VIDA Y MILAGROS DE SAN ANTONIO ABAD


San Antonio es el santo patrono de los pequeños propietarios y de los agricultores, así como protector de las brillantes brasas del hogar que mantienen casa y la comida caliente.
 
Es el protector de los animales domésticos, y también es el quien presta ayuda con las enfermedades infecciosas de la piel, historia que se remonta a cuando la grasa de cerdo solía ser un bálsamo que se frotaba en ante este tipo de enfermedades. En uno de sus supuestos enfrentamientos con el diablo, fue un lechón que robó brasas brillantes del fuego eterno en la tierra.
 
La vida entera de Antonio no fue un acto de observación, sino de hechos consumados. A los dieciocho años Antonio perdió a sus padres y se quedó solo con una hermana más joven. Ya desde entonces pensó en consagrarse por entero al servicio de Dios.

Cierto día oyó en la iglesia leer estas palabras que Nuestro Señor dijo al rico del Evangelio:

"Si quieres ser perfecto, anda y vende cuanto tienes y dale el dinero a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos, después ven y sígueme".

Antonio, tomando al pie de la letra este consejo de Jesucristo, se fue a casa y empezó a vender las fincas que había heredado de sus padres y a repartir el dinero a manos llenas entre los más necesitados. Otro tanto hizo con los mejores muebles que tenía, quedándose para él y para su hermana con sólo lo necesario. Pero poco después oyó de nuevo en la iglesia aquel texto del Evangelio en el que dice Jesucristo:

"No os inquietéis por vuestra vida, por lo que habéis de comer o beber, ni por vuestro cuerpo, por lo que habéis de vestir... No os preocupéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos y que beberemos, y con qué nos vestiremos? Los hombres sin fe se afanan por todo eso, pero vosotros buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura".


Antonio creyó que aquello estaba escrito para él y que aquellas pocas cosas con las que se había quedado debería venderlas también y darle todo el dinero a los pobres. Habló con su hermana y ésta aceptó entrar de monja en un monasterio, y dándole por dote la parte que le correspondía, todo lo demás lo vendió repartiendo el dinero entre los pobres.
 
Una vez que su hermana ingresó en el monasterio y él acabó de repartir lo que tenía entre los pobres, se retiró a la soledad para dedicarse por completo al trabajo y a la oración. Tuvo la enorme suerte de encontrar a un anciano anacoreta que toda su larga vida la había pasado en la soledad, trabajando y orando, y Antonio se estableció cerca de su choza y empezó el aprendizaje de su vida solitaria.

Distribuía el tiempo entre los trabajos manuales, la oración y la lectura de la Sagrada Escritura, cultivando de ese modo su alma y su inteligencia al par que mortificaba su cuerpo. Solamente comía una vez al día hacia la puesta del sol; por cama tenía una estera en la que apenas dormía, pues casi toda la noche se la pasaba en oración.

Como fueran muchos a verle y pedirle consejo, con lo que con frecuencia le interrumpían en la oración, decidió penetrar más en el desierto ocultándose en un sepulcro donde solamente recibía las visitas de un amigo que de vez en cuando le llevaba algo de comer. Allí Antonio recibió del demonio terribles tentaciones, y no pudiendo hacerle caer trataba de asustarle apareciéndosele de las más variadas formas, llegando a veces incluso a darle terribles palizas hasta dejarle por muerto.

A veces los demonios le acometían en forma de animales: cerdos, osos, leones, lobos, panteras, serpientes, etc. que se le acercaban en bandada armando un ruido infernal como si fuera el fin del mundo. No obstante, Antonio no se asustaba, y volviéndose hacia los demonios les decía: "Todo ese ruido que armáis delata bien vuestra flaqueza, pues no pudiendo nada conmigo, tratáis de asustarme con vuestros chillidos".

Antonio leía asiduamente los Santos Evangelios y se esforzaba en cumplir a la letra todos sus preceptos y consejos. Ya hemos visto como por la lectura del Evangelio se resolvió a vender todo lo que tenía y a dárselo a los pobres. Pero entre los muchos preceptos y consejos evangélicos, en nada insiste tanto Jesucristo como en la necesidad que tenemos de orar constantemente para salvarnos:

"Es necesario orar siempre sin desmayar", "Vigilad y orad para no caer en la tentación", "Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá". "Es cosa clara —dice San Ligorio— que estas palabras de Jesucristo, significan y entrañan un precepto y grave necesidad". Por eso los grandes santos se dedicaban con tanto empeño a la oración.

San Antonio, que todo el Evangelio entendía como un precepto, pues los grandes santos no hacen distinciones entre mandamientos y consejos, sino que todo aquello que entienden que a Dios le agrada se esfuerzan en cumplirlo como preceptos, así él cumplía a rajatabla lo que en el Evangelio nos enseña Jesucristo de la oración.

Cuando llegaba la noche, se postraba de rodillas para meditar los padecimientos de nuestro divino salvador. Con frecuencia se pasaba la noche entera en contemplación y en tiernos coloquios con Dios Nuestro Señor, y cuando al día siguiente venía el sol a distraerle con sus rayos de luz y de calor, se quejaba amorosamente, diciendo: "¡Oh sol! ¿Por qué madrugas tanto? ¿Por qué vienes tan pronto con tu resplandor a privarme de la claridad de la verdadera luz que es Jesucristo?".

Pero Antonio no solamente hace oración por la noche, pues también el día lo dedica casi entero a la oración y a la lectura de la Biblia. ¿Qué necesidad tiene de trabajar muchas horas quien solamente come una vez al día un trozo de pan?


La fama de San Antonio poco a poco se iba extendiendo por todo el país y numerosas personas acudían a él a pedirle consejo para sus almas, más él apreciaba tanto su soledad y trato continuo con Dios que rehusaba toda comunicación con los hombres y cada vez se ocultaba más en los desiertos. Pero en cierta ocasión que vio acudir a él un gentío inmenso, sintió interiormente que aquellas gentes lo necesitaban y que la caridad con el prójimo es una de las virtudes más agradables a Dios.

Muchos de ellos le pedían con lágrimas que se dignase ser su maestro y aconsejarles lo que deberían hacer para más agradar a Dios. Viendo Antonio su buena voluntad aceptó dirigirles por los caminos de la virtud y enseñarles la ascética de la penitencia y la continua oración. En poco tiempo se formó en derredor de su choza numerosas chozas y cabañas que fueron las celdas de aquellos primeros monjes discípulos del gran Antonio.

Antonio tan amante de la soledad hubo de resignarse a ser el abad o padre de todos: un abad perfecto por cuyas manos se derramaba el Señor en luces y milagros. Sus discípulos le llamaban "el amado de Dios".

Llegando a él la noticia de que se había levantado una gran persecución contra la Iglesia y que el cruel emperador con terribles amenazas trataba de conseguir la apostasía de los cristianos, lleno de un santo celo, Antonio se decide a presentarse ante el tirano para animar a los cristianos a sufrir el martirio con aquellas palabras del Evangelio: "No tengáis miedo a los que matan el cuerpo y hecho esto ya no pueden hacer más...; pues si despreciáis vuestras vidas por amor a Cristo, las encontraréis felices en el Cielo para la vida eterna".

No quiso la Providencia que Antonio muriera mártir y regresó al monasterio para consuelo de sus monjes.

Tan grande era la fama de Antonio, que no solamente acudían cristianos de todas partes a verle y escuchar sus consejos, sino que incluso acudían a él hasta los paganos. En cierta ocasión que fueron a verle un grupo de filósofos, salió a su encuentro Antonio diciéndoles:

- "¿Cómo es que vosotros siendo como sois gente docta, os molestáis viniendo de tan lejos para escuchar a un loco?".

- Respondieron: "Por favor, Padre, no diga eso: Vos en modo alguno sois un loco".

- Les dijo Antonio: "No sé lo que pensaréis de mí, si creéis que soy un loco o de verdad pensáis que estoy cuerdo. Si pensáis que estoy loco habéis perdido miserablemente el tiempo; más si me tenéis por cuerdo y creéis que verdaderamente poseo algo de sabiduría, ¿por qué no tratáis de imitarme? "Si yo hubiera ido a encontraros, lleno de admiración a vista de vuestra vida y normas de conducta, me consideraría obligado a seguir vuestros ejemplos; pero como sois vosotros los que habéis venido a admirar mi sabiduría, ¿por qué no os hacéis cristianos?".

Los filósofos regresaron a Alejandría encantados de la sutileza de su ingenio, a la vez que maravillados de su poder contra los demonios.

Su fama se había divulgado por todas partes: reyes y emperadores le escribían. Tan grande era su fama y autoridad que San Atanasio le rogó que acudiera a Alejandría a contender y reprimir a los herejes y principalmente a los arrianos para confirmar a los católicos en la fe. Hizo mucho bien a la Iglesia de Alejandría, y San Atanasio quiso que al regresar se llevara un recuerdo, pero él no aceptó ningún otro obsequio más que una capa del santo obispo. No pudieron retenerle mucho tiempo, pues, decía, que, "un monje fuera de su convento es como un pez fuera del agua".

Nació Pablo de Tebas en la Baja Tebaida por los años 229, y habiendo quedado huérfano a los quince años, vivía con su cuñado, en cuyas manos puso gustoso la administración de sus bienes temporales para él cuidarse de los intereses de su alma. Por entonces se levantó en el país una gran persecución contra los cristianos, y el cuñado ansioso de quedarse con las posesiones de Pablo, le denunció traidoramente, por lo que Pablo para poder salvarse hubo de huir a desierto y esconderse en lo más oculto y retirado de las montañas.

Recorriendo los montes en busca del lugar más apropiado, encontró al fin unas grutas escavadas en las rocas donde había algunos yunques y otras herramientas que daban a entender que aquel lugar había sido empleado en otros tiempos por alguna banda de fugitivos que se dedicaban allí a la acuñación de monedas falsas. Recorriendo las grutas encontró una que le pareció más apropiada, junto a la cual había un manantial de agua cristalina y una palmera cargada de dátiles, y allí resolvió instalarse.

Cobró Pablo encendido cariño a su morada que, a su entender, le había deparado el mismo Dios, y, encerrándose en ella para no volver a salir, transcurrió su vida en presencia del Señor, único testigo de sus acciones. Se vestía de las hojas de la palmera, comía de su fruta, y bebía el agua de la fuente.

El mundo ignoraba su retiro, pero a él le importaba muy poco el mundo, pues solamente pensaba en él cuando encomendaba a Dios las almas de los pobres pecadores, y principalmente cuando rogaba por la salvación de su hermana y cuñado a quien perdonaba de todo corazón.

Un día le vino a Antonio un pensamiento de vanagloria por los muchos años que llevaba retirado en el desierto, pensando él que no había nadie que llevara tanto tiempo. Pero aquella misma noche le reveló el Señor que otro ermitaño más antiguo y mucho mejor, se hallaba en soledad más apartada y austera, y que sin tardanza debía buscarle y visitarle.

Al rayar el alba, salió de su convento el santo viejo, y, sustentando sus flacos miembros con un báculo, se puso en camino para ir a donde no sabía, confiando que el Señor le mostraría aquel portento de santidad. El demonio que quería impedir aquel edificante encuentro, se le apareció en el viaje bajo la forma de varias figuras espantosas. Una vez se le apareció en forma de monstruo que parecía medio hombre y medio caballo. Otra vez se le apareció como un enano feísimo de narices retorcidas y encorvadas, con unos cuernos en la frente y unas patas como de cabra; pero él se armó con la señal de la cruz y obligó a la maldita bestia a que le enseñara el camino.

Llevaba ya andando dos días, cuando al amanecer del día, tercero, vio de lejos una loba sedienta que bajaba ansiosa por la falda de un monte. Bajaba a beber agua a la fuente de Pablo, pero Antonio no lo sabía. Se encaminó Antonio hacia el lugar y al llegar vio una cueva oscura a la que se decidió a entrar para observarla. Viendo que al fondo había luz se dirigió hacia ella sigilosamente, pero como estaba oscuro y no veía al andar, tropezó sobre una piedra e hizo ruido. Lo oyó San Pablo que estaba en aquella habitación de la cueva y cerrando la puerta atrancándola por dentro dejó a Antonio en la oscuridad de fuera. Quizá Pablo pensó que aquel ruido fuera de algún animal salvaje o de alguna fiera, pues eran los únicos vecinos que podía ver de vez en cuando y con los cuales compartía el agua cristalina de su fuente.

No dudando Antonio que al otro lado de aquella puerta estaba el gran Santo que Dios le había revelado y que desde hacía tres días venía buscando, al ver que le cerraba la puerta empezó a llamarle y a quejarse de esta manera:

"Bien entiendo, padre mío, que vos sabéis quién soy y de dónde vengo, y también se que no merezco veros; más tened por cierto que no me apartaré de aquí hasta que os vea. Vos que aceptáis la compañía de las bestias, ¿vais a rechazar la compañía del hombre? Yo os he buscado y os he hallado, y a vuestra puerta llamo para que me abráis, y si esto no puedo alcanzar aquí a vuestra puerta me moriré, y espero que al menos enterréis mi cuerpo cuando ante vuestra puerta lo encontréis".

Entonces Pablo le abrió riendo mientras decía: "Pues si vienes a morirte ¿qué necesidad tienes de que te abra?" Al verse los dos viejos se abrazaron con grande amor y ternura, saludándose por sus propios nombres como si hiciera mucho tiempo que se hubieran conocido. Después, dando gracias a Dios de haberse encontrado y conocido, se sentaron a charlar a las puertas de la cueva.

Le dijo Pablo: "Aquí tienes al que con tanto trabajo has buscado; mira estos miembros consumidos ya por la vejez; aquí tienes desgreñado y cubierto de canas a un hombre que muy pronto volverá al polvo. Pero dime, ¿qué es del linaje humano? ¿Se siguen construyendo casas nuevas en las antiguas ciudades? ¿Quiénes mandan ahora en el mundo? ¿Aún hay gente ciega que adora a los demonios?

De todo ello le habló por menudo Antonio, y después le preguntó cuántos años llevaba en aquel desierto, qué edad tenía y con qué manera de vida había pasado allí tantos años. Y Pablo, para satisfacer los deseos de Antonio, le contó toda su vida.

Estando Pablo y Antonio entretenidos con sus conversaciones, llegó un cuervo que traía en su pico un bollo de pan. Se posó en un árbol cerca de ellos, y luego de allí, suavemente voló al suelo y dejando el pan delante de ellos se marchó de nuevo. Entonces dijo Pablo: "Bendito sea Dios que nos envía de comer. Sabed, hermano Antonio, que hace setenta años que este cuervo me trae medio pan cada día; pero hoy, como habéis venido vos, nos ha traído doble ración".

Dieron ambos gracias a Dios y sentados junto a la fuente se dispusieron a comer. Rogó Pablo a Antonio que, siendo él el huésped, le correspondía el honor de partir el pan. "No, padre, contestó Antonio, siendo vos más viejo, este honor os corresponde a vos". Como porfiaron un rato sin ponerse de acuerdo, decidieron cogerlo uno de cada punta y así partirlo entre los dos. Comieron el pan alabando al Señor y aquella noche la pasaron en oración.

A la mañana siguiente, Pablo dijo a Antonio: "Hermano Antonio: hace mucho tiempo que yo sabía que tu vivías cerca de aquí en el desierto, y Dios me había prometido que te había de conocer y serías mi compañero, y habiendo llegado la hora por mí tan deseada de abandonar este cuerpo y ver a mi Señor Jesucristo, Dios te ha enviado a tiempo para que me entierres".

Oyéndolo Antonio se enterneció y con muchas lágrimas comenzó a suplicarle que no le abandonase y que tuviera a bien llevarle con él al Cielo. "No quieras lo que no quiere Dios, le dijo Pablo, ni busques tu provecho sino el de tus hermanos que te necesitan. Bueno sería para tí el dejar esta pesada carga del cuerpo y volar a las moradas eternas; pero tus discípulos aún te necesitan para que los enseñes y ayudes con tu ejemplo...".
 
Queriendo Pablo pasar en la oración las últimas horas a solas con Jesucristo, trató de convencer a Antonio de esta manera:

"Antonio, te voy a pedir un favor que espero no me lo niegues: Si no te sirve de molestia, te ruego regreses a tu convento y me traigas el manto que te dio el santo obispo Atanasio, para que cuando yo muera me envuelvas con él y así me entierres. Se maravilló Antonio que Pablo conociera al obispo Atanasio y supiera que le había dado el manto, y deduciendo de esto que Cristo moraba en él y que era un santo, no se atrevió a contradecirle, antes besándole la mano, se volvió presuroso a su convento para cumplir los deseos del Santo.

Sus discípulos al verle llegar, salieron corriendo a recibirle y le preguntaron:

"Padre, ¿dónde habéis estado tanto tiempo?

Pero Antonio sólo contestó: "¡Ay de mí, pecador, que sólo tengo el nombre de religioso!".

—¿Qué le ha pasado, padre: por qué dice eso?

— "¡He visto a Elías; he visto a Juan en el desierto, o más verdaderamente puedo decir que he visto a Pablo en el Paraíso!".

Dicho esto, y sin más explicaciones, cogió de su celda el manto y se dispuso a regresar inmediatamente a donde estaba Pablo. Salió del convento con tanta prisa que no paró siquiera a tomar algún alimento, volviendo por el mismo camino, ardiendo en deseos de volver a ver con vida al que había dejado en los umbrales del Paraíso, temiendo lo que sucedió, que cuando llegase estuviera ya muerto. Al segundo día de camino, así como a media mañana, vio como el alma del bienaventurado Pablo subía radiante de gloria entre coros de ángeles que le acompañaban camino del Paraíso.

Prosiguió Antonio el viaje tan de prisa que no parecía que andaba sino que volaba. Llegó por fin a la cueva y vio el cadáver de Pablo que estaba puesto de rodillas con la cabeza mirando al cielo y las manos levantadas. Antonio creyendo que aún estaba vivo y no queriendo interrumpir su oración, se arrodilló a su lado y se puso a orar también. Pero observando que no le oía respirar ni suspirar como acostumbraba, se acercó respetuosamente un poco más hasta que vio que estaba muerto. Le abrazó entonces llorando, regándole con sus lágrimas.

Envolvió el cadáver con el manto de San Atanasio y, sacándolo fuera para enterrarle, se encontró que no tenía una herramienta para poder escavar la sepultura. Estando perplejo y confuso sin saber que hacer, vio salir de la maleza unos leones y de momento se sobresaltó. Cerró los ojos encomendándose a Dios mientras los leones se acercaban. Se acercaron los leones al cadáver de Pablo, y rugiendo como doliéndose de su muerte, de pronto se ponen a escarbar en el suelo con sus patas, y en un momento abrieron un hueco suficiente para la sepultura de Pablo. Luego, moviendo la cola y haciendo unos gestos cariñosos, se despidieron de Antonio y se fueron por donde habían venido.

Cogió entonces Antonio el cuerpo de Pablo, y, envuelto como estaba con el manto de San Atanasio, lo colocó en la sepultura y le arrastró la tierra encima. Aquella noche la pasó Antonio en oración junto a la sepultura de Pablo. Al día siguiente entró Antonio en la cueva que había habitado Pablo para ver si encontraba alguna pertenencia que pudiera llevarse de recuerdo. Sólo encontró una túnica hecha de hojas de palma, tejida por las manos de Pablo. La recogió como si se tratara de una apreciada joya y se la llevó de recuerdo.
 
Murió San Pablo de Tebas el año 342 a la edad de 113 años habiendo vivido en la soledad del desierto 88 años sin más compañía que las fieras. Catorce años después, concretamente el año 356, moría San Antonio Abad, a los ciento cinco años de edad.

Sintiendo Antonio que se aproximaba su fin, mandó llamar a dos monjes que tenía a su servicio y, dándoles los últimos consejos, les prohibió que después de muerto le hiciesen el más mínimo honor a su cuerpo, queriendo que fuese enterrado en la tierra en algún lugar desconocido, para que así todos le olvidasen.

Desde los más remotos tiempos es invocado San Antonio como abogado de los animales domésticos, encomendando a él su cuidado y salud, obrándose numerosos milagros por su intercesión. En todo el mundo los campesinos encomiendan sus ganados al cuidado del Santo, colocando su imagen en las granjas y poniendo siempre bajo su cuidado a todos los animales enfermos. De esta tradición proviene el que la imagen del Santo siempre se halla acompañada de algún animal y los santuarios en su honor se hallan extendidos por todo el mundo, y principalmente en los medios rurales donde abunda el ganado.


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