudo en su casa solariega, donde puede verse, en uno de sus cuarteles, el oso rampante y el espino.
 
La señorial mansión, hoy constituye, en la calle de Santiago, la morada de familias humildes, como se ha dicho.
 
Las generaciones se fueron sucediendo. Los siglos pasaron y desaparecieron los Espinosa que, a juzgar por lo que hemos visto en Iniesta, debían ser varios los nobles de este ilustre apellido, que vivían en el pueblo... Todo ha pasado.
 
El paso de cuatro siglos ha borrado muchas cosas. Pero lo que perdura es la tradición de esta leyenda. Durante muchísimo tiempo, en las noches de invierno, al amor de la lumbre, los más viejos del pueblo referían a sus nietos:
 
—¿Sabéis? En la casa de la calle de Santiago, frente casi al cementerio viejo, una pobre señora, inocente, murió encadenada en el sótano. Primero se oían los gemidos más fuertes. Después se fueron debilitando, hasta que se extinguieron por completo. La casa estaba solitaria y a un extremo del pueblo. Las autoridades creyeron que estos rumores eran producto de la fantasía popular y cuando, pasados algunos días, trataron de comprobarlo, como nada se oía y la casa estaba por completo deshabitada, todo en orden y bien cerrado, porque sus dueñas y servidumbre se habían marchado, aunque sin despedirse de nadie y dada la honorabilidad de la familia, no creyeron prudente intervenir. Muchos años después, cuando surgió el juicio contra el dueño, al abrirla, el esqueleto de la dueña y el de la señora, todavía encadenados fuertemente a la columna del sótano, comprobaron plenamente la realidad de los hechos.
 
Aún perdura esta leyenda y llaman a la casa, donde la sitúa la tradición, con el nombre de "La casa de la Inquisición".
 


0 comentarios:

Publicar un comentario

SÍGUEME EN FACEBOOK