LA CACHUCHITA , LEYENDA MEDIEVAL

 
Probablemente de los siglos XI o XII data esta leyenda. Desde luego es anterior a la batalla de las Navas de Tolosa pero su origen se pierde en la lejanía de los tiempos.

En el término municipal de Cervera del Llano, existen las ruinas, de las que aún quedan señales, de una antigua fortaleza en el sitio fronterizo entre los límites cristianos y los árabes. Ya se sabe que durante los ocho siglos que duró la dominación árabe en España, había muchas treguas de paz y en ellas convivían pacíficamente (aunque en barrios separados) moros y cristianos.

El barrio moro conservaba su mezquita y el barrio cristiano su iglesia. Así cada uno practicaba libremente su religión y vivían según sus propias leyes y costumbres. Eran épocas de paz que a veces duraban poco tiempo.

En la época en que la línea divisoria de los dominios moros y cristianos en la Reconquista, andaba por los términos de Cervera, quedó dueña y señora de esta fortaleza la gentil y valerosa Dª Elvira.

A su belleza extraordinaria unía una prudencia y valor a toda prueba. Gobernaba a sus súbditos con talento y energía y por su bondad y simpatía arrolladora era querida y estimada de todos los suyos. Sus mesnadas, aunque reducidas, siempre estaban prontas a cualquier eventualidad, pero evitaba en todo lo posible las refriegas con sus vecinos musulmanes.

Cultivaba discreta amistad con los castellanos más próximos y hasta alguno hubo que la requirió de amores, sin que ella se decidiera a aceptarlo.

Un antecesor de la bella dama de nuestra historia, en un viaje penitencial, llegó hasta Tierra Santa. De Jerusalén trajo una cruz hecha de la misma madera de la que expiró el Redentor y unas flores del huerto próximo al Sepulcro Santo. Estas preciosas reliquias se fueron transmitiendo, como las más preciadas joyas familiares, de generación en generación.

En la época de esta leyenda las poseía la gentil Dª Elvira, viuda de un valeroso Capitán que habla muerto en acciones guerreras. Ella juró conservar la fortaleza y hasta abrigó en su corazón el propósito de no volverse a casar. Guardaba el mejor recuerdo de su marido difunto, que comprendiendo las dotes excepcionales de su mujer, la quería, la veneraba más bien, colmándola de atenciones y cariño.

—¿Cómo (decía ella) después de haber tenido la suerte sin igual de ser esposa del mejor de los caballeros, que no veía sino por mis ojos, ni sentía sino lo que yo, he de probar otra vez a casarme y con ello ofender la sagrada memoria de mi esposo?

Y ante la cruz traída de Jerusalén, en su recoleta capilla de la fortaleza, con el alma rebosando de ternura, exclamaba:

—Sagrada Cruz: Nunca volveré a tener otro esposo que mi Redentor. Y ya que el que antes me disteis, murió gloriosamente defendiendo la Santa Religión, no volveré a lucir más galas ni más flores en el resto de mi vida.

Se vistió de parda estameña y más parecía una monja que una Castellana rica y poderosa.

Quedó constituida en Capitana de la pequeña grey que defendía su fortaleza, cuyos moradores la adoraban,

Varias veces Mohamed Ben-Alí, reyezuelo morisco había requerido de amores a la bella Dª Elvira. La contestación cortés, pero firme, habla sido siempre la Misma:

—No volveré a casarme jamás. Y de haberlo efectuado (a tener promesa firme de conservarme viuda, aun contando veintiocho años), hubiera sido con un castellano cristiano; nunca con un enemigo de la Santa Religión de mis antepasados.

—Serás la más poderosa Sultana de estos contornos —le decía.

—Me contento con ser dueña de mi pequeña fortaleza.

—Te colmaré de presentes y ricos dones, le mandó decir, enviándole bellos encajes, brocados, sedas preciosas y otros regalos que hubieran hechizado a cualquier mujer que no fuera Doña Elvira.

—Gracias —respondía la dama—; pero ni nada necesito ni acepto.

Y tanto las dádivas, como los finos versos que Mohamed Ben-Alí le dedicaba, hicieron mella en su ánimo. Y cortésmente fueron devueltos, con súplica de que no volviera a insistir, que tenía hecho voto de castidad.

Bien dicen que del amor al odio no hay más que un paso. Con la vehemencia propia de su raza, el rey árabe pasó del más ardiente amor al odio más feroz a Dª Elvira.

—¡Ya te acordarás, altiva Castellana! A altísimo precio pagarás tus desprecios y desvíos.

El reyezuelo moro empezó a proyectar venganzas y frecuentemente musitaba:

—¿No has querido venir como Sultana? ¡Pues vendrás como esclava! Te pondré en mi harén y entonces agradecerás si me digno dirigirte una mirada. ¡Oh, venganza, placer de los dioses!

Rápidamente, perdida ya toda esperanza del amor de Doña Elvira, empezaron los preparativos para la invasión de la fortaleza cristiana. Varios meses tardó en tener a punto cuanto deseaba para que el éxito fuera total y completo.

Una mañana, al romper el alba, el vigía anunció a la Castellana:

—Señora: Avanzan en tropel una nube de soldados moros.

—¿Y vienen hacia acá? —preguntó Dª Elvira.

—Sí. Hacia la fortaleza y a buen paso. Ya hace algún tiempo que anuncié a vuestra merced que se rumoreaba que Mohamed Ben-Alí estaba reclutando fuerzas moras por los covachuelas de Alarcón, Gaseas, Valverde, etc.

—Redoblad la guardia y decidme cuanto haya. Tal vez vayan a otro sitio y no sea nuestra fortaleza su objetivo.

—Mucho me temo, señora, que no sea así.

—Bien. En guardia, esperemos.

Al poco rato, de nuevo, anunció el emisario:

—Señora: Todos los moradores de Cervera empiezan a llegar a la fortaleza a refugiarse, huyendo de los moros...

—Abrid las puertas y cuando hayan entrado todos, aseguraos de que queden bien cerradas.

—Así se hará, ahora mismo.

Poco tiempo había transcurrido cuando participaron a Doña Elvira que el castillo estaba totalmente cercado.

Supo otra noticia: que al frente del ejército árabe venía el despechado galán Mohamed Ben-Alí. No cabía, por lo tanto, abrigar esperanzas de ninguna clase.

Aunque la fortaleza o pequeño castillo estaba bien provisto para circunstancias ordinarias, el hecho de haberse refugiado en él todos los moradores cristianos de Cervera, aunque muchos llevaron consigo, al venir huyendo de los moros, cuanto pudieron, las necesidades eran muy grandes, tanto de alimentos, como de agua, y pronto se fueron agotando.

—Señora: El aljibe grande ya está seco del todo —anunció un sirviente.

—Empecemos el pequeño, pero con el agua rigurosamente racionada para que podamos resistir más. Y cuando hayáis arreglado esta cuestión volved, que hemos de intentar nuevas defensas. Mejor dicho, esperad, ahora mismo.

—Señora: Los emisarios enviados a Torre Buceit, Altarejos, Torre del Monje... aún no han vuelto. Y ya ha transcurrido más tiempo del necesario y convenido... Lo que indica que, o a la ida o bien a la vuelta, les han cogido prisioneros los enemigos.

—¿Y qué hemos de hacer ahora?

—Existe una posibilidad, aunque remota.

—Os escucho, señora.

—Recuerdo haber oído a mi difundo abuelo, cuando era casi una niña, que en los antiguos planos del castillo existía otra salida secreta, que daba al Norte, diferente a la que hemos utilizado otras veces. Hace ya muchísimos años que no hemos usado ésta. Y hasta es posible que esté obstruida en parte.

—Entonces saldrá casi a las posesiones moras.

—Justo; pero nada perderíamos con buscar los planos y explorarla sigilosamente...

¿Quién sabe? Tal vez podamos utilizarla.

—Mucho me extraña, porque de ser practicable, ya se habría empleado otras veces. Y nunca he oído hablar de esa salida.

—Vamos a comprobarlo inmediatamente.

Dª Elvira buscó los viejos pergaminos que contenían los planos del castillo y tras un rato de estudio sobre ellos, anunció:

—¡Mirad aquí! No se equivocó el abuelo cuando me lo reveló. vez tú misma, Elena —me dijo— te veas algún día precisada defender esta fortaleza de tu mayores, Es necesario que sepas todos los secretos relativos a ella... Y a nadie, salvo a tu esposo, si algún día lo tienes, debes revelar este secreto. Sólo tú y él debéis saberlo.

El anciano y fiel Gilberto miró los planos donde señalaba Dª Elvira y dijo:

—Señora: Ved que aquí mismo hay una línea que a mi juicio indica que el viaducto está cerrado...

—Tal vez un hundimiento parcial... Y como está frente a las posiciones moras, por eso no querrían reconstruirlo.

—Hemos de probar de todas formas. Cumplid primero mis órdenes de racionamiento, más riguroso aún, que el de los comestibles, el del agua, y después exploraremos, los dos, la salida secreta.

La exploración se efectuó sin resultado satisfactorio. Golpearon las paredes por todos sitios donde empezaba la obstrucción del pasadizo, sonando macizo por todas partes. Tal vez fuera un hundimiento, pero tras él los antiguos castellanos debieron tapiarlo ellos mismos, para evitar que alguien, casualmente, descubriera la entrada y pudiera introducirse en el castillo.

—Hacer una nueva mina seria largo y costoso, señora. Además de que los moros nos descubrirían.

—Ya lo veo y compruebo...

—Y entonces, ¿qué podemos hacer?

—Esta noche lo pensaré detenidamente por si encuentro algún medio de salvarnos. Al no volver los emisarios, nadie podrá auxiliamos, puesto que nada saben los cristianos de estos contornos...

—Señora —dijo el Capitán de la guardia pocos días después— quedan ya poquísimos alimentos. Si no vienen a auxiliarnos ni encontramos algún otro medio, feneceremos todos. Los moros no nos inquietan porque esperan que, por hambre, nos rindamos de un momento a otro.

—¿Cuántos hombres hay útiles todavía?

—Pocos, pero pensad que el castillo no puede quedarse totalmente desguarnecido.

—Señora: Hay varios enfermos. Sin duda la escasez, las privaciones... Me han encargado deciros que, si lo permitís, en un esfuerzo desesperado saldrán todos nuestros hambres útiles a batirse con los moros, salvo unos pocos que queden aquí de guardia.

—Ellos son legión. Y nosotros... ¡Pobres de nosotros, un puñado...!

—Pero todos valientes y decididos. Tal vez una sorpresa, que no esperan.

—Lo creo una temeridad; pero en fin, si no hay otro remedio...

Se preparó una salida desesperada para ver si se podía sorprender a los moros. Pero éstas estaban bien prevenidos y tras una lucha cruenta, donde para cada soldado cristiano había seis árabes, unos fueron muertos, otros malheridos y los pocos restantes, prisioneros.

D. Elvira y los habitantes de la fortaleza, siguieron palpitantes de angustia todas las incidencias del combate. Hicieron verdaderas proezas, pero fue imposible. Además de los enemigos que entraron en combate, quedaban muchas fuerzas refresco que no tomaron parte en la lucha. Era, pues, totalmente imposible continuar la resistencia.

El castillo era un valle de lágrimas. Los familiares de los muertos y prisioneros no tenían consuelo. Para colmo de desdichas los moros atormentaban y azotaban a los prisioneros con la mayor crueldad, a la vista de los de la fortaleza. Este terrible malestar, ya casi sin agua ni alimentos, sin esperanza de recibir refuerzos de los castillos inmediatos donde enviaron a pedir ayuda, con varios enfermos, hacían tan angustiosa la situación, que la inteligente Dª Elvira sorprendió en algunas hoscas miradas los primeros síntomas de rebeldía.

En el gran patio central del castillo convocó, en una especie de sesión o asamblea, a todos los habitantes de la fortaleza. Cuando estuvieron reunidos, se expresó así:

—Bien veis, queridos hijos, que hemos agotado todos los medios humanos de resistencia...

—Cierto —afirmaron.

—Y que esto no puede continuar porque moriremos. Pues bien: He pensado que en vez de sacrificar a todos vosotros, con una persona que se sacrifique, basta. Y esa persona que ha de sacrificarse para salvar a los demás, seré yo. Al terminar esta asamblea, izaremos bandera blanca y parlamentaremos con los sitiadores, tratando de sacar el mejor partido posible. Procuraré y convendré con Mohamed Ben-Alí una honrosa rendición. Aunque con lágrimas en los ojos, los sitiados acataron esta extrema resolución, porque vieron que no quedaba ya otro remedio.

Al amanecer del día siguiente en que tuvo lugar la asamblea, en la más alta torre del castillo ondeó la bandera blanca. A los pocos instantes, en el campamento moro izaron otra: Era la señal del parlamento.

Se destacaron dos soldados del campamento cristiano, a los que salieron a recibir cuatro moros del ejército sitiador.

—Queremos parlamentar con Mohamed Ben-Alí —dijeron los cristianos.

—Así, armados, no podéis pasar a su tienda.

—Lo sabemos. Las únicas armas que traemos son las espadas. En vuestras manos las depositamos hasta nuestra vuelta. Venimos en misión de paz.

Conducidos a la tienda del Jefe, éste les dijo:

—Podéis hablar.

—Venimos enviados por nuestra señora Dª Elvira. Nos encarga os digamos qué es lo que deseáis al cercar nuestra fortaleza, si sus habitantes, si el botín...

—Deseo únicamente a ella. Por ella, no por el castillo, ni por las tierras, ni por las riquezas os sitié. Eran muchos sus desprecios y tenía que reducirla por la fuerza.

—Bien. Con vuestro permiso, podremos ir a llevarle vuestra contestación.

—¡Que Alá os guíe!

Nuevamente volvió a ondear la bandera blanca en el castillo cristiano. Igual hicieron los moros. Los mismas emisarios de antes, saludando y entregando las espadas, hablaron así en cuanto estuvieron ante el caudillo moro:

—Señor: Os dice nuestra señora, la castellana Dª Elvira, que si lo que deseáis es tan sólo a ella —puesto que sois rico y poderoso y de todo tenéis de sobra— que está conforme con entregarse, con tal que dejéis libres a los habitantes del castillo; esto es: que levantéis el cerco y que dejéis en libertad a los prisioneros.

—Bien. Aceptado. Si ella se entrega, todos quedaréis libres. Y levantaré el cerco del castillo.

—¿Y los prisioneros y heridos?

—Os serán igualmente entregados, sin sufrir daño alguno.
 
—Hay otra condición, Mohamed Ben-Alí.

—Vosotros diréis.

— Quiere Dª Elvira que al entregarse estén presentes no solamente vuestras tropas y las suyas, sino también los prisioneros.

—¡Caprichos de mujer...! Acepto.

—Formaréis a los prisioneros delante mismo del castillo y entonces ella saldrá y será vuestra.

—¿Y cuándo ha de ser esto?

—Mañana al amanecer.

—Hasta mañana, pues. Y mis soldados saludan a vuestra señora... y futura esclava de mi harén...

Una carcajada lanzó el Rey moro, que heló la sangre a los parlamentarios.

—No sé por qué —dijo uno de los emisarios— me parece que nuestra señora alguna estratagema prepara...

—¿Qué ha de preparar la infeliz? Bien a la vista está que se sacrifica por salvar a sus súbditos...

Conocida la aceptación de sus condiciones por Mohamed Ben-Alí, que llenaron de alegría a Dª Elvira, dijo a su dama de honor de confianza:

—Leonor: Vísteme con mis mejores trajes. El de desposada, con todas las galas.

—Señora —dijo la doncella—, bien veo el enorme sacrificio que hacéis par salvarnos a todos. Si al menos yo pudiera correr vuestra misma suerte —dijo llorando angustiada.

—Agradezco tu fidelidad, pero no es posible. No voy como señora, sino como esclava, puesto que éste parece ser el designio de Dios.

Lágrimas de dolor surcaban el rostro de ambas. Dª Elvira, con firmeza, se quitó sus burdos trajes de estameña, y poniéndose las galas de desposada, joyas y adornos, se preparó al sacrificio.

—Llevaré tan sólo la Cruz bendita y las flores del sepulcro del Señor que mis antepasados trajeron de Jerusalén... Se puso al cuello la preciada reliquia, que estrechó contra su corazón, y tomando en sus manos las preciadas flores, dijo a Leonor:

—Estoy dispuesta. Acompáñame al menos en estos últimos instantes.

Recorrió, así vestida, como una reina, todas las dependencias de la fortaleza, despidiéndose de todos. Finalmente, subió a la Torre del Homenaje y desde la ventana más alta a Mohamed Ben-Alí, dijo:

—Deja que los prisioneros lleguen hasta la puerta del castillo, que voy en el acto.

—Libres sois, prisioneros —dijo el Rey moro— y podéis ir libremente donde vuestra señora os reclama.

Los prisioneros se pusieron en marcha y contemplaron a su señora, que estaba ya subida sobre la ventana más alta de la torre. Daba escalofrío mirar aquella figura. Igual que las vírgenes cristianas en los circos romanos salían al encuentro de las fieras que habían de devorarlas, Dª Elvira dirigió sus últimas miradas de despedida a los contornos de su amado castillo y a los súbditos, que con piadoso respeto y lágrimas de cariño la miraban.

—Adiós, queridos hijos. Por tal os tuve siempre y así os he amado. Y dirigiéndose al Rey moro, le dijo muy fuerte, para que todos pudieran oírla:

—Puesto que tuya soy y has cumplido lo pactado, allá voy. Y lanzándose al vacío desapareció de la vista de los de la fortaleza.

Seguro, segurísimo sería, que recogieran únicamente su cadáver, hecho trizas... Un grito general de angustia y asombro se escapó de todas las gargantas.

Los moros esperaban que saliera por la puerta, no por la ventana y desde la torre más alta de la fortaleza. El asombro de los moros fue grande. Pensaron que su Rey solamente podría recoger los tristes despojos de la valerosa mujer a la que tan ciegamente había amado. Era imposible que desde aquella altura, llegase viva al suelo.

En la mano izquierda llevaba las flores, Con la derecha sujetaba sobre su pecho la Cruz.

La falda de aquel traje de gala era amplísima. Y a esa moda la llamaban "Cachuchita". Y cuando todos esperaban que se estrellara, la falda de Doña Elvira, abriéndose en forma de paracaídas, la sostuvo en el aire, sin descender, como si alguien la sostuviera. Visto esto por los moros, tal pánico se apoderó de ellas, que despavoridos huyeron gritando, aterrados:

Brujería, brujería...!

—¡Hechizo, hechizo! —repitieron otros.

Y como todos huyeron, el Castillo quedó libre.

Dª Elvira continuaba suspendida en el aire. En cuanto los moros se declararon en franca retirada, ella empezó a descender, lenta, pausadamente, corno si hubiera sido una pluma.

Recibieron a su Capitana los brazos amorosos de sus prisioneros, que unidos a los del castillo, empezaron a improvisar una dulce danza y canto de alegría, que es la que aún se conserva y se canta y baile en Cervera, y que lleva el nombre de la falda de la valerosa castellana, que, haciendo de paracaídas, salvó la fortaleza y a sus moradores. La Cachuchita.

Las fiestas y alegrías que habría en el Castillo cristiano son de suponer, como igualmente la satisfacción y gozo de sus vasallos, al ver a su señora sana y libre, rodeada de todos sus súbditos y se supone viviría feliz y dichosa entre ellos, los dilatados años de su preciosa existencia.

La Historia del baile de "La Cachuchita" se pierde en los lejanos tiempos pasados, como la del pueblo de Cervera. Sólo hay datos históricos a partir del reinado de D. Juan II.

Han pasado los años. Los siglos también. Nuestra hermosa España, libre de dominio extranjero, ha florecido en paz y prosperidad. Ya no necesitamos fortalezas para combatir al moro. Hoy la raza árabe son nuestros buenos amigos. Por eso, la mayoría de estos "centinelas de piedra" han desaparecido y solamente superviven algunos que, maltrechos en su mayoría, sólo nos recuerdan pasados tiempos heroicos, perfume de viejas y poéticas leyendas, o son residencias señoriales.

Del castillo o fortaleza de CERVERA, al que nos referimos, sólo quedan unas ruinas. Pero el perfume sutil y misterioso, lleno de encanto y nostalgia, perdura más que sus recios muros y se ha salvado: La Leyenda.

NOTA.

—Esta danza, transmitida con el relato verbal de generación en generación a través de los siglos, pasó a ser propiedad —digámoslo así— de la Hermandad de las Animas. En el novenario reclutaban una docena de jóvenes que iban bailando de puerta en puerta, recogiendo donativos de los vecinos de Cervera, para sufragar los gastos de novenario y Oficio de difuntos. Hace ya bastantes años que se perdió esta hermosa costumbre; pero la Sección Femenina de Coros y Danzas de CERVERA, quiso reconstruirla o mejor: restaurarla. Tan solamente una señora —que cuenta más de noventa años— recordaba de ella. Y a fuerza de paciencia, ciencia y constancia, se ha logrado volverla a su primitivo estilo.

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