EL MENSAJE DE SAN ALFONSO MARÍA LIGORIO


Durante trece años, Alfonso alimentó a los pobres, instruyó a las familias, reorganizó el seminario y las casas religiosas, enseñó teología y escribió. Sus austeridades eran rigurosas y sufría diariamente el dolor del reumatismo que comenzaba a deformar su cuerpo.

Depuesto y excluido de su propia congregación, Alfonso sufrió gran angustia. Pero él superó su depresión y experimentó visiones, realizó milagros e hizo profecías. Murió pacíficamente el 1 de agosto de 787

Sus escritos sobre asuntos morales, teológicos y ascéticos tuvieron un gran impacto y han sobrevivido a lo largo de los años, especialmente su  teología moral y sus Glorias de María.



Así fue su vida y su mensaje:

En la primera mitad del siglo XVIII, un joven elegante e inteligente era admirado por sus compañeros abogados y por los ciudadanos que confiaban en el para resolver sus asuntos judiciales y pleitos.

 
Un día, perdió el pleito que defendía. Y aquello llegó a lo más hondo de su alma. Sabernos que el Señor tiene sus caminos para llevarnos a la meta que nos ha señalado a cada uno. Las llamadas del Señor a todos los santos que conocemos fueron muy diversas, pero todas conducían al mismo fin: Dejar el mundo y entregarse a la causa de Dios para la salvación de los hombres.
 
Muchos pleitos había ganado Alfonso María de Ligorio pero ninguno fue tan rotundo y tan sonado como el que ganó al perderlo aunque parezca una paradoja.
 
Cierto día Alfonso María se desahogará con un buen amigo y le dirá:
 
— "Amigo mío, créeme: Yo aborrezco al mundo porque le conozco muy bien y por eso que le conozco no sólo lo aborrezco sino que lo rechazo y no quiero saber nada de él".
 
La pérdida de aquel juicio dejó una herida muy honda en el corazón de Alfonso. Se encerró en su habitación durante tres días. Lloró su fracaso y salió transformado. Como el gusano de seda cuando se encierra en su capullo y se convierte en una policromada mariposa. El Señor le esperaba detrás del que había sido "el mejor pleito de su vida".

Un día llegó a casa de los padres del recién nacido Alfonso, un misionero y tomando al niño en sus brazos dijo:
 
— "Este niño será obispo, vivirá cerca de cien años, y hará grandes cosas por Jesucristo"...  y no se equivocó. Las tres cosas que le presagiaron se realizarían cumplidamente en su vida.
 
Su padre era militar. El quería que Alfonso siguiera sus huellas, pero viendo que le atraían más los libros que las armas dijo con cierta pena:
 
— "Está visto que más que para las armas el niño vale para las letras. Le haremos abogado"...
 
Fue el primer hijo de un matrimonio de cierta altura económica y de prestigio de Nápoles. Se llamaron sus padres: José de Ligorio y Ana Cavalieri. La infancia del niño Alfonso fue como la de cualquier otro niño de su condición. Pero algo extraordinario le acompañó desde su misma cuna pues se veían en él virtudes no comunes en los niños y después joven de su edad.
 
En los estudios no era nada común. A los doce años ya se matriculó en la Universidad y a los dieciséis ya recibía la toga de Doctor en ambos Derechos. A la vez le gustaban otras materias en las que se especializaría: Música, pintura, danza, esgrima, idiomas modernos. Todo este bagaje lo pondría al servicio del apostolado. Era lo que podíamos decir un joven con suerte: apuesto, elegante, rico, culto, delicado. Muchas jóvenes tenían puestos los ojos en él.

— "Hijo mío, le dice un día su padre, cuando Alfonso ya es un joven casadero: me agradaría que formalizases un compromiso con la preciosa hija de los príncipes de Presicio".
 
— Bueno, padre, ya lo pensaré, "se apresuró a contestar".
 
Alfonso se entregaba a la vida de sociedad y fiestas pero sin perder nunca la cabeza. Ante otras proposiciones parecía siempre estar un tanto alejado y hasta le llamaban los suyos "el lunático". Se entregaba a su trabajo con dedicación y seriedad nada común. Era la admiración de todos.
 
Un día charlando con un colega suyo le dijo:
 
— "Amigo mío, nuestra vida es muy desgraciada y lo peor aún es que corremos el riesgo de tener una mala muerte. Esta carrera no me conviene, tendré que abandonarla, para asegurar la salvación de mi alma".
 
La influencia que su padre ejercía sobre él iba disminuyendo cada día. Se daba cuenta que aquello no era para él. Cuando fue mayor al tratar de educar a los jóvenes les diría:
 
— "Mirad, también a mí me arrastraba como una vorágine todo lo que el mundo tiene de más atractivo. Pero creedme, todo es una locura: Festines, comedias, conversaciones, trajes, bailes, vanidad... Estos son los bienes que nos ofrece el mundo. Creed a quien de esto tiene experiencia y llora su desengaño".
 
 
Algo le fue de gran poder y ayuda en aquellos decisivos días, el lo recordaría ya anciano:
 
— "La visita al Santísimo y mi tierna devoción a la Virgen María, fueron las dos cosas que más me ayudaron a dar el cambio que di en mi vida".

Un bello retrato hace de él su mismo secretario que se llamado Tannoia:
 
— "Era de mediana estatura, cabeza ligeramente abultada y tez bermeja. La frente espaciosa, los ojos vivos y azules, las nariz aquilina, la boca pequeña. El cabello negro y la barba bien poblada que él mismo se arreglaba con las tijeras. Era miope y se quitaba las lentes para hablar con las mujeres y para predicar. Tenía una voz clara y sonora y aún de viejo se le oía bien en las iglesias aunque fuesen espaciosas. Su aire era imponente y serio, majestuoso y mezclado de jovialidad. En su trato amable y complaciente con niños y mayores. Tenía inteligencia aguda y penetrante, memoria pronta y tenaz, espíritu claro y ordenado, voluntad eficaz y poderosa"

Por ser de familia distinguida podía haber sido un tanto engreído pero, el era humilde. Por estar tan dotado de inteligencia podía haberse dejado influir por los aires de los volterianos, rouselianos y otros alejados y humanistas, pero él se mantuvo siempre unido al Papa y fidelísimo a la doctrina de la Iglesia. Su retrato más cabal y lacónico podía ser éste: Sencillo, afable, trabajador, humano, simpático, mortificado, enamorado de Jesús en la Eucaristía y de la Virgen María...

En casa de Alfonso María hay criados creyentes y no. Uno de ellos es un musulmán y un día pide recibir el bautismo. Y le preguntan:
 
— "¿Pero porqué das este paso de abrazar la religión católica?
 
— Porque cada día me convence más y más la fe de D. Alfonso. Estoy convencido de que la suya es la verdadera porque su conducta en cada una de sus obras me sirve de ejemplo".
 
Cuando Alfonso se convirtió en Padre Alfonso y después en el Obispo D. Alfonso, siempre trató de cumplir dos votos que había hecho en sus años mozos. Eran éstos:
 
1.° — Rezar todos los días las tres partes del santo Rosario.

2.° — Tratar de no perder ni un minuto de tiempo, es decir, aprovechar siempre el tiempo.
 
¿Cumplió estas promesas o votos? Sí, ya lo creo. A la perfección. Siempre rezó el rosario completo o las tres partes del mismo y aún mucho más. Amó a la Virgen María con toda su alma y con todo su corazón. En cuanto a su voto o promesa de aprovechar el tiempo, él se dio cuenta de que el tiempo vale tanto como Dios y que mediante él hemos de seguir trabajando en nuestra propia santificación y en la de nuestros hermanos los hombres.
 
Siempre estaba entregado al apostolado o escribiendo. Escribió una cantidad enorme de libros y folletos para avivar la fe y encender el amor a Jesús y a María.

— "¿Cómo querrá el Señor que yo le siga? ¿Dónde podré ser de mayor utilidad para mis hermanos los hombres?". Así dice el biógrafo de Alfonso María que se preguntaba muchas veces.
 
Ante Alfonso se abrían muchos caminos, todos maravillosos y atrayentes. Pero no todos de iguales resultados como había calculado él como buen pensador. El sabía muy bien que el Señor había dicho en su tiempo:
 
— "La mies es mucha y los obreros son pocos. Rogad al amo de la mies que envíe obreros a su mies...".
 
El siglo XVIII era un siglo de grandes necesidades y de muchas dificultades para llevar adelante este mandato del Señor. Con todo Alfonso no se arredró. Una vez ordenado sacerdote se dedicó a ir por los pueblos predicando la Buena Nueva del Evangelio igual que lo había hecho Jesús. Donde había una necesidad allí estaba él para solucionarla o por lo menos para estar al lado del que sufría. Pronto Alfonso vio que la tarea era demasiada para él solo y pidió a algunos sacerdotes que se sumaran a aquella gran empresa.
 
En equipo las cosas iban mejor.
 
 — "Padre Alfonso, —le dijo un día la venerable religiosa Celeste Costrarosa— Dios me ha revelado que comunique a Vd. que funde una congregación religiosa para ayudar al Redentor en su gran tarea de salvar a la humanidad".
 
Pidió consejo. Oró fervorosamente y el 9 de noviembre de 1732 fundaba la Congregación del Santísimo Redentor.

Hablando cierto día con un amigo se le escapó esta confidencia:
 
— "Una de las gracias más grandes que el Señor me ha hecho es el haber podido escapar del peligro de ser obispo"
 
— ¿De veras estáis seguro de que el peligro ha pasado definitivamente?". Le dijo el amigo. No es malo aspirar a ser obispo. Lo dice el mismo San Pablo que quien aspira a serlo aspira a algo bueno.
 
Pero el Padre Alfonso en su gran humildad no pensaba así. El sabía que conlleva muchas responsabilidades y el peligro de pegarse a los honores, etc. por ello trataba de evitarlo. No le faltaron propuestas para diversas sedes de Italia hasta el arzobispado de Palermo en Sicilia, etc. Pero él se encontraba mejor entre la gente sencilla y entre sus religiosos y sus libros. Aunque aquel peligro del que se creía libre el Padre Alfonso y a pesar de que contaba ya 65 años, no había pasado del todo.
 
Un día llegó una visita de parte del Santo Padre para convencerle que aceptase el Obispado de Santa Águeda. Padre Alfonso lo recibió con amabilidad, pero lo rechazó con buenas palabras. Después dijo al Padre Corsano:
 
— "He tenido que perder una hora de tiempo y cuatro ducados por esta broma. No cambiaré la Congregación por todos los reinos del Gran Turco".
 
Pero las insistencias siguieron. Padre Alfonso no pudo ya resistir el deseo directo manifestado por el Santo Padre, y, con los ojos llorosos, puesto de rodillas a los pies del crucifijo, dijo:
 
— "¡Esta es la voluntad de Dios. Gloria Patri.! ¿Dios me quiere obispo? ¡Pues yo quiero ser obispo!". Gobernó la sede "de Santa Águeda de los Godos de 1762 a 1775.
 
"Parece que éste es un obispo singular ya que viene precedido de fama de santo y nos quiere hacer santos a los demás". Así comentaban dos de los criados del palacio episcopal...
 
— ¿Qué es lo que había escrito el nuevo Obispo?
 
— Estas dos máximas que serían la norma de vida de todos los habitantes de aquella gran casa, desde el obispo hasta el último llegado:
 
1 .— La casa del obispo no es casa de placer, sino de penitencia.
 
2.— Todo aquel tiempo que no se dé a Dios y no se consuma en beneficio del prójimo, es tiempo perdido".
 
Ya como simple sacerdote y celoso predicador había demostrado Padre Alfonso sus eminentes cualidades de pedagogo. Después de Fundador y Superior General de la Congregación del Santísimo Redentor todos habían visto en él a un verdadero padre, a un experimentado y docto maestro. Pero ahora como obispo aún llamaba más la atención por su sabiduría y prudencia en cuanto ordenaba y hacía. Igual que el Maestro Divino antes de mandar obraba él lo mismo que obligaba a los demás. Era la lección del ejemplo que ya decían los mayores que "es lo que verdaderamente arrastra".
 
Pronto se dio cuenta que el motivo principal por el que tantos estaban alejados del Señor era por la poca oración que hacían y por la vida un tanto desarreglada que llevaban. Y aquí puso manos a la obra. Insistió en su misma oración. Pasaba muchas horas clavado en tierra y con la mente puesta en Dios y trató de entregarse a una vida de gran sacrificio y maceración de su cuerpo.
 
— Padre venerado, "recuerda Vd. Excelencia su juventud?
 
— ¡Ah!, sí, sí, muy bien. Hay escenas de entonces que parece las estoy viviendo ahora mismo.
 
— ¿No podría escribir algunas "normas de vida" para todos los jóvenes, sobre todo los que se educan en nuestros colegios? Así hablaba un allegado religioso redentorista al venerado Padre Fundador y Obispo jubilado de Santa Agueda de los Godos.
 
Padre Alfonso tenía entonces 85 años, y fue el día 4 de abril de 1780, cuando aquel venerable anciano regalaba a la humanidad para todos los tiempos una preciosa carta que merecería tenerse siempre a la cabecera de todos los niños y jóvenes del mundo. Eran "normas de vida" de un niño, un joven, una persona mayor y un venerable anciano muy experimentado y que había vivido él mismo y había contemplando en los hombres mayores y jóvenes que había tratado durante su larga existencia. He aquí los puntos principales para que nosotros tratemos siempre por tenerlos presentes en nuestra vida:
 
1.°— Amad mucho a Jesucristo. El debe serlo todo para nosotros.
 
2.°— Sed muy humildes. Bastará para ello que reconozcáis vuestras faltas y las gracias que habéis recibido del Señor.
 
3.°— Obedeced a vuestros superiores. Ved en ellos siempre al Señor que os manda.
 
4.º— Entregaros de lleno al estudio que es vuestra obligación ahora. Ganaos siempre el pan que os coméis.
 
5.°— Observad con toda exactitud las reglas de vuestro Colegio. Las de vuestro Instituto.
 
6.°— Sed muy devotos de la Santísima Virgen.

Las cartas llovían primero a su humilde casa parroquial. Después a la dirección de su convento. Más tarde a la residencia del Obispo de Santa Agueda. Y en los años maduros a la dirección del venerado Sr. Obispo. Todos pedían orientación y guía. A todos contestaba dándoles palabras sabias y orientación segura que los encaminaba hacia las metas de almas de temple.
 
El solía recordarles en sus charlas lo que le había sucedido en su juventud cuando su padre le obligaba a llevar una vida de sociedad y de disipación mundana.
 
— "Si yo no hubiera sido devoto de recibir con frecuencia la Eucaristía, hubiera sucumbido a las embestidas del enemigo. No lo dudéis. Pero ya entonces llegué a descubrir dónde estaba la fuerza para vencer."
 
Padre Alfonso María pasaba sus mejores horas al día delante del Santísimo Sacramento. Allí, de rodillas en profundo silencio pasaba horas y horas de fervorosos coloquios con el Divino Prisionero. Fruto de aquellas horas es el precioso librito que regaló para la posteridad: Visitas al Santísimo Sacramento. 
 
Magnífica la respuesta que dio a un soldado, el 3-12-1172, cuando ya tenía 76 años. Este le escribió rogándole orientación sobre su vocación y el santo Obispo le dijo:
 
— "Sí, sed valiente en oír al Señor. Aborreced el pecado. Tened un director espiritual. Cuando podáis oíd la misa y visitad al Santísimo Sacramento. Pedid al confesor que os dé licencia para comulgar más a menudo. Y hacedlo, si podéis, incluso en los días de labor. En las comuniones encomendaos a Jesucristo y yo lo haré por vos en la Misa...".
— "¡Felices las acciones que se encierran entre dos Ave Marías!"...
 
Así empezó diciendo al llegar a su nueva diócesis y besar la tierra que le encomendaba el Señor para su custodia espiritual. Este era uno de sus lemas que trataba de meter en el alma de todos sus religiosos y de cuantos trataban con él: "Que el Ave María no se caiga de vuestros labios".
 
En todas sus misiones hacía algo que después recomendaría vivamente a sus religiosos:
 
— "Al final de vuestras Misiones jamás debe faltar un sermón, el más fervoroso de todos, sobre la Santísima Virgen. Este sermón debe despertar aquellos corazones que han permanecido dormidos e insensibles a todas las demás exhortaciones".
 
Vistió el Escapulario del Carmen desde muy niño y lo recomendaba a todos por ser el Vestido de María. Después de su muerte se encontrará incorrupto sobre su pecho, que aún hoy se conserva como preciosa reliquia. En una de sus maravillosas páginas de su libro de oro Las Glorias de María, escribió:
 
—"La Reina de los Angeles gusta de ver pendientes sus Escapularios de los pechos de sus hijos y devotos, consagrados especialmente a su amor y servicio, como personas de su casa y familia".
 
María lo era todo para él. Celebraba sus vigilias y sus fiestas con gran solemnidad y pasaba el día meditando las Grandezas de María. Cuando le venían con algunos problemas que le exigían prisa solía decirles:
 
—"Calma, calma. Antes quiero aconsejarme con la Santísima Virgen y luego ya veremos lo que decido".
No faltan personas que equivocadamente se creen que los Santos son algo que ya pasó. Que fueron buenas personas y que hasta incluso hicieron un gran bien, pero fue a los hombres de su tiempo... Quien así pensase estaría en una tremenda equivocación.
 
Los Santos tienen siempre un Mensaje de palpitante actualidad. Sobre todo esto lo podemos aplicar a nuestro protagonista Padre Alfonso María:
 
El supo agarrarse, vivir y transmitirnos el mensaje más perenne y más penetrante e imprescindible de la vida y doctrina de Jesucristo. A tres podíamos reducir la vida y doctrina que él trató de vivir durante toda su vida y la que nos ha dejado consignada maravillosamente en sus Obras inmortales:
 
1) Vida de oración, de unión con Dios de conocimiento de la doctrina de la Iglesia. De amor al Papa y de obediencia ciega a cuanto él —el Vicario de Jesucristo— nos ordene aunque nos cueste como a él el obispado. ¿Hay hoy algo más olvidado y más necesario que la oración? Jesucristo fue alma de oración y nos enseñó repetidamente esta necesidad para salvarnos.
 
2) Amor a la Eucaristía. Ella, la Eucaristía es y debe ser siempre el centro de toda la vida cristiana. Jesús podía haberlo hecho de otra forma pero quiso hacerlo así: Se quedó en el Sagrario para siempre. Para ser nuestra fortaleza y nuestro alimento. Este es el "signo de los signos".
 
3) Amor a María. María fue el regalo más grande que nos entregó Jesús. Ella debe ser siempre amada e imitada. Es algo que no puede pasar de moda. Hoy más que nunca hemos de conocer, amar, imitar e irradiar a María como Padre Alfonso la conoció, amó, imitó e irradió.
 

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