Era el 15 de setiembre de 1857. En la cámara común de un barco de vapor que bajaba hacia Nantes, el marinero Pedro Guillot jugaba con cinco niños, cuyas travesuras y alegría al parecer le divertían mucho.
Estos jóvenes viajeros iban acompañados de su madre y de una criada que durante la travesía no había cesado de prodigarles toda clase de atenciones y caricias, a fin de consolarlos de la despedida que acaban de dar a uno de sus tíos, en cuya casa habían pasado parte del verano, y del cual no habían podido separarse sin derramar copiosas lágrimas.
Aunque Pedro Guillot no fuese padre de familia, le gustaban los niños; al ver la tristeza de los que con él viajaban, trató de devolverles la alegría, por eso jugaba con ellos y hasta tomaba parte en sus canciones.
Se hallaban cerca de Ingrande. El barco debía hacer escala en este punto para tomar pasajeros, y acaba de virar hacia la orilla cuando de repente las ruedas se pararon a causa de algún obstáculo. Al momento la caldera estalló con un estruendo espantoso y el vapor envolvió el barco con una nube abrasadora.
Pedro Guillot se lanzó en el acto fuera de la sala en que estaba, a fin de prestar su ayuda a los otros marineros pero las llamas mezcladas con las olas de vapor le cerraron el paso.
Entonces piensa en salvar a los niños y las mujeres y se precipita escalera abajo. ¡Oh! la escalera está llena de un vapor que quema; no puede volver al lado de las infelices criaturas que quizá estén ya medio asfixiadas.
Sin embargo, despreciando el dolor de las muchas quemaduras que tiene en una pierna, corre a las portañolas, se inclina hacia la balaustrada, y después de enormes esfuerzos, logra sacar a la madre de los niños y va a dejarla en la popa del barco.
Vuelve otra vez a practicar la misma operación, quiere tomar en brazos a la criada, pero esta se niega gritando como una desesperada: no, no ¡salve usted primero a los niños!
Conmovido en el alma de este rasgo de afecto y abnegación, coge en seguida los tres mas jovencitos y los lleva al lado de su madre, volviendo inmediatamente para salvar a los otros; pero ya era tarde. La criada y los dos niños, estaban asfixiados por el vapor.
Esta desgracia, abatió de tal modo el ánimo del buen Guillot, que no lo hubiera tenido para ser portador a la madre de la fatal noticia, si no hubiera pensado al mismo tiempo que un momento de tardanza podría exponer a nuevos peligros la vida de los que logró salvar primero.
Voló pues a la popa, pero otro doloroso espectáculo le esperaba allí.
Pálida, agonizante, la desventurada madre tenia en sus brazos al mas pequeño de sus hijos, y trataba de reanimarle con sus besos, pero solo abrazaba un cuerpo inanimado, cuya alma pura babia volado al cielo. Al ver al marinero, los otros dos niños que no debían haber sufrido mucho, corrieron a su encuentro gritando:
- Ven, ven, amigo corre a salvar a nuestra madre y a nuestro hermanito que están muy malos.
Por toda respuesta Pedro Guillot menea tristemente su cabeza, pues una mirada le babia bastado para ver que ya no babia remedio alguno. Llegó al lado de la infeliz, y sin contarle nada de las otras desgracias, le dijo señalándole el cielo:
-Conformémonos con la divina voluntad, señora, y su voz fue ahogada por sus lágrimas.
-Se que pronto iré á unirme con ellos, exclamó con débil acento la enferma. Mi último hijo ha muerto también... mírele usted, que el cielo me perdone mis culpas y me devuelva en su asilo los hijos quo tanto he amado.
-Consiéntame señora, bajarla a una de las lanchas que han venido a socorrernos, le dijo Pedro Guillot. En seguida pondré junto a usted sus hijos. Acaso habrá tiempo aun de llamar al cura de Ingrande para que la bendiga señora.
Un momento después la moribunda, que babia perdido el conocimiento durante la corta travesía basta la orilla, era recogida con sus hijos, por un pobre pescador, cuya cabaña tan vieja como él, se encontraba cerca de la playa.
Mientras que Pedro Guillot prodigaba sus cuidados a la pobre madre a fin de reanimarla, la hija del pescador volaba a buscar al cura que no tardó en presentarse.
-¡Que Dios sea mil veces alabado! exclamó la enferma, cuando al abrir los ojos, logró ver junto a ella al sacerdote.
Confesó con verdadera fe y después recibió los últimos sacramentos.
Así que el sacerdote se hubo alejado, ella hizo señas a Guillot para que se acercase a su cama y apretándole la mano, le dijo:
-Solo el cielo puede recompensar un corazón como el suyo, mi generoso amigo... le bendigo y no temo en encomendarle a mi querido Enrique y a mi buena Luisa. sea usted su protector pues quedan solos en el mundo. No les queda mas que un tío en París, sus señas están en esta cartera
Lléveselos, pero no los abandone un momento. Vaya a verlos con frecuencia y vele por ellos... usted los ha salvado de la muerte, y no dudo de que contribuirá a desarrollar en su alma los mas cristianos y nobles sentimientos. Ellos le amarán mucho porque son bondadosos y agradecidos. Sea su padre adoptivo, póngase de acuerdo con su tío para cuanto interese a su porvenir.
- Se lo prometo señora, respondió el marinero, llorando como un niño. Después tomando a Enrique y a Luisa en sus brazos, los colocó en la orilla de la cama, para que su pobre madre pudiera bendecirlos y prodigarles sus últimas caricias.
-Que el Dios de las misericordias me encuentre digna de reunirme contigo para siempre, dijo besando el cadáver de su niño de pecho, presente también en la bendición maternal.
Entonces la voz de la pobre madre se extinguió del todo; sus ojos se cerraron para siempre, y en la humilde cabaña del pescador, largo rato se oyeron las plegarias de los asistentes, mezcladas con los sollozos de los huérfanos.
Cuando Pedro Guillot llegaba con sus protegidos a casa de su tío el señor Duval, este se disponía a partir para Nantcs.
¡Mi hermana, mi desgraciada hermana! exclamó Duval, al saber el accidente del barco en que aquella había salido; presentía que ella y sus sobrinos habían perecido.
-No he podido salvar sino estos dos niños, respondió tristemente el marinero; después le refirió todos los pormenores de la catástrofe del día anterior.
- De aquella familia querida, que ayer mismo me rodeaba llena de ventura, no quedan mas que mi Enrique y Luisita, dijo Duval así que Pedro hubo concluido de hablar. Después, colocando sobre sus rodillas a los huérfanos, los contempló un momento con honda tristeza.
-Que el cielo le bendiga mil veces por habérmelos conservado, repuso tendiendo su mano de amigo al generoso marinero. Ellos disfrutarán mas tarde de una considerable fortuna, pero como esto no basta para asegurar la dicha, no olvide amigo mío, la promesa hecha a una madre moribunda. Venga a verlos a menudo y ayúdeme a coronar la obra santa de su educación.
- No soy mas que un pobre marinero, señor, y apenas se leer. ¿Cómo podré pues, ayudarle en tan difícil tarea? replicó tímidamente Pedro Guillot.
- Los consejos y el ejemplo de un hombre honrado y de un corazón noble ¿no son acaso altamente provechosos a la ju1ventud? Si, amigo mío, mucha y muy poderosa es su influencia, le respondió Duval. Trate de inspirar a estos niños un poco del generoso afecto que hay en su corazón y con solo esto ya habrá tenido una gran parte cumplida en el desarrollo de su alma.
- Ya que usted lo cree así, no pasaré una sola vez por esta ciudad sin venir s ver a estas inocentes víctimas de la desgracia, dijo el marinero conmovido por la estimación en que el señor Duval le tenia.
- Después de haber pasado dos días al lado de los pobres huérfanos, sus hijos adoptivos, Pedro Guillot pensó en regresar a Nantes.
- Entonces Duval, ofreciéndole tres billetes de mil francos cada uno, le dijo: dígnese aceptar, mi excelente amigo, esta escasa prueba de mi reconocimiento para con usted.
- ¡Ah! señor, no hablemos de eso, respondió el marinero rechazando el dinero. No he hecho mas que cumplir un deber que todo cristiano en idénticas circunstancias habría sabido cumplir lo mismo que yo. Recuerde lo que su hermana me ha dicho antes de morir y deje al cielo el cuidado de la recompensa de mis acciones.
Fiel a su promesa, el buen Pedro Guillot jamás pasó cerca de allí sin ir a visitar a sus hijos adoptivos.
Enrique y Luisa aprovecharon la enseñanza que su tío les proporcionó, y sobre todo los sanos consejos de su amigo Pedro Guillot. Enrique, llegó a ser un gran abogado por su talento y aplicación al estudio, y Luisa fue el consuelo de todos los pobres que en su camino encontraba. Uno y otro, con la noble amistad de Pedro, labraron la dicha del buen Duval, quien no tuvo otra aspiración, que la del bien y ventura de los hijos de su desgraciada hermana.
Estos jóvenes viajeros iban acompañados de su madre y de una criada que durante la travesía no había cesado de prodigarles toda clase de atenciones y caricias, a fin de consolarlos de la despedida que acaban de dar a uno de sus tíos, en cuya casa habían pasado parte del verano, y del cual no habían podido separarse sin derramar copiosas lágrimas.
Aunque Pedro Guillot no fuese padre de familia, le gustaban los niños; al ver la tristeza de los que con él viajaban, trató de devolverles la alegría, por eso jugaba con ellos y hasta tomaba parte en sus canciones.
Se hallaban cerca de Ingrande. El barco debía hacer escala en este punto para tomar pasajeros, y acaba de virar hacia la orilla cuando de repente las ruedas se pararon a causa de algún obstáculo. Al momento la caldera estalló con un estruendo espantoso y el vapor envolvió el barco con una nube abrasadora.
Pedro Guillot se lanzó en el acto fuera de la sala en que estaba, a fin de prestar su ayuda a los otros marineros pero las llamas mezcladas con las olas de vapor le cerraron el paso.
Entonces piensa en salvar a los niños y las mujeres y se precipita escalera abajo. ¡Oh! la escalera está llena de un vapor que quema; no puede volver al lado de las infelices criaturas que quizá estén ya medio asfixiadas.
Sin embargo, despreciando el dolor de las muchas quemaduras que tiene en una pierna, corre a las portañolas, se inclina hacia la balaustrada, y después de enormes esfuerzos, logra sacar a la madre de los niños y va a dejarla en la popa del barco.
Vuelve otra vez a practicar la misma operación, quiere tomar en brazos a la criada, pero esta se niega gritando como una desesperada: no, no ¡salve usted primero a los niños!
Conmovido en el alma de este rasgo de afecto y abnegación, coge en seguida los tres mas jovencitos y los lleva al lado de su madre, volviendo inmediatamente para salvar a los otros; pero ya era tarde. La criada y los dos niños, estaban asfixiados por el vapor.
Esta desgracia, abatió de tal modo el ánimo del buen Guillot, que no lo hubiera tenido para ser portador a la madre de la fatal noticia, si no hubiera pensado al mismo tiempo que un momento de tardanza podría exponer a nuevos peligros la vida de los que logró salvar primero.
Voló pues a la popa, pero otro doloroso espectáculo le esperaba allí.
Pálida, agonizante, la desventurada madre tenia en sus brazos al mas pequeño de sus hijos, y trataba de reanimarle con sus besos, pero solo abrazaba un cuerpo inanimado, cuya alma pura babia volado al cielo. Al ver al marinero, los otros dos niños que no debían haber sufrido mucho, corrieron a su encuentro gritando:
- Ven, ven, amigo corre a salvar a nuestra madre y a nuestro hermanito que están muy malos.
Por toda respuesta Pedro Guillot menea tristemente su cabeza, pues una mirada le babia bastado para ver que ya no babia remedio alguno. Llegó al lado de la infeliz, y sin contarle nada de las otras desgracias, le dijo señalándole el cielo:
-Conformémonos con la divina voluntad, señora, y su voz fue ahogada por sus lágrimas.
-Se que pronto iré á unirme con ellos, exclamó con débil acento la enferma. Mi último hijo ha muerto también... mírele usted, que el cielo me perdone mis culpas y me devuelva en su asilo los hijos quo tanto he amado.
-Consiéntame señora, bajarla a una de las lanchas que han venido a socorrernos, le dijo Pedro Guillot. En seguida pondré junto a usted sus hijos. Acaso habrá tiempo aun de llamar al cura de Ingrande para que la bendiga señora.
Un momento después la moribunda, que babia perdido el conocimiento durante la corta travesía basta la orilla, era recogida con sus hijos, por un pobre pescador, cuya cabaña tan vieja como él, se encontraba cerca de la playa.
Mientras que Pedro Guillot prodigaba sus cuidados a la pobre madre a fin de reanimarla, la hija del pescador volaba a buscar al cura que no tardó en presentarse.
-¡Que Dios sea mil veces alabado! exclamó la enferma, cuando al abrir los ojos, logró ver junto a ella al sacerdote.
Confesó con verdadera fe y después recibió los últimos sacramentos.
Así que el sacerdote se hubo alejado, ella hizo señas a Guillot para que se acercase a su cama y apretándole la mano, le dijo:
-Solo el cielo puede recompensar un corazón como el suyo, mi generoso amigo... le bendigo y no temo en encomendarle a mi querido Enrique y a mi buena Luisa. sea usted su protector pues quedan solos en el mundo. No les queda mas que un tío en París, sus señas están en esta cartera
Lléveselos, pero no los abandone un momento. Vaya a verlos con frecuencia y vele por ellos... usted los ha salvado de la muerte, y no dudo de que contribuirá a desarrollar en su alma los mas cristianos y nobles sentimientos. Ellos le amarán mucho porque son bondadosos y agradecidos. Sea su padre adoptivo, póngase de acuerdo con su tío para cuanto interese a su porvenir.
- Se lo prometo señora, respondió el marinero, llorando como un niño. Después tomando a Enrique y a Luisa en sus brazos, los colocó en la orilla de la cama, para que su pobre madre pudiera bendecirlos y prodigarles sus últimas caricias.
-Que el Dios de las misericordias me encuentre digna de reunirme contigo para siempre, dijo besando el cadáver de su niño de pecho, presente también en la bendición maternal.
Entonces la voz de la pobre madre se extinguió del todo; sus ojos se cerraron para siempre, y en la humilde cabaña del pescador, largo rato se oyeron las plegarias de los asistentes, mezcladas con los sollozos de los huérfanos.
Cuando Pedro Guillot llegaba con sus protegidos a casa de su tío el señor Duval, este se disponía a partir para Nantcs.
¡Mi hermana, mi desgraciada hermana! exclamó Duval, al saber el accidente del barco en que aquella había salido; presentía que ella y sus sobrinos habían perecido.
-No he podido salvar sino estos dos niños, respondió tristemente el marinero; después le refirió todos los pormenores de la catástrofe del día anterior.
- De aquella familia querida, que ayer mismo me rodeaba llena de ventura, no quedan mas que mi Enrique y Luisita, dijo Duval así que Pedro hubo concluido de hablar. Después, colocando sobre sus rodillas a los huérfanos, los contempló un momento con honda tristeza.
-Que el cielo le bendiga mil veces por habérmelos conservado, repuso tendiendo su mano de amigo al generoso marinero. Ellos disfrutarán mas tarde de una considerable fortuna, pero como esto no basta para asegurar la dicha, no olvide amigo mío, la promesa hecha a una madre moribunda. Venga a verlos a menudo y ayúdeme a coronar la obra santa de su educación.
- No soy mas que un pobre marinero, señor, y apenas se leer. ¿Cómo podré pues, ayudarle en tan difícil tarea? replicó tímidamente Pedro Guillot.
- Los consejos y el ejemplo de un hombre honrado y de un corazón noble ¿no son acaso altamente provechosos a la ju1ventud? Si, amigo mío, mucha y muy poderosa es su influencia, le respondió Duval. Trate de inspirar a estos niños un poco del generoso afecto que hay en su corazón y con solo esto ya habrá tenido una gran parte cumplida en el desarrollo de su alma.
- Ya que usted lo cree así, no pasaré una sola vez por esta ciudad sin venir s ver a estas inocentes víctimas de la desgracia, dijo el marinero conmovido por la estimación en que el señor Duval le tenia.
- Después de haber pasado dos días al lado de los pobres huérfanos, sus hijos adoptivos, Pedro Guillot pensó en regresar a Nantes.
- Entonces Duval, ofreciéndole tres billetes de mil francos cada uno, le dijo: dígnese aceptar, mi excelente amigo, esta escasa prueba de mi reconocimiento para con usted.
- ¡Ah! señor, no hablemos de eso, respondió el marinero rechazando el dinero. No he hecho mas que cumplir un deber que todo cristiano en idénticas circunstancias habría sabido cumplir lo mismo que yo. Recuerde lo que su hermana me ha dicho antes de morir y deje al cielo el cuidado de la recompensa de mis acciones.
Fiel a su promesa, el buen Pedro Guillot jamás pasó cerca de allí sin ir a visitar a sus hijos adoptivos.
Enrique y Luisa aprovecharon la enseñanza que su tío les proporcionó, y sobre todo los sanos consejos de su amigo Pedro Guillot. Enrique, llegó a ser un gran abogado por su talento y aplicación al estudio, y Luisa fue el consuelo de todos los pobres que en su camino encontraba. Uno y otro, con la noble amistad de Pedro, labraron la dicha del buen Duval, quien no tuvo otra aspiración, que la del bien y ventura de los hijos de su desgraciada hermana.
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