LA CAPILLA DE VIRGEN DE ALLOUVILLE


La devoción que en todo tiempo y en todas partes se ha tenido a la amorosa Madre de los cristianos, a la celestial Virgen María, está atestiguada por los numerosos, mejor dicho, por los infinitos monumentos que vemos en su honor levantados.

La piedad de sus verdaderos hijos ha sido tal, que no se han contentado con magníficos templos donde con toda solemnidad se la tributan continuas alabanzas; no se han contentado con edificar esos hermosos monasterios cuyas ruinas encuentra aún el viajero en su camino; no se han contentado con erigirle aquí una humilde iglesia, allá un pobre oratorio, mas allá una retirada ermita, y mil y mil venerados santuarios; no, no se han contentado con todo esto.

El amor a la Virgen María, la Reina de los cielos, ha rayado entre sus devotos hasta lo infinito.

Francia es la primera de las naciones que nos presenta algunas especies del reino vegetal consagradas al culto de la Virgen, pero ninguna tan famosa como la que en el país de Caux existe, conocida con el nombre de la encina de Allouville, en cuyo tronco se alberga desde tiempo inmemorial una santa imagen de María.

El respeto y veneración que se tiene a esta imagen es tan grande por todo aquel país, que al pretender los impíos revolucionarios en la tristemente célebre época del terror, destruir la encina con la imagen prendiéndola fuego, armados los religiosos normandos junto al árbol, esperaron a los republicanos que fueran a cometer semejante sacrilegio

Rechazados victoriosamente por los devotos de la Virgen María, no se atrevieron a molestarles mas; y mientras toda Francia contemplaba horrorizada la impiedad de discípulos de Marat, Danton y Robespierre, mientras por todas partes se negaba a Dios y se suprimía su culto, aquella secular encina resistió al vertiginoso espíritu de impiedad de tan horrible época, viéndose la imagen de la Virgen como antes venerada y respetada, y por entre los nudosos ramos de la encina sobresalir la cruz de hierro de la ermita, desafiando a la incredulidad y a los impíos sentimientos de los revolucionarios

Cincuenta y cuatro pies de circunferencia encima de sus raíces tiene el anciano árbol, en cuyo tronco se halla la imagen de la Virgen.

Destruidas desde hace largo tiempo las partes centrales del árbol, solo subsiste por su fuerte corteza y por las capas interiores de su albura.

Todos los años, sin embargo, se le ve dar frutos y renovarse su espeso follaje.

Sus grandes ramas, que nacen del tronco a ocho pies de su base, cubren extendiéndose horizontalmente gran espacio de terreno.

El altar donde tiene su asiento la imagen de María, está en medio de una pequeña capilla, toda ella de mármol, construida en el tronco de la encina de Allouville que cuenta mas de novecientos años.

No solo contiene el tronco de esa célebre encina la preciosa capillita de la Virgen, sino que encima de ésta se conserva una pequeña habitación o celdita a la que se sube por una escalera espiral que da vueltas alrededor del árbol.

Para que por nadie sea profanado este original santuario, dedicado hace nueve siglos a la amorosa Madre de los pecadores, lo cierra un enrejado a través del cual el peregrino que se acerca a visitar a la Señora puede contemplar su sagrada imagen.

Como sucede a todos los santuarios y santos, tiene también el que nos ocupa, dedicado un día para celebrar anualmente su fiesta a la Santísima Virgen de Allouville. En ese día los habitantes del país presentan sus ofrendas a la Virgen ante el altar que guarda el viejo tronco de la añosa encina, cuyo fresco ramaje cobija a los devotos que van a implorar su divino auxilio y protección.

En ese día creerían faltar aquellos buenos campesinos, que tan gran devoción profesan a la Virgen de la encina, a un deber de gratitud si no acudieran a adorar y postrarse humildemente ante la sagrada imagen.

No se celebran allí aquellas grandes ceremonias de nuestra religión, como se hace en las catedrales de las grandes ciudades.

No se oyen allí las místicas armonías de una excelente capilla, de un escogido coro.

No se oye el voltear de las alegres campanas, que invitan a los fieles para que acudan al templo.

Ni aún las pobres melodías de un humilde órgano suenan en aquel rústico santuario.

Pero si falta en aquel venerado lugar esa pompa tan propia de las grandes basílicas, de las hermosas catedrales, en cambio saludan a la solitaria imagen de María los armoniosos trinos de cientos de avecillas y el dulce murmullo del cristalino arroyuelo que hace crecer a sus orillas frescas y lozanas flores que irán a adornar el altar de la Virgen, esparciendo por todo el contorno su perfumado aroma.

Reunidos muchas veces los piadosos normandos bajo las ramas de la venerada encina, también entonan sencillos cantos religiosos con los que alaban y bendicen a la Madre del Señor de cielos y tierra.

En todas partes, en la populosa ciudad y en la humilde aldea, en el suntuoso palacio o en la miserable cabaña tiene siempre la Virgen María una soberbia catedral o una humilde capillita como la de la encina de Allouville donde la piedad de los fieles puede cantar sus glorias o implorar sus mercedes.
 
 

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