SAN ALEJO, VIDA DEL SANTO QUE SIENDO PRINCIPE SE HIZO MENDIGO


Siendo San Alejo uno de los primeros santos, muchas leyendas han crecido alrededor de su vida y fueron muy embellecidas en la Edad Media. Las leyendas, sin embargo, no son solo cuentos de hadas; pueden ser una forma de arte o medio extremadamente útil para transmitir cierta verdad o cualidad especial acerca de una persona de una manera simbólica que ilustra un mensaje sobre la persona que el lenguaje ordinario o la narración no transmitirían.

 
Era el año 414, y el papa San Inocencio I estaba celebrando la Santa Misa en la Basílica Vaticana en presencia del emperador Honorio. Asistían también muchos magnates y gran concurso de fieles. De improviso, una voz misteriosa que parece salir del santuario, rompe la calma solemne del Santo Sacrificio:
 
—«Buscad al siervo de Dios: él rogará por Roma y el Señor le escuchará».


Como río de pólvora se extiende por la ciudad la noticia del portento. Se busca por todas partes al varón de Dios cuya existencia acaba de revelar el Cielo. Inútiles pesquisas. Vuelve el pueblo a reunirse en la Basílica suplicando al Señor que les de a conocer el paradero de su predilecto. Entonces, ante una multitud asombrada, habla de nuevo la celeste voz:
 
—«Mi fiel siervo está en el palacio del senador Eufemiano».
 
Al oír tales palabras, el emperador Honorio se vuelve al Senador y le reconviene diciendo:
 
—¡Cómo! ¿Lo tenéis vos escondido?
 
—Majestad, perdonadme, pero ignoro de quién se trata.
 
En esto, un lacayo se adelanta:
 
—Señor —dice a Eufemiano—, el varón exaltado por el Cielo a la cumbre de la santidad y de la gloria, ¿no será ese pobre extranjero a quien vos dais generosa hospitalidad en vuestra casa? Es un hombre que comulga muy a menudo, reza mucho, ayuna, visita mucho las iglesias y sufre los malos tratos de la servidumbre no sólo con paciencia sino con alegría...
 
—¿De quién me habláis? Dilo pronto —replica el senador.
 
—Señor ese pobre hombre que duerme bajo la escalera. Nosotros lo llamamos idiota, vagabundo y comediante. pero para mí que es un santo.

Acompañando al Pontífice y al Emperador, entra Eufemiano ansiosamente en su palacio, dejando afuera el murmullo impaciente de la muchedumbre. Corre hacia el cuartucho del mendigo y, con gran sorpresa, no halla más que un cuerpo engurruñado, envuelto en sórdido manto.
 
—¡Está muerto, está muerto! —exclama desconcertado.
 
Todos se acercan para verle. Parece un cuerpo glorioso. En sus labios húmedos todavía, ha florecido una sonrisa inefable. Los ojos irradian destellos de inmortalidad y de triunfo. Todo él despide un aroma celestial, un auténtico olor de santidad. Entre sus manos, asido fuertemente, tiene un pergamino. Eufemiano se lo arrebata con vehemencia, como si adivinara la imponente tragedia. Es una carta, con estupor y tembloroso lee la primera línea:
 
«Señor y padre mío...». Mira la firma: «Ego, Alexius», y enmudece de espanto: acaba de reconocer a su hijo.
 
Aecio, canciller eclesiástico, toma la carta, en la que el enigmático personaje revela su historia, y, con permiso del padre, empieza a leerla en alta voz. Todos le escuchan estupefactos. Alejo, era, efectivamente, el hijo único del senador Eufemiano y de la noble matrona Anglais, cuyo palacio ha sido siempre asilo de caridad cristiana y escuela de santidad.
 
Alejo en su juventud estudia con hábiles y santos maestros. Por condescendencia con sus padres se casa con una joven de la aristocracia romana. Pero el mismo día de la boda, en medio del banquete nupcial, oye la divina llamada:


 «El que dejare a sus padres, a su mujer, a sus hijos... por amor mío...» y no pudiendo resistir el impulso natural de la gracia, aquella misma noche huye sigilosamente de casa y se embarcó para el Oriente.

Alejo viaja como turista hasta Laodicea, de allí pasa a Edesa —hoy Orfa— en Mesopotamia. Era entonces Edesa famosa por sus templos, por sus palacios y por sus leyendas. De todos los pueblos de la tierra acudían allí peregrinos para venerar el sepulcro de Santo Tomás y beber de las aguas milagrosas que manaban en la fuente del patio de la Basílica.
 
«Creedme —decía Eteria a sus compañeras—: no hay cristiano de los que van a visitar los santos lugares de Jerusalén que no se decida llegar hasta esta hermosa ciudad».
 
Hasta allí llegó San Alejo, y a los pies del sepulcro del Santo Apóstol, determinó dar todo lo que le quedaba a los pobres, y se entrega en manos de la Providencia, viviendo durante diecisiete años aislado, despreciado, en la más completa miseria. Hasta los mismos criados de su padre que pasaron por allí buscándole, le dan limosna a las puertas del templo, sin conocerlo.
 
Durante todos aquellos años San Alejo se pasaba la mayor parte del tiempo dentro de la Basílica oyendo misas, rezando y pidiendo a Dios por la salvación de todos los hombres. Rezaba especialmente pidiendo por su mujer, para que se hiciera santa y no sufriera por él; pedía también por sus padres, para que también fueran santos y no sufrieran por él, y pedía por todos los hombres, especialmente por los que lo despreciaban y trataban con malos modos. Recordaba con frecuencia las palabras del Señor:
 
«No os preocupéis por qué comeréis, qué beberéis o con qué os vestiréis; vosotros buscad ante todo el Reino de Dios y su justicia y todas las demás cosas se os darán por añadidura».
 
Él que estaba acostumbrado a tomar todo el Evangelio a la letra, jamás quedó defraudado.

Un día —relata el P. Urel— estando Alejo sentado pidiendo limosna a las puertas del templo, vio cómo dos jóvenes forasteros, preocupados, hablaban su propio idioma. Acercándose a ellos, Alejo les habló en italiano:
 
—¡Hola, amigos! veo que andáis preocupados; decidme si en algo puedo serviros, que yo conozco bien esta ciudad.
 
—Es una historia muy larga, dijo uno de los muchachos; llévanos a una posada y allí te la contaremos.
 
El mendigo recogió los mantos de sus dos compatriotas, y les guió hacia una alberguería que se alzaba enfrente de la Basílica. Allí, delante de un jarro de vino, le empiezan a contar la historia:
 
— Nosotros, dijo uno de aquellos jóvenes, somos servidores de un senador romano llamado Eufemiano...
 
Al oír estas palabras, el mendigo palideció, pero logró dominar rápidamente aquella primera impresión. El mancebo continuó su relato:
 
—Es el caso que hace unos años, el hijo de nuestro amo desapareció de casa. Fue el mismo día que se casaba. Todo había sido preparado: el tálamo resplandecía como un trono, las guirnaldas y las flores llenaban el palacio, y los novios habían recibido ya las coronas de los esposados, en que se entrecruzan los jazmines con las perlas que brillan como el oro más resplandeciente herido por los rayos del sol. ¿Tú conoces a Roma?
 
—Algo —respondió el mendigo.
 
— Pues la ceremonia se realizó en la iglesia de San Bonifacio. Muchos años hacía que no se había visto otra semejante. Diez esclavos iban siguiendo el cortejo con canastillos llenos de escudos, sembrando de oro las calles. Al banquete asistió toda la aristocracia de la ciudad. Muchos millones de sestercios derrochó aquel día el senador Eufemiano, pues como se trataba de su único hijo, todo le parecía poco. Pero aquella alegría, desgraciadamente duró muy poco, pues todo terminó con una triste tragedia. Ya empezaban a despedirse los convidados, cuando el senador se acercó a su hijo, diciéndole:
 
«Entra en la cámara nupcial donde ya te espera tu esposa».
 
— El entró efectivamente; pero no sabemos lo que allí debió suceder. Ella cuenta que su joven esposo la echó un sermón, hablándole de la vida de los monjes y de sus ventajas. «Y hablaba tan bellamente —dice— que me dejó alelada». Porque, eso sí, el muchacho era tan simpático que parecía la gracia misma. Con los dedos de una mano se pudieran contar los jóvenes que había en Roma tan ricos, tan guapos y tan cultos como él. después que la embobó, se quitó el anillo y la fíbula de oro con que sujetaba el ceñidor, y se lo entregó, diciéndole:
 
«Guarda estos recuerdos hasta que Dios quiera; y que el Señor sea con nosotros».
 
— Luego salió de la casa, aprovechando la oscuridad y ya no se le ha vuelto a ver.
 
—Es una calaverada —murmuró el mendigo.
 
—Una calaverada mística, dice su padre el senador, porque él está convencido de que su hijo está en un yermo o en un cenobio; pero si está en alguna parte, debiéramos haberle encontrado ya; pues cuando desapareció salimos a buscarle por todo el mundo más de cien personas, por orden del senador, todos peritos en diversas lenguas y costumbres de los pueblos. Unos salieron por las tierras africanas; otros se fueron a España y las Galias; otros se fueron a Grecia, a los cenobios de los desiertos de Egipto, a Jerusalén, Antioquía, Capadocia y Mesopotamia, y hasta ahora nadie hemos conseguido el menor rastro de su paradero.
 
—Y la madre ¿qué dice? ¿Cómo está?
 
—Está bien pero triste y llorosa.

—Y la esposa, ¿también llora?
 
—Las dos están unidas con la misma pena, y se consuelan la una a la otra.
 
Alejo hizo un esfuerzo para disimular su emoción, y dándose un fuerte apretón de manos se despidió de sus paisanos. Se dirigió de nuevo al templo donde permaneció largo rato en oración dando gracias a Dios por haber sabido que su familia estaba bien, y así continuó día tras día pasándose la mayor parte del tiempo dentro del templo orando y alabando a Dios. Escuchaba con muchísima atención las santas lecturas de la Palabra de Dios, y cuando escuchaba los Evangelios, se imaginaba al mismo Jesucristo predicando para él aquellas palabras:
 
«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque suyo es el Reino de los Cielos».
 
San Alejo disfrutaba con la pobreza, ayunaba y hacía penitencia; por eso se contentaba con muy poco, y cuando las personas piadosas que le conocían le daban algo extraordinario, lo repartía con los otros pobres. Los compañeros que pedían con él no le entendían, e incluso pensaban si estaría algo loco, porque pedía muy poco y aun se contentaba con menos, repartiendo lo que le daban entre los demás pobres. Para algunos Alejo era un pobre chiflado, pero para otros les daba mucho qué pensar al verlo pasar tan largos ratos en oración y tan despreocupado con su vida, que cualquier cosa le sobraba.


Las gentes empiezan a llamarle «el hombre de Dios», pero la humildad del Santo se subleva. Él que estaba deseando que todos le despreciasen, empieza a ser honrado de todos, y no pudiendo sufrirlo más, junta un poco de dinero y toma un barco para Tarso donde había un templo famoso dedicado al apóstol San Pablo; pero Dios le había destinado a otro lugar, y, levantándose un viento impetuoso, fue arrastrada la nave hasta las costas de Italia.
 
El Santo, al encontrarse sin pensar otra vez en su patria, sintió deseos de volver a Roma, creyendo que tal como estaba de cambiado, nadie lo habría de reconocer. Antes era como un hermoso príncipe, joven y guapo, elegantemente vestido, pues pertenecía a la más alta aristocracia. Ahora, las austeras penitencias le hacían parecer mucho más viejo. Desaliñado, con barbas y vestido de andrajos, efectivamente, nadie le podría reconocer.

De nuevo en Roma, tan desfigurado estaba, que, efectivamente, nadie le reconocía, ni siquiera su propio padre.
 
Alejo, como esta ciudad la conocía tan bien, andaba por ella con facilidad. Iba desde el Foro al Campo de Marte, conversaba también allí con los peregrinos y pedía limosna a las puertas de la Basílica de Letrán, donde pudo reconocer a su padre que acudía al templo para oír misa y comulgar.
 
Un día al estar pidiendo y pasar su padre le entregó unas monedas y sintió gran deseo de abrazarle emocionado, pero tuvo fuerzas para retenerse y disimular la emoción. No obstante, con frecuencia paseaba por las puertas mismas de su casa, para poder ver a su madre y su propia esposa, lo que casi nunca conseguía, ya que éstas apenas salían de casa y lo hacían con largos velos, que le impedía reconocerlas.
 
Varias veces siguió encontrándose con su padre, quien, sin reconocerle, siempre le daba una generosa limosna, que él repartía entre los demás necesitados. Un día Alejo, movido por un sentimiento filial, se atrevió a mirar a su padre al rostro, y con lágrimas en los ojos que corrían por sus mejillas, le dijo:
 
— «¡Señor! usted que es tan bueno y caritativo, ¿no tendría en su casa algún rincón para mí?».
 
El senador le miró, y al ver aquel rostro que tanto se parecía al de su hijo, se sintió herido en el corazón, y le dijo que le siguiera. Al llegar a casa llama a uno de sus criados con el que tenía mayor confianza, y le dice:
 
— «Mira, quiero que prepares una habitación para este hombre, que le des ropas limpias, que se asee y que se quede a vivir con nosotros; por amor a mi hijo, quiero que lo tratéis como si de él se tratara.
 
—Sí, mi señor, así se hará, como quiere vuestra merced.

Le prepararon una pequeña habitación que había debajo de una de las escaleras, y allí se instaló San Alejo, sintiéndose feliz de vivir como peregrino en su propia casa. Allí vivía totalmente entregado a la oración, los ayunos y las penitencias, saliendo sólo para ir al templo para oír misa y comulgar. Meditaba mucho y leía con tanta asiduidad los Evangelios que casi se los sabía de memoria. Sobre todo, meditaba mucho en el Sermón del Monte:
 
«Bienaventurados seréis cuando os insulten y persigan, y con mentira digan todo género de mal contra vosotros. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa en el Cielo será muy grande... »
 
Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Pero Yo os digo:
 
Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen y calumnian, para que seáis hijos de vuestro Padre, que está en los cielos, que hace salir el sol sobre malos y buenos, y hace que llueva sobre justos y pecadores. »
 
Pues si sólo amáis a los que os aman, ¿qué recompensa esperáis? ¿No lo hacen así también los publicanos?
 
»Y si solamente saludáis y amáis a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de especial? ¿No lo hacen así también los gentiles?
 
»Pero Yo os digo a vosotros que me escucháis: amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen, bendecid a los que os maldicen, y orad por los que os calumnian.
 
»Al que te hiera en una mejilla ofrécele la otra, y a quien te robe el manto, no le impidas tomar la túnica. Dale a todo el que te pida, y no reclames al que te ha robado...»

San Alejo, desde el día de su boda, que oyó a Dios en lo interior de su corazón que le decía:
 
«No penséis que he venido a poner paz en la tierra; no he venido a traer la paz, sino la guerra. Porque he venido a separar al hombre de su padre, y a la hija de su madre, y a la nuera de su suegra; porque los enemigos del hombre son los de su propia casa.
 
»El que ama al padre o a la madre más que a mí, no es digno de mí... (Mt. 10,34-38).
 
»Si alguno de los que me siguen no aborrece a su padre y a su madre, y a la mujer y a los hijos, y a los hermanos y hermanas, y aún a su propia vida, no puede ser mi discípulo...» (Lc. 14,25).
 
San Alejo sabía muy bien que Dios no manda aborrecer a nadie, sino a sólo aquello que se interponga a la voluntad de Dios. Tenemos que amar a todos los hombres, y principalmente a los padres; pero si éstos nos quisieran obligar a hacer algo pecaminoso, hemos de huir de ellos como si fueran demonios.
 
A San Alejo le llamaba Dios a la virginidad, pero por complacer a los padres, aceptó casarse; pero al momento de haberlo hecho, oyó la voz de Dios en su conciencia, que le decía:
 
«Alejo: no has hecho lo que Yo quería: has preferido dar gusto a tus padres». Y por eso, por no querer ser infiel a Dios huyó de casa.
 
Muchos santos han huido de casa para ingresar en un convento, en contra de la voluntad de sus padres, como el gran Santo Tomás de Aquino y tantos otros.

La gran virtud que más hace resplandecer a los santos es la humildad. A Jesús le encanta tanto la humildad que decía:
 
«Aprended de mí que soy manso y humilde de Corazón». Por eso San Alejo cuando le empezaban a conocer y a honrarle en una ciudad, huía a otra, y por eso aguantó 17 años en su casa, siendo despreciado de los criados, sin darse a conocer. Pero al final, cumplió Dios con él aquella promesa:
 
«El que se humilla será ensalzado», dándole a conocer como Santo a la hora de su muerte.
 
Es tradición que al día siguiente de su muerte, el mismo papa Inocencio I celebró en la Basílica de San Pedro los funerales en honor de San Alejo; los funerales y la canonización, con tanta solemnidad como jamás se había visto en la ciudad eterna.


DECIMAS PARA DESPERTAR AL PECADOR


Piensa bien que has de morir,

Piensa que hay gloria e infierno,

Bien y mal, y todo eterno,
Y que a juicio has de venir:
 
Ponte luego a discurrir
Tu vida y modo de obrar,
Y que ahora sin pensar,
Si te diese un accidente,
Y murieses de repente...
 
¿Dónde irías a parar?
 
Medita lo que te digo,
Trata de enmendarle fiel,
Mira que aun este papel
Será contra ti testigo:
 
A que no te olvides,
te obligo, Muerte,
juicio, infierno y gloria;
 
Deja toda vana gloria;
Y con cristiano talento,
No hagas loco pensamiento
De una tan cuerda memoria.
 
El tener, has presumido,
En la postrera ocasión
Un dolor de contrición...
Muy pocos lo han conseguido:
 
Y aunque algunos le han tenido,
¿Quién, di, tan loco será,
Que en tal riesgo se pondrá,
Y cosa tan importante
Dejará para un instante,
Que no hay otro, si se va?
 
 


 

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