EL CRISTO DE LA LUZ, UNA LEYENDA DE TOLEDO


La primera iglesia que encuentra a su paso el viajero que penetra en Toledo por la Puerta de la Conquista, es la pequeña ermita del Cristo de la Luz.

Y si es amante de las tradiciones de los pueblos y recordando que en su recinto oyó la primera misa el día 25 de Mayo de 1085, el ejército cristiano a quien se acababa de rendir la ciudad; si conocedor de las mil leyendas que guardan aquellas desnudas paredes, forjó en su fantasía la idea de un templo grande en sus magnitudes con su forma, grande también debe ser su sorpresa al hallarse en una reducida capilla de unos 14 metros de largo por 7 de ancho, compuesta de dos distintos cuerpos, y ante un pequeño retablo sobre el cual se destacan las dos imágenes que dan su nombre a la ermita, pequeñas como ella, pero tan importantes bajo el punto de vista de la tradición, como la ermita lo es bajo el punto de vista artístico.


Levantada, según todas las opiniones, hacia el siglo XI sobre el emplazamiento de otra ermita que con igual advocación se edificó en el mismo sitio durante la dominación de los godos, pertenece al primer período de arquitectura árabe denominado árabe-bizantino, y es, uno de los más antiguos y bellos monumentos de este género en España.

Está dividida en dos naves; la primera sustenta en su centro cuatro pequeñas columnas de varios dibujo y sobre ella se cruzan nueve bóvedas sostenidas por arcos lisos; pendiente del central se ve todavía la cruz de madera que traía Alfonso VI en su escudo, y bajo la cual hay una leyenda que dice:

«Este es el escudo que dejó en esta ermita el rey don Alfonso VI, cuando ganó Toledo, y se dijo aquí la primera misa.»
 
En la segunda sala, que es la que propiamente constituye la iglesia, hay dos altares que nada tienen que ofrecer a la curiosidad del artista ni a la consideración del arqueólogo; y en el centro un ábside en forma de tambor que sustenta el retablo, de estilo Churrigueresco, que sostiene las milagrosas imágenes.

Breve, muy breve es el recinto, pero ¡cuántos recuerdos acuden a la mente del hombre que lo visita!

Entre las muchas leyendas que cuenta el pueblo refiriéndose a este venerable lugar, hay una que llama más poderosamente la atención. Es la que sigue:

A mediados del siglo VI vivía en Toledo, en la plazuela de Valdecaleros, que va a desembocar junto al colegio de Doncellas, un judío, cuyas constantes predicaciones contra los cristianos, le habían dado una reputación que él, por su parte, se esmeraba en aumentar.

Estaba solo completamente en el mundo. Huérfano desde niño, y habiendo rehusado casarse cuando llegó a la edad de procurarse una familia, su única pasión, pasión inmensa y devoradora, era el odio hacia Jesús, odio cada vez mayor por lo mismo que se revolvía en la impotencia.

Y esta aversión que le inspiraba el profeta de Nazareth, estaba justificada. Hijo fiel y entusiasta del pueblo a que pertenecía, celoso de su origen, dimanado del mismo Dios, y admirador de sus grandes glorias pasadas, Abisain, que tal era su nombre, había estudiado los libros sublimes en que Moisés, los jueces, los profetas, los reyes, dejaron huellas de su genio, trazando esas páginas tan grandes, esas páginas tan hermosas que durante mucho tiempo se adelantaron tanto al espíritu general del mundo, que el hombre, incapaz de comprenderlas como obra de los hombres, las supuso descendidas del cielo, desbordándose como manantial de gracia de los labios del Creador.

Y en sus largas horas de estudio, en las tristes veladas del invierno, en que el viento al silbar y la lluvia al caer, remedan eco confuso de suspiros, como si hasta él llegasen las quejas de los desterrados descendientes de Judá; en esos largos momentos, dedicados a la contemplación de lo que fue, el espectáculo de las glorias de su raza había pasado muchas veces ante su vista como radiante meteoro que aparece un instante en el espacio, brilla con fulgor vivísimo y luego desaparece tras el horizonte impulsado por una fuerza desconocida que le impele en el infinito, e identificándose con sus progenitores, el ánimo de Abisain había seguido paso a paso la historia de su pueblo, extasiándose con él en las ciudades primitivas en medio de los patriarcas que hablaban con Dios, y a quien servían de mensajeros los ángeles; sufriendo con él en Egipto y llamando al Ser poderoso que había de romper su servidumbre; admirando la grandeza del Omnipotente al cruzar el desierto bajo su egida protectora; sintiéndose fuerte con las conquistas de Josué, con los consejos de Samuel, con el poderío de David, con la ciencia de Salomón; llorando luego nuevas servidumbres para después regocijarse con nuevas redenciones, halagado sin cesar por la idea de un Redentor humano y divino que asegurase a la raza predilecta de la Divinidad, el poder sobre la tierra y la posesión del cielo.

Así había llegado en su ojeada retrospectiva a aquellos desgraciados tiempos en que Roma lo absorbía todo, y llevaba a todas las naciones sus banderas, y sus águilas a todos los cielos, y sus astros a todos los horizontes; tiempos de lucha y de dolor, en que el profeta lloraba con lágrimas sublimes la destrucción del templo y la ruina de Jerusalén, en que había algo como una sombra en todos los espíritus; algo como una preocupación en todas las imaginaciones, y en que los judíos, perdida ya su importancia, perdían también su autonomía, y perdían también su libertad; en que sus gobernadores, siervos de Roma, obedecían temblando a sus altivos señores, y compraban al precio de su humillación una sombra mezquina de poder, una influencia ficticia en los destinos de su pueblo.

Y al llegar a la historia tan triste de aquellos días, los ojos de Abisain manaban llanto, y su corazón manaba sangre, y cada vez era mayor su esperanza en aquel rey poderoso, en aquel Mesías, que rompiendo la esclavitud de Israel, vengaría la dureza de sus ofensas y la infamia de su abyección.

Pero Jehová, el gran Dios del Sinaí, está airado contra su pueblo, y va a retardar, y a retardar indefinidamente, el cumplimiento de su palabra; va a esparcir a sus hijos predilectos por la superficie del planeta; va a permitir que se extinga el fuego sagrado que arde en sus altares; que se derrumbe el templo suntuoso levantado por Salomón y reedificado por Zorobabel a su regreso de Babilonia; Israel va a dejar de existir como pueblo, a perder su patria, su significación, y a pasear su miseria por delante de todas las razas atónitas ante el decreto del destino.


Se levanta de entre las calles de Judea un hombre extraordinario, predicando una nueva doctrina que quiere sustituir a la doctrina antigua; un hombre de acento atractivo, que aspira a ser reformador del gran Moisés, y que, diciéndose el Mesías, predicará, no la destrucción, no la matanza de los enemigos de Judá, sino el perdón de las ofensas y el castigo de las injurias; un nuevo profeta que llora ante Jerusalén por su próximo fin, y que lejos de oponerse a las exacciones, a la tiranía de Roma, reconoce al César, le paga tributo, y apartando su mente de la tierra, alza los ojos al cielo, y canta, no la redención del cuerpo que muere, que pasa como el polvo del camino, sino la redención del espíritu, eterno como Dios y coexistente hasta en la eternidad.

En vano este hombre muere por blasfemo, por sedicioso, por sacrílego; alrededor de la cruz de donde pende su cuerpo, se agrupa la humanidad, y su muerte señala la muerte de Roma y la renovación completa del mundo. Y las generaciones nacen y crecen junto a aquel madero que llega a ser su enseña venerada, y una tras otra dejan caer sus maldiciones sobre Israel que ya proscrito, vagabundo, sin patria y sin hogar, recorre la tierra, llevando, sin embargo, en su imaginación la idea salvadora que tantas veces le libró de la servidumbre y que es el único bálsamo que cierra sus heridas, el único consuelo que alivia sus dolores. De la terrible conmoción que le ha privado de cuanto es grato al corazón, este pueblo no ha sacado más que una cosa incólume: su fe.

En estas ideas nutría Abisain su entendimiento y sus recuerdos eran avivados y alimentados sin cesar por la vista del culto que su patria adoptiva rendía al Crucificado. A su alrededor, en la plaza pública, en su misma calle, cerca de su misma casa, todo un pueblo se humillaba ante el falso profeta, reconociendo unos y negando otros su divinidad, pero acatándole todos como a un ser superior en quien veían el hijo del Todopoderoso, o la primera criatura del Universo; en todas partes se elevaba ante él, se presentaba ante sus ojos aquel cuerpo yerto, sostenido por dos brazos rígidos y sin vida, pendiente del madero ominoso en que morían los esclavos, con los labios aún entreabiertos, de que parecía escaparse un último suspiro, y los ojos medio cerrados, de los que parecía escaparse una última mirada.

De todas las imágenes cuya vista le ponían fuera de sí había una sobre todas ellas que le atraía, hacia la cual le arrastraba un movimiento que no era dueño de contener, una fuerza que no podía contrastar; esta imagen era la del Cristo de la Luz, que se veneraba con gran fe en la ermita de su nombre, al lado de la Puerta de Valmardon o Agilana (que así se llamaba el arco conocido hoy con el nombre de la Conquista, por atribuirse su fundación a Agila). Y es que aquel crucifijo era tenido en mucho por los cristianos, y esto bastaba para hacerle aborrecible a su eterno enemigo.

Pero efecto, sin duda, de la misteriosa atracción que sobre él ejercía aquel lugar siempre que salía de su casa y había de pasar por delante de la ermita de la Cruz aunque quisiera oponerse a ello, sus pies le llevaban allí con gran fuerza, y su voluntad acababa siempre por ceder a un deseo tan fuera de razón.

Pasaba por delante de la puerta, abierta siempre, y en el momento de pasar dirigía al interior una mirada de odio que iba a encontrarse con la muerta mirada de la imagen.

Esta era la vida que hacia en Toledo el judío Abisain el año 555 de nuestra Era.

Hallábase un día Abisain sólo en su casa haciendo sus eternas consideraciones sobre la historia de su pueblo, cuando uno de sus amigos, judío como él, llamado Sacao, vino a verle con el rostro alborozado y manifestando un contento que no trataba de ocultar.

Sacao sabia el rencor que su amigo abrigaba en su pecho contra los sectarios de Jesús; sabia su particular aversión a la imagen del Cristo de la Luz, y quería darle una noticia, convencido de que oyéndola, palpitaría de placer su corazón.

Unos cuantos de entre sus amigos, celosos de la devoción de los cristianos, trataban de acabar con ella y conseguir que los cristianos mismos fueran los que perdieran su fe en la milagrosa imagen, trocándose su afecto en odio repulsivo, y con este fin habían puesto en ejecución un proyecto infernal, del que con seguridad esperaban felices y provechosos resultados: aprovechando la soledad en que quedaba la iglesia por la noche, habían impregnado de un veneno muy activo que producía la muerte instantánea los pies del Crucificado, para que al día siguiente, todos los que fueran devotamente a besarlos como tenían por costumbre, cayeran como heridos por un rayo.

El resultado era infalible. Los cristianos perderían su fe en una imagen donde viniendo a buscar la vida, encontraban la muerte, la enfermedad en vez de la salud, y esto no podía menos de entibiar profundamente su respeto a una religión que de este modo mataba a sus más fieles y devotos adoradores.

Al oír este relato se estremeció de alegría Abisain, y felicitando por tan dichosa idea a su amigo, se vistió al punto para salir a recoger noticias. Ya debía saberse en todas partes la muerte de los primeros imprudentes que se hubieran acercado al madero del que pendía el Redentor para poner en él el beso del amor y del respeto.

Se representaba con satisfacción el terror de los cristianos, su espanto, cambiado de pronto en odio y repugnancia hacia aquel mismo crucifijo, antes y de tal modo querido. Veía germinar la duda en aquellos cerebros asombrados, reñir encontrada contienda en sus corazones las creencias y los recuerdos del pasado con los sarcasmos y escarmientos del presente; veía a los parientes de las víctimas agrupándose a las puertas de la iglesia preguntando por los seres queridos de su alma, y temblando de horror al verlos tendidos sobre el desnudo pavimento con el rostro amoratado y con los labios entreabiertos, y como heridos por la cólera divina. Y en su ciega obstinación creía oír los lamentos de todos, resonando confusamente y atravesando el espacio para llegar a su oído como una música cadenciosa.

Pero esto n0 le satisfacía. Necesitaba ver por sí mismo estas escenas que tan imperfectamente le representaba su calenturienta imaginación. Llevado de esta idea se vistió en un momento, y en compañía de su amigo, tan satisfecho como él, salió de su casa en dirección a la ermita del Cristo de la Luz.

Una cosa le llamó la atención y vino a confirmar más y más sus ideas. Las calles estaban desiertas, las casas cerradas, y ni una sola persona se cruzó en su camino.

—Todo se sabe ya,—murmuraban entre sí los dos hijos de Judá, todo se sabe, y la población en masa ha acudido a presenciar ese castigo, cuya causa buscarán todos sin que ninguno de con ella. Ya vacila su fe, ya pierden su esperanza; ya, desesperados, bajan los ojos a la tierra, separándolos de un cielo que se les muestra tan injusto...

Con estas reflexiones continuaron su marcha sin hablarse, abstraído cada cual en las suyas propias y saboreando el placer de la venganza satisfecha, que embriaga a los espíritus mezquinos y halaga los instintos más perversos.

Conforme se acercaban a la Puerta de Valmardon, iban encontrándose algunas personas, pero con gran extrañeza suya, todas llevaban en su rostro señales de la más viva satisfacción. Esto era para ellos un misterio que confundía su inteligencia, pero se creyeron engañados por sus sentidos. También notaron que al pasar a su lado los cristianos les dirigían miradas de desdén unos y de cólera otros; Sacao bajaba los ojos no pudiendo soportarlas; Abisain, por el contrario, las desafiaba, devolviendo desdén por desdén, odio por odio, orgullo por orgullo.

—Sí,—murmuraba entre dientes, - nosotros hemos causado el daño que os espanta; nosotros, pobres criaturas que aún conservamos íntegro el culto del verdadero Dios, inalterable a través de las edades y a través de los acontecimientos, hemos vencido a vuestro irrisorio Nazareno, nacido en un establo, azotado por nuestros mayores, condenado a la muerte vil de los esclavos por nuestras leyes y arrastrado a la cumbre del Gólgota por el odio de nuestra raza. Entonces humillamos su pretendido poder y dimos muerte al Inmortal, y al choque de nuestras ideas su pretendida divinidad se deshizo como la niebla herida por el sol; hoy, nosotros le vencemos nuevamente. Una cruz acabó con su vida hace seis siglos; hoy, al cabo de ellos, una gota de veneno da al traste con su divinidad.

De repente se detuvieron; pálido y desencajado, su amigo Leví venia hacia ellos con las facciones descompuestas por el terror, y los ojos como saltando de sus órbitas. Al verle de este modo, recordaron los hechos que en su camino habían presenciado y comprendiendo que podían tener una explicación distinta de la que le daban ellos, un extraño presentimiento empezó a torturar su corazón.


—¿Qué es eso, Leví?—preguntó con voz algo alterada Abisain.

—¿Dónde vas y por qué tiemblas? ¿Qué pasa?

—¿Qué pasa?—refunfuñó Leví en voz baja.—Que Jehová no quiere que cese todavía en España el cautiverio de Israel; que continúa airado contra su pueblo, y que el ángel rebelde que le burló en el Paraíso protege a los cristianos con artes mágicas y vela por el nombre del impostor insensato que llevó su atrevimiento hasta tratar de destruir la ley indestructible de Moisés.

—¿Pero qué ha sucedido?—interrogó á su vez Sacao. Nuestro plan...

— Nuestro plan,—replicó Leví,—se ha vuelto contra nosotros, y queriendo hacer perder su fe a los creyentes, sólo hemos conseguido afirmar la de muchos incrédulos que de hoy más opondrán a nuestras palabras y a nuestros argumentos, el hecho mismo de que pretendíamos sacar una prueba de la impostura del Cristo y la falsedad de su doctrina.

—La duda nos atormenta. Habla.

—Ya sabéis que anoche los pies del crucifijo en que todos los días ponen sus labios los cristianos al entrar en la iglesia, fueron impregnados de veneno; pues bien, yo lo he visto, oculto desde una casa inmediata; apenas los rayos del sol brillaron en el cielo, se llenó la ermita de fieles que, insultando nuestra ley, iban a adorar al impostor. Terminada la misa, se levantó la primera una mujer, y fue a besar los pies del falso Redentor. Palpitó mi pecho con fuerza, y abrí los ojos cuanto pude para ser testigo de lo que allí iba a suceder; pero, con gran extrañeza mía, con admiración de todos, la imagen del mentido profeta separó de la cruz en que le tenia clavado el pie que la mujer buscaba, quedando éste desclavado, entre los gritos de asombro de los circunstantes. Creyó la devota que su Dios estaba airado contra ella, y otra mujer trató de imprimir un beso en el pie de Jesús; volvió a repetirse el hecho inexplicable, y entonces todos los que en el templo estaban, se desparramaron por la ciudad gritando: «milagro» mientras su rabino, yendo hacia el crucifijo, hacia notar la presencia del veneno que aparecía como una mancha negra sobre su planta descarnada.

Todo el pueblo acude a la iglesia para ser testigo de lo que llama hecho maravilloso y adorar la efigie para ellos tan querida, y todos, aunque sin pruebas, nos acusan. Venid, alejémonos de su paso para no dar motivo a sus sospechas.

Y arrastrando a los atónitos judíos, que absortos e incapaces de resolución alguna, le siguieron como atontados, se alejó Leví en dirección a la Vega para entrar en Toledo por la Puerta del Cambrón y ganar su casa por aquellos sitios alejados del centro de la ciudad.

Aquella noche Abisain no pudo descansar. Preocupado y triste durante todo el día, por más que quiso dedicarse a sus habituales trabajos, le fue imposible sujetar su inteligencia y tuvo por fin que abstenerse de ocupar su imaginación.

Cuando ya a la madrugada logró conciliar el sueño, visiones horribles le agitaron. Le pareció tener delante de sí el cárdeno rostro de Jesús iluminado por vaga sonrisa que le daba un aspecto singular; veía entreabrirse sus labios descoloridos, y el viento, al pasar por entre los rotos dientes de la imagen, parecía como pronunciar palabras burlonas que encendían las mejillas del rencoroso israelita. Quería éste gritar, y las frases se anudaban en su garganta; quería insultar a su enemigo, y sus labios se negaban a dar paso a los insultos inspirados por su cólera.

Largo tiempo permaneció así, pero de pronto un sudor frio como el sudor de la muerte bañó su frente y empapó su cabello. Vio que el Cristo se desprendía del madero, bajaba al suelo, y con los brazos extendidos como los tenia en la cruz, venia lentamente hacia él; y pálido y medio loco de terror, escuchando el castañeteo de sus dientes, echó a correr para librarse de aquel abrazo que estaba decidido a evitar aun a costa de su vida; y tras él empezó a andar la escultura, pretendiendo alcanzarle en su carrera, que se señalaba en el polvo con un reguero de sangre.

La distancia era cada vez más corta; sus piernas flaqueaban ya negándose a sostenerle... un paso más y quedaba preso en aquellos brazos aborrecidos, y sus labios se unían a aquellos labios sin color, y sus ojos a aquellos ojos sin luz...

Entonces hizo un esfuerzo sobrehumano, y este esfuerzo le despertó. Todo había sido un sueño, pero tan terrible, que toda la noche estuvieron pasando por delante de sus ojos girones de sombras, en los cuales palpitaba como el relámpago en un cielo tempestuoso, la muerta mirada del crucificado.

Cuando se levantó era muy tarde. El sol había andado ya la mitad de su camino, y con las brumas de la noche habían desaparecido los fantasmas que le dieron tanta pesadumbre; la impresión, sin embargo, que dejaron en su ánimo, se mantenía aún viva y vigorosa. Todos sus esfuerzos para olvidar la pesadilla fueron nulos, y a la caída de la tarde, cuando el astro del día que se hallaba cerca del horizonte iba a ocultar tras él su disco de fuego, comprendió que el aire libre le haría bien, y salió.

Bajó a la orilla del rio, cruzó su plateada corriente, y abstraído en sus reflexiones siguió por la ribera hasta llegar al punto hoy llamado Huerta del Rey, donde más tarde se construyeron los hermosos palacios de Galiana, la hermosa virgen sarracena.

La tarde era tranquila. Reinaba en el espacio una calma profunda. El cielo, encapotado en su mayor parte por densos nubarrones, reflejaba en las aguas su color plomizo. Las primeras sombras de la noche empezaban a cubrir los valles y a extenderse por la llanura. Los pájaros se recogían entre las hojas de los árboles. Sólo el rio turbaba el silencio con su monótono gemido. En aquella calma de la naturaleza había algo triste, algo fúnebre, que agolpaba las lágrimas a los ojos.

Aquella calma parecía presagiar la tempestad, pero la tempestad desbordada, rugiente, arrasando con su encendido soplo las campiñas y las montañas. Abisain se dejó influir por esta tristeza, y sus pensamientos sin orden adquirieron un tinte melancólico. Fijos los ojos en el agua, parecía perseguir hasta en su revuelto fondo las ideas que trataban de escapársele. Un malestar interior, cuya causa ignoraba, le oprimía, y su corazón palpitaba con fuerza, y la sangre corría por sus venas en desusada corriente. Hizo un esfuerzo para separarse de aquellos sitios que ejercían sobre él tan extraña influencia, y temeroso de que la noche y con ella la tempestad, pronta a estallar, le sorprendieran en el campo, emprendió lentamente el camino de la ciudad.

El rio seguía gimiendo, gimiendo eternamente, y el viento parecía gemir también al resbalar sobre su tersa superficie. Pasó el Puente de Alcántara, subió la cuesta que hoy conduce al Miradero, y sin darse cuenta de lo que hacia se dirigió a la Puerta Agitana o de Valmardon.

Se detuvo de repente, dando un grito de asombro: se hallaba delante de la Ermita de la Cruz.

La pequeña iglesia estaba solitaria y abierta como siempre para que los que quisieran adorar a Dios en sus duelos o en sus alegrías pudieran hacerlo libremente y a todas horas.

Una débil lámpara, pendiente del techo, alumbraba con su escaso fulgor las imágenes milagrosas, derramando en torno de ellas imperceptible claridad. La noche babia cerrado completamente y la calle estaba solo iluminada por aquel único rayo de luz que salía del templo cristiano.

Abisain se preguntó en vano quién le había llevado allí; no pudo contestar á su pregunta. Pero ya en aquel sitio pensó en todo cuanto babia sucedido el día anterior, y deseó comprobar por sí mismo la exactitud del relato de su amigo Leví, en el cual veía algunos puntos que él juzgaba agrandados por el miedo.

Entró, pues, venciendo la repugnancia que sentía, y se aproximó de puntillas al altar, pero casi al mismo tiempo dio un paso atrás exhalando un grito de estupor. Era verdad cuanto Leví babia contado bajo la impresión del momento; el hecho tenido como sobrenatural por los cristianos, y que él trataba de explicarse por medios humanos, estaba allí patente, delante de sus ojos; no era sueño de un alma impresionable; no era delirio de una imaginación sobreexcitada, no. Era verdad; era verdad, y el Redentor, pendiente de la cruz, con un pie desclavado y separado del madero, parecía llamar sobre sus cárdenos labios descoloridos una sonrisa sarcástica con que responder al asombro del israelita; parecía decirle en medio de la calma de la noche, en el monótono movimiento de la lámpara que colgaba iluminando la pequeña nave:

—¡He vencido!

Y Abisain, en quien bien pronto la estupefacción dejó lugar al odio, al asombro, al deseo de venganza, no pudo contener un rugido que se exhaló de su pecho y vino a turbar el silencio que reinaba en torno suyo.

—No; todavía no has vencido, Nazareno. Todavía tu mirada que me provoca se encuentra con la mía, que no se baja ante ninguna. Ayer fuiste el ludibrio de mi raza; hoy será el objeto de mi odio. Los cristianos repiten hoy tu nombre con respeto... Yo haré que mañana al presentarte a ellos hecho pedazos, comprendan que aquí, como en la cumbre del Calvario, a haber tenido suficiente poder, antes de salvar a los demás te hubieras salvado a ti mismo.

Y al oprimirse el pecho con las manos tropezó con un dardo que llevaba oculto entre sus ropas. ¿Quién lo había puesto allí? Ni él lo sabia ni se lo preguntó tampoco. Asió el hierro con su mano derecha, se hizo atrás, y con toda la fuerza de que se sentía capaz, lanzó el dardo al pecho de la imagen de Jesús.

Un momento de estupor sucedió en él a este acto sacrílego.

Un ¡ay! que nada tenía de humano, un grito dolorido, hendió los aires y fue s perderse en lo alto de las bóvedas.

La escultura, arrojada por el golpe fuera de su centro de gravedad, vaciló un instante y luego cayó pesadamente, primero sobre el altar y después sobre el pavimento, produciendo al caer un ruido sordo y singular. La lámpara que pendía del techo apagó violentamente su luz como impulsada por una mano invisible; como si el único vestigio de vida desapareciera de allí a la caída de la imagen.

Abisain, sin embargo, se repuso bien pronto. No había terminado todo para él. Comprendió que nada conseguiría dejando allí la escultura. Los cristianos achacarían a un accidente lo que sólo era obra de su odio, y volverían a colocarla sobre el altar con grandes ceremonias. Esto no le satisfacía por completo. Era preciso que desapareciese la estatua.

La buscó a tientas largo rato, la halló por fin, y ocultándola entre sus vestidos salió sigilosamente de la ermita.

El cielo seguía preñado de densos nubarrones que robaban su fulgor a las estrellas. La lámpara de la noche no brillaba, y sólo de cuando en cuando, el relámpago, con su luz vivísima, rasgaba por un instante la extensión. El huracán rugía con fuerza poderosa, estrellándose con furor contra las puertas de las casas, y trayendo de la vega, como una tromba de gemidos, el ¡ay! doliente de las hojas secas, que separadas de su tronco vuelan, llevadas por el viento, en remolinos confusos.

No había nadie por las calles. En las casas, junto al hogar, las mujeres rezaban pidiendo a Dios que hiciese huir de Toledo la tempestad que cernía sobre ella sus negras alas, y cuyos rugidos se mezclaban al ronco rebramar de las aguas del Tajo, que parecían prontas a romper su cauce y desbordarse por la vega.

Nadie vino a turbar a Abisain en su carrera precipitada: ni un ser viviente se cruzó con él, que, llevando la imagen del Cristo en los pliegues de su talabardo, prosiguió hasta la plazuela de Valdecaleros, donde vivía. Al llegar allí volvió la vista con cuidado a un lado y otro. Nadie le había seguido.

Cerró tras sí las pesadas puertas de la casa, y arrojando la pequeña escultura en un montón de estiércol que había en el portal, entró en su habitación sin querer encender una luz que revelase a la vecindad la hora a que se había retirado, y se acostó, fatigado por tantas emociones y decidido a dormir el más tranquilo de sus sueños.

Durmiendo estaba todavía cuando un rumor confuso de voces lejanas y débiles en un principio, fuertes después y poderosas, vino a despertarle sonando al pie de las ventanas de su cuarto. En aquella tempestad de lamentos y gritos de amenaza, que llegaba hasta él, creyó distinguir su nombre mezclado en una historia extraña al nombre del Cristo de la Luz.

El rumor crecía, se alzaba cada vez más potente, cada vez más atronador. ¿Qué significaba aquello? Abisain no sabia que pensar. Era imposible que si se trataba de su atentado de la noche anterior, se procediese contra él por meras sospechas, y estaba seguro, por otra parte, de que nadie le había visto. La gente, sin embargo, entraba ya en su casa, precediendo a la justicia.

Se buscaba la imagen del Cristo de la Luz, robada la noche anterior por la mano sacrílega de un judío, que para derribarla de su altar la había inferido una herida en un costado, llevándosela luego. Al obrar así, el insensato sólo había tratado de satisfacer un odio ridículo, y se había delatado a sí mismo, había firmado su condena.

La imagen, herida por el dardo que violentamente asestara contra su pecho el israelita, había empezado a derramar sangre, y un reguero acusador, que la lluvia no había podido borrar, se extendía desde la celebrada ermita hasta la casa del judío Abisain, señalado de este modo por la justicia divina como autor del criminal atentado.

Cuando esto oyó Abisain, pálido de terror, desde su cuarto, saltó enseguida del lecho y fue a ponerse sus vestidos, pero un grito ronco, grito de espanto y terror, quedó ahogado en su garganta: sus vestidos estaban manchados de sangre y aquella sangre era del falso Mesías.

Cedieron en esto las puertas del cuarto a la multitud que penetró en él tumultuosamente, se apoderó de Abisain, que no sabia lo que le pasaba, que casi loco de terror, se prestaba a todos sus movimientos, y le arrastró hasta el corral.

Allí, en el mismo lugar donde la había dejado, rodeada de un cerco luminoso, se alzaba la imagen del Cristo de la Luz, teniendo aún el pie derecho desunido del madero y vertiendo todavía sangre por la herida que la noche anterior le hiciera el dardo del judío. Toda la gente que había en la casa admiraba el suceso puesta de rodillas, y celebraba con fervor el nuevo triunfo alcanzado tan visiblemente por Jesús sobre sus naturales enemigos.

Aquella misma tarde, y después de un breve juicio en que Abisain se confesó autor del crimen, fue apedreado en presencia del pueblo, teniendo hasta su última hora delante de los ojos, como un espectro acusador, la aborrecida imagen de la Cruz, que le miraba con aire de triunfo.

En cuanto al milagroso crucifijo, llevado en procesión a su ermita, fue repuesto en su altar, y allí podéis verle todavía, después de más de dieciséis siglos, sin que en todo este tiempo trascurrido desde entonces haya menguado el aprecio que le tiene la ciudad de las siete colinas lamidas dulcemente por el Tajo.

 

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