HISTORIA DEL CUADRO DE LA VIRGEN DEL MILAGRO


¡Solo Dios es grande!

Solo lo que con El se relacione directamente puede ser también grande y magnífico. La caridad, el amor a Dios, he aquí la fuente inagotable, el manantial fecundo de tantos y tantos beneficios como han recibido los hombres de la mano pródiga del Todopoderoso.

Era el año 1525.

Por las estrechas calles de la ciudad de Valencia, marchaba deteniéndose de en cuando en cuando en varias casas un anciano venerable, de larga barba, vestido con un tosco sayal, llevando sus pies desnudos, descansando el peso de sus años en un báculo cuyo remate de puntiagudo hierro, indicaba haberle servido para alguna larga peregrinación.

Y en efecto, aquel anciano, hacia poco tiempo que había llegado a la ciudad del Cid, después de un penoso viaje a aquella otra ciudad, que habiendo sojuzgado el mundo entero con el poder de sus armas, quiso también Dios que dominara un día en todo el universo estableciendo en ella su asiento el Vicario de Jesucristo en la tierra.
 
Por eso las gentes corrían y se agrupaban alrededor del viejo peregrino, que complaciente daba a adorar a todos cuantos le detenían la preciosa reliquia que trajera de la ciudad santa, de la inmortal Roma.

Y era esta reliquia un pequeño cuadro donde se veía la efigie de la amorosa Virgen María, llevando en sus brazos al Niño Jesús. Aunque muchos preguntaban al peregrino de donde habla obtenido aquel cuadrito, no habían conseguido otra respuesta a sus preguntas que la de saber lo traía de Roma.

Antes de dirigirse a esta ciudad ya los valencianos le habían dado no pocas veces limosna, para el sostenimiento del culto a otras imágenes en una ermita a algunas leguas de Valencia donde fijara su residencia el anciano.

Deseaba éste que la nueva imagen de la Virgen tuviera también el culto que se merecía, y por eso tan pronto como estuvo de vuelta de su peregrinación, recorrió algunas casas habitadas por caritativos cristianos que siempre le habían favorecido con sus limosnas.

Pero en este día, aunque como los demás, se detenía a recoger las limosnas de sus parroquianos, digámoslo así, y daba a adorar el cuadro a cuantos fieles se le acercaban, se comprendía que llevaba prisa por abandonar la ciudad.

Tenia que cumplir un encargo que le dieran en una de las casas donde con más largueza recibía limosnas para sus pequeñas necesidades, y para, como ya lo hemos dicho, sostener el culto de las imágenes que habla en su ermita.

—Yo os lo ruego, buen anciano, le habla dicho con lágrimas en los ojos la piadosa señora de aquella casa; id luego, a vuestra ermita, y puesto que el Señor misericordioso escucha con agrado las plegarias de los justos, o os lo ruego, le repitió, orad por mi hijo. Grandes han sido sus penas, enormes sus culpas, y horribles sus iniquidades; pero el Señor nuestro Dios, al par que omnipotente es misericordioso. Orad, orad, buen anciano por la salvación de mi hijo.

—Grande en verdad, señora, le había contestado el ermitaño, es la misericordia de Dios, pero para alcanzarla y conseguirla preciso es un sincero arrepentimiento.

Haced que vuestro hijo confiese sus pecados, que yo entre tanto rogaré por él ante esta imagen de la Virgen.

Así lo hizo el anciano por espacio de largas horas, postrado en su ermita delante de aquel cuadro, y cuando ya extenuado por el cansancio y la fatiga se ponía en pie, con fuertes golpes llamaron a la puerta de su humilde vivienda.

Abrió presuroso el ermitaño, y vio con sorpresa a los parientes de aquel pecador por quien tanto había orado que venían gozosos a buscarle para que oyese la confesión del moribundo.

Se encaminaron todos otra vez a Valencia, y entrando solo el anciano en la estancia donde se hallaba el enfermo se dispuso a escuchar a éste.

—Oh, padre, le dijo, con qué ansia os esperaba; venid, acercaos. Mis labios van a escandalizar por un momento con el relato de mis liviandades vuestra austera virtud. Mas tengo grandes deseos de verme libre de la ponzoña de mi alma, y ya que mi cuerpo muere que no acabe para siempre aquella.

Oíd, oíd:
 
Como todos en Valencia lo saben, joven, de no mala figura, rico y con alguna instrucción, lanzado en medio del mundo sin otro objeto que gozar y divertirme, no ha habido obstáculo alguno que no haya yo atropellado por conseguir mi fin. Incitado por el apetito bruto de la carne, se apoderó de mí la lujuria, de tal modo, que ansioso de los placeres de un amor impuro no ha habido virtud que yo haya respetado, ni mujer hermosa en quien mis ojos se fijaran contra cuyo honor no haya atentado.
 
Yo por todas partes que he ido, he deshonrado las canas del respetable anciano, he burlado la vigilancia del hermano, he engañado hipócrita a la madre de mi víctima, y he dejado siempre a esta abandonada después de satisfacer mis barbaros deseos.

Hastiado de las mujeres, quise encontrar nuevos goces en el juego, y he pasado lo mejor de mi vida en esos repugnantes garitos perdiendo mi fortuna, en continuas pendencias, maldiciendo de Dios y de sus santos. ¡Oh padre, soy muy pecador! ¡He ofendido mucho al infinitamente justo, y aunque no dudo de su misericordia también infinita, es grande mi dolor y mucha mi aflicción al considerar el largo tiempo que le he estado ofendiendo!

El anciano consoló a su penitente, escuchó hasta el fin su confesión, y viendo su verdadero arrepentimiento, después de hacerle esperar el perdón del Señor, le absolvió de sus pecados.

Varias veces habla la familia tratado de disponer al enfermo para la confesión de sus culpas, pero desconfiando el caballero de su salvación, hubiera muerto impenitente si las oraciones del ermitaño ante el cuadro de la Virgen no hubieran logrado su arrepentimiento.

Cuando el anciano y los parientes del caballero que le acompañaron después hasta su ermita hubieron entrado en ella, al postrarse ante el cuadro de la Señora para darle gracias de haber conseguido el arrepentimiento de aquel gran pecador, notaron sorprendidos que la imagen que tuviera hasta aquel día los ojos bajos e inclinados al Niño, los levantó al cielo para implorar la gracia del Señor, quedando en esta postura hasta hoy.

Asombrados todos con aquel prodigio, pronto hicieron conocer a los valencianos el milagro que Dios había obrado, y numerosa concurrencia cercó la ermita, deseosas las gentes de entrar a admirar tan gran portento.

Desde entonces la devoción a aquella imagen fue grande en Valencia y en sus cercanías, y con el nombre de Nuestra Señora del Milagro se conoció aquella imagen que hoy puede verse en el magnífico templo del convento de las Descalzas Reales de Madrid, antiguo palacio que fue de doña Juana de Austria, hija del emperador Carlos V.

Desde que poseyeron los piadosos madrileños esta preciosa imagen, la imploraron con gran devoción en todas sus desgracias y contratiempos.

Los reyes que se han sentado en el trono de San Fernando también han procurado siempre por el mejor culto y veneración de esta milagrosa imagen.

Cuando la muerte llegaba al viejo ermitaño, queriendo éste hacer un gran regalo a la señora doña Leonor de Borja, hermana del marqués de Lombay, cuarto duque de Gandía y una de las personas mas piadosas de la ciudad, la designó heredera universal de todo cuanto poseía, dejándola además del precioso cuadrito una arca vieja y una vieja mula que admitió gustosa la heredera, pues eran, si se exceptúa el cuadrito, estos despreciables bienes, de gran valor para doña Leonor, que siempre había tenido al anciano en concepto de santo.

Gran gozo fue el suyo cuando recibió la milagrosa imagen de la Virgen, y colocándola en su oratorio particular, la profesó siempre una especial devoción.

Todos cuantos habitaban el palacio de los duques de Gandía fueron luego muy devotos de esta imagen, distinguiéndose en su respeto y veneración hacia Nuestra Señora del Milagro uno de los mas ilustres individuos de la noble familia de Gandía, San Francisco de Borja.
 
Trasladémonos por un momento la antigua y noble ciudad de Toledo en el año 1539.

Los honrados toledanos, llevan impreso en sus rostros el dolor caminan tristes y silenciosos hacia la catedral, donde a juzgar por el lúgubre sonido de sus campanas deben celebrarse en su recinto los funerales de alguna ilustre persona.

Nada menos que los de la emperatriz doña Isabel, esposa del célebre Carlos V, son los que tenían lugar aquel día.

Cubierto todo el pavimento del templo con negras alfombras, colgadas sus paredes de ricos tapices de terciopelo del mismo color, colocado el regio féretro en la nave principal, en un magnífico catafalco donde alumbraban infinitas luces, oficiando el prelado con toda solemnidad ante una numerosa concurrencia  que acudía a tributar los últimos honores a la noble esposa de su querido soberano, tuvieron lugar las ceremonias que la Iglesia dedica a los difuntos.

Algunas horas después que hubieron terminado aquella, dos pesados carruajes en cuyas portezuelas iban pintadas las armas del emperador, recibieron el primero los reales restos de la emperatriz, y el segundo a varias nobles personas.

Siguieron a estos carruajes, tan pronto como rompieron su marcha, varios ilustres jinetes y el acompañamiento de caballeros, pajes y escuderos.

Se dirigían todos a Granada, donde era voluntad del soberano de España y de las Indias que tuviera el cadáver de su esposa el sepulcro en que se guardaran sus ilustres restos.

Cuando la comitiva hubo llegado a la ciudad recientemente conquistada del poder de los mahometanos, con todas las formalidades de costumbre se llevó a cabo el acto de la entrega del cadáver, abriéndose el féretro donde descansaba.

Casi todos los que rodeaban el real ataúd eran cortesanos que habían siempre acompañado a la emperatriz, teniendo continua ocasión de apreciar su gran belleza, y sus encantos.

Comisionado por D. Carlos el noble duque de Gandía para presenciar y dirigir aquella solemne ceremonia, dio orden de abrir el féretro.

Todos cuantos se encontraban presentes dirigieron sus ávidas miradas al interior del ataúd, para ver los efectos que pudiera haber producido la cruel Parca al cortar el hilo vital de aquella portentosa hermosura.

Todos inclinaron hacia el féretro sus cabezas, y todos con apresuramiento las retiraron, teniendo que abandonar también la estancia; tal era el fétido olor que despedían los descompuestos restos de aquella que tantos elogios y alabanzas había escuchado en vida por su gran belleza.

Solo el duque de Gandía, resistiendo cuanto pudo, estuvo algunos momentos contemplando con horror la variación que había causado la muerte en su real víctima.

Algunos días después de aquel en que tuvo lugar lo anteriormente referido, de regreso el duque en su palacio, se dirigió hacia su oratorio, y cuando llegó a el, postrado ante el cuadro tan venerado por toda su familia, regalo del viejo ermitaño de Valencia, exclamó clavando sus ojos Inicia la imagen de la Virgen:

—Si, todo es mentira, todo es deleznable y frágil, todo perecedero, sujeto a continua variación.

¡Oh, Señora, vuestra gracia ha tocado mi corazón con el mas fuerte resorte. Siempre os he amado, siempre, Virgen mía os he profesado una muy especial devoción y desde hoy quiero abandonar por completo el mundo, para tener más tiempo que dedicaros, alabándoos y bendiciéndoos por vuestros inmensos beneficios...
Señora, Madre amorosa, implorad del Señor la gracia para que pueda arrepentirme de todos mis extravíos, y pueda dedicarme solo a su servicio.

—¡Ah! —volvió a exclamar el duque después de una breve pausa— Yo la amaba, si, la amaba, pero con el amor respetuoso que debe tener el súbdito y vasallo s la que es su Señora. Yo la amaba, sí, porque tenia ocasión de observar sus virtudes, porque sabia cuanto valía aquel noble corazón; yo la rendía un culto idólatra cuando la veía sonreír fascinado por aquellos labios de purísimo coral, cuando su dulce y melódico acento llegaba hasta mi para trasmitirme alguna de sus órdenes, cuando la contemplaba clavando aquellos ojos hermosos en el cielo, siendo ellos trasunto fiel de aquella celestial morada.

Todo mentira,—volvió a exclamar— todo miserable, todo es inmundo barro. Sólo Dios verdad, sólo Dios es grande y misericordioso.


Pensemos sólo en El, dediquémosle a El sólo nuestro mayor cariño, porque este sólo es el único verdadero amor.

Poco tiempo tardó el ilustre duque en abandonar el mundo definitivamente.

Habiendo fallecido su esposa en 1546, rotos por fin los lazos que le obligaban a vivir en el mundo, impetraron por su indicación los hijos de Loyola un breve Pontificio que permitiese ingresar al duque secretamente en la Compañía de Jesús, para que pudiendo arreglar sus negocios en el término de cuatro años, lograse dejar todo corriente y libre de los cuidados de la familia y se encaminó el duque a Roma, donde vistió el humilde hábito de la religión fundada por el gran San Ignacio de Loyola.

Antes de dirigirse a la ciudad santa, y después de su regreso, siempre mientras vivió, tuvo una especial devoción a Nuestra Señora del Milagro el duque de Gandía, que a fuerza de una vida ejemplar y piadosa pudo conseguir que hoy le rindamos culto en los altares con el nombre de San Francisco de Borja.

Tras varias vicisitudes llegó a verse el cuadro de la imagen milagrosa en el monasterio de las Descalzas Reales de Madrid.

Desde el momento que lo poseyeron las religiosas empezaron a experimentar los favores que conseguían del Señor los que tenían verdadera devoción a Nuestra Señora del Milagro.

Sería interminable referir todo los prodigios obrados por intercesión de esta imagen.

Concluiremos, sin embargo, narrando lo que la tradición cuenta de un afamado pintor, quien llevando una vida desordenada y entregada por completo a toda clase de placeres, fue encargado por la infanta sor Margarita de la Cruz, para retocar el cuadro de la tan venerada imagen, pues con el trascurso del tiempo, y también por efecto sin duda de las muchas velas que ardían alumbrándolo, había sufrido pequeños deterioros, perdiendo algunos de sus primitivos colores.

Cuando llegó el célebre pintor al convento, le indicaron las religiosas lo que había de hacer, y viendo que era de poca consideración su trabajo, quiso desde luego empezarlo.

Tomó su paleta y sus pinceles, y se dispuso a retocar el cuadro, pero con gran asombro notó que la imagen había desaparecido, y que se hallaba el fondo vacío y sin colores.

Creyó que aquel prodigio era ilusión de sus ojos, se restregó estos, volvió a mirar al cuadro, y permaneció inmóvil y estático ante él por unos momentos, hasta que las religiosas, observando su turbación le preguntaron qué era lo que lo motivaba.

—Señora, —dijo el pintor a la que le había interrogado— aquí creí que había alguna pintura, pero esa imagen de la Virgen que debían retocar mis pinceles, o estoy ciego o no existe.

—Qué decís?—exclamaron las religiosas.

—Señora, que no hay ninguna pintura ni ninguna imagen en este cuadro, respondió el pintor conmovido, pues una voz secreta le decía en su corazón, que aquello era un milagro obrado por la Virgen, tal vez para hacerle arrepentirse de sus extravíos.

—Mirad lo que decís, buen hombre —replicaron las religiosas que continuaban viendo la imagen en el cuadro—.

—Digo, —las interrumpió— que aquí no veo más que una tabla rasa.

Y después, llamando aparte a la señora infanta, la indicó que le permitieran retirarse hasta el día siguiente, dio varias escusas, y marchó a su casa.

Encerrado en su habitación, hizo un minucioso examen de conciencia, lloró amargamente haberse olvidado tanto de Dios con sus bacanales y orgías, con sus impuros amores y licenciosos placeres, procuró buscar inmediatamente un sacerdote a quien hacer confesión de sus muchas culpas, de sus grandes pecados, y luego de que su conciencia estuvo tranquila y su corazón dispuesto para sólo practicar el bien, marchó al día siguiente otra vez al monasterio, y con alegría vio la imagen milagrosa a la que adoró y bendijo, contando a las religiosas que le escucharon admiradas la narración de tan portentoso prodigio.

—El velo de iniquidad que cubría mis ojos no permitía que mi vista profanase el de la Virgen pura y sin mancilla. Libre de mis pecados ya, puedo dedicarme gustoso a mi trabajo.

Empezó en efecto éste, lo hizo con gran maestría, y se retiró por fin del convento, no sin pedir a las atónitas religiosas que le permitieran postrarse alguna vez ante la imagen de Nuestra Señora del Milagro para darle gracias por el que con él había obrado.

El precioso cuadrito que es hoy venerado en la Iglesia de las Descalzas Reales de Madrid, estuvo mucho tiempo en la clausura de las religiosas, hasta que para que recibiera mayor culto, se le construyó un altar portátil que se colocó en el presbiterio y al lado del evangelio.
 
 
 

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